-La lectura pintada de Vilhelm Hammershøi. Apuntes-.
Wilson Pérez Uribe
Una imagen en ciertas composiciones musicales de Armand Amar. Un hombre camina la estepa cubierta de nieve. Hombre pequeño en una tierra inmensa. Dunas: geografía inconclusa: huellas planetarias.
Leer.
Abrir un libro: tierra inhóspita para el aprendizaje del viaje. Hilar el tejido del alma, construir la palabra de la tribu, arar sobre el suelo arenoso, navegar sosteniendo el peso gradual de un remo. Leer.
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Llamado al silencio en algunas pinturas del artista danés, Vilhelm Hammershøi (1864 – 1916), recogía mis manos en forma de plegaria, entrecerraba los ojos, me instalaba en otra frontera del mí.
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No nos pregunten qué es leer. ¿Sabe usted qué es un lector? Se cuestiona Pascal Quignard. Ante la imposibilidad de la respuesta, el pasmo anegado de algo inconcluso: “Lector, fantasma, vapor”.
-Silencio. El lector lee. Única certeza de saberse vivo, en peligro de asistir a los lugares donde los rostros se agolpan en uno.
La hora de los muertos en la que vuelven a abrir sus ojos.
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No hablaba. Tomaba un libro con sus manos. Leía. Estaba en el mundo. Lo primero que asombra en la pintura es la lentitud del gesto. No es el rostro quien dice. La luz recae sobre el suelo desde la ventana. Recae: vuelve la luz a descansar en el cuarto. Continúa leyendo, como alguien que no se altera y acoge el libro en una modestia callada y pasmosa.
Marina Tsvetaieva, en el verano de 1902, copió, en un librito cosido por sus propias manos, la antología “Al mar” escrita por Pushkin. Lo llevaba siempre a su lado, para que fuese suyo, como si lo hubiera escrito verdaderamente ella.
Aquella lectura pintada de Vilhelm Hammershøi es amistad con el silencio del lector. Agradece la escucha. Dispone el espacio. Da lugar. Acoge. Vuelve a las palabras con modulación sigilosa.
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Una fotografía de Vilhelm Hammershøi. Preciso es recordar a Jakob Mendel, ese singular librero retratado por Stefan Zweig, a quien “los fenómenos de la existencia” solo le eran revelados cuando eran vertidos y reunidos en un libro.
Sus libros eran sus ojos.
El coleccionista de libros, acostumbrado a la delicada letra impresa, deslumbró su piel enrojecida de dolor en los campos de concentración. Al final quedará esa insignia del narrador, una puerta de llegada leve y duradera que reza: “los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.
No era coleccionista de libros. Pintaba. Lo que intuyó en sus cuadros fue la morada del silencio con sus múltiples resonancias, porque no es lenguaje lo que se dice, sino aquello que continua vibrando en la retina y en los labios.
Sus cuadros eran sus manos.

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Interior con un joven leyendo, 1898. En el leer se nos descubren las palabras. La lectura que se ofrece proviene de una conversación hace tiempo esperada. Lectura ofrecida a sí mismo.
Wu Daozi, en el año 792, pinta una montaña. Abre una puerta en ella y desaparece. Recuerda Chantal Maillard que los pintores chinos, de épocas pasadas, aprendieron a eliminar las diferencias entre realidad y ficción.
La leyenda, quizá, inspiró a Marguerite Yourcenar para imaginar la historia de Wang-Fô. Las pinturas cobraban vida. Era posible ingresar a su mundo, ocupar el lugar del rojo mientras la sangre goteaba de la garganta lacerada.
El joven y la mujer leen. Invitan en el espacio ordenado a tocar el hilo de las palabras. Se dejan conversar.
Leer es ingresar a la casa de la soledad. Leer es escuchar la voz que lastimará la herida que nunca creímos abierta.
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Se cuenta que Hecateo de Abdera, al recorrer el templo de Amón en Tebas, vio en una galería la biblioteca sagrada, cuya inscripción dictaba: “Lugar de cuidado del alma”.
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La lectura pintada en la que se asiste a una galería de imágenes parcas. El libro abierto. Las manos sopesan el peso de la encuadernación. La mesa, el plato, la taza, la puerta y la luz, son solidaridades que acompañan la travesía del leer. El lector no está quieto, tampoco mudo. Habita esa conversación a la que ha sido invitado.
Darse a leer como merecer la atención de las palabras. Permitirse la prédica del silencio.
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Propicios a cierta forma de la lectura, los interiores pintados por Vilhelm Hammershøi. Lo que se estima leer, es, en analogía, el pan que se aprecia comer.
Predrag Matvejevic comenta que el origen del pan está relacionado “con la transformación del nómada en sedentario, del cazador en pastor, de unos y otros en labradores”. El libro, desde su origen de junco, piedra y hueso, hace del lector viajero, imaginante, silenciario.
El surco trazado por el labrador tiene su umbral en lo incierto y en el cansancio. La lectora de Vilhelm Hammershøi, mujer de pie, no se acoda. En su fragilidad inédita sabe la inutilidad y el claroscuro de la lectura: no ser sí misma; ser otra en el recuerdo de lo leído.

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Son las palabras de Predrag Matvejevic al decir que “los recuerdos del pan se conservan mejor que el pan mismo”. Huellas, trazas, ruinas del leer. Leer como recogimiento. Leer como letanía. Entonces releer para conservar aquello que intenta disolverse. Cosa extraña el leer. Es preciso volver, con la promesa intacta, a la misma frase, como si se tratara de un habitáculo en el que siguen resonando las palabras, a su manera, a su tiempo.
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Pintado el silencio, la lectura es lengua de los afectos, porque nos reconcilia en la proximidad de la escucha.
Escribe Irene Vallejo, en El infinito en un junco, que “leer construye una comunicación íntima, una soledad sonora que a los ángeles les resulta sorprendente y milagroso, casi sobrenatural”.
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Esto insinúa Vilhelm Hammershøi en sus cuadros: ser artesanía de sí.
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