No sé si te diste cuenta de que la nevera está sonando. Su ruido no es sutil, sin embargo, pasa desapercibido. Tan pronto como comienza a sonar, uno deja de darse cuenta de que está ahí. Es curioso porque se trata de un objeto que supera mi altura y mi peso. Si estuviera fuera de lugar, sería imposible no notarlo ¿acaso no nos parecería risible ver una nevera en medio del baño? Pero su sonido inunda cada espacio de la casa, es incluso más voluminoso que el propio electrodoméstico, es omnipresente y a pesar de eso no solo no se nota, sino que hay que hacer un esfuerzo mental especial, dirigir la atención, incluso la mirada, para escucharlo.
El cerebro selecciona el sonido, discrimina y genera ausencias. Para poder asir al mundo establecemos líneas de corte, separando lo que nos es útil de lo que no, como poniendo las ondas sonoras sobre una mesa de disección: cada corte está guiado por una intención precisa, se cisura la superficie para poder profundizar y escuchar “mejor”, pero al hacerlo sacrificamos el resto del espectro. Concentrarse, atender, implica elegir y desechar. Cada elección deja un rastro. Es así como se pierde ese sonido enorme de la nevera cuando estamos vagando por la casa y al encontrarlo de nuevo nos ensordece ocultando el resto de los sonidos de la domesticidad inmediata.
El sonido tiene la doble condición de ser tan inevitable como efímero. Todo suena, sobre todo cuando queremos hacer silencio, sin embargo, casi todos los sonidos se desvanecen rápidamente. Tratar de fijarlos en el tiempo, de obligarlos a permanecer, es difícil. Nos empeñamos en dotar de materialidad a los sonidos para evitar que se nos esfumen; el sonido se transforma en grabaciones, sonogramas, partituras, onomatopeyas y cancioneros para perdurar.

Nuestra relación con el sonido está mediada por lo ausente. Tenemos, por ejemplo, miedo a quedarnos sordos. Pensar en la posibilidad de perder la audición nos hace prestar atención tanto a lo que suena como a lo que no suena. De repente nos percatamos de que el sonido está poblado de no sonidos: alucinaciones auditivas, sonidos recreados por la memoria y silencios que dan cuenta de algo que acaba de desaparecer. Hay sonidos extintos y sonidos de lo extinto. El silencio repentino de la nevera se nota inmediatamente, revela un fallo en la corriente eléctrica o un daño en el aparato, la extinción de su ronroneo constata su magnitud. Al lado de estos silencios, los sonidos recreados y reproducidos que pueblan los archivos sonoros no son más que la prueba de lo ausente: la voz de un muerto, el canto de un ave que acaba de desaparecer, el llanto que inaugura la respiración de un bebé recién nacido.
Todo sonido reclama un tiempo para sí. Cada sonido es en sí mismo un nuevo archivo que almacena voces, ruidos, afinaciones, ritmos y lenguas, develando su naturaleza fractal. En donde se cree que se encuentra un solo registro sonoro aislado, aparece un universo de sonidos cortados, distorsionados, fragmentados, incompletos, una nueva posibilidad de diseccionar lo diseccionado.