El pensamiento positivo no es un humanismo

Desde que en las clases de religión me obligaron a leer El alquimista de Paulo Coelho y Volar sobre el pantano de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, guardo un profundo recelo sobre lo que se ha dado en llamar superación personal, autoayuda o –en todo caso– pensamiento positivo. No solo porque aquellos libros me produjeron un fastidio mortal que me impidió culminarlos y aprobar la materia, sino porque desde entonces tuve la intuición de que aquella manera de pensar albergaba una trampa. Ahora, muchos años después, comprendo que lo que hace problemático al pensamiento positivo es precisamente aquello que lo hace tan llamativo: prometer esa utopía manipuladora y frustrante de la felicidad consumista, individualizada y acrítica.

De hecho, como lo señala Valentina Raffio, una periodista española especializada en divulgación científica, van en aumento las voces que evidencian los efectos negativos del pensamiento positivo sobre la salud mental, en especial en los casos de ansiedad y depresión; entre otros análisis, Raffio cita la Felicidad a golpe de autoayuda (2018) de Juan Carlos Siurana y Sonríe o muere: la trampa del pensamiento positivo (2009) de Barbara Ehrenreich. Sin embargo, a todo esto subyacen problemas éticos más profundos que convierten al pensamiento positivo –y a sus versiones más elaboradas, la programación neurolingüística, el coaching y la teología de la prosperidad– en un cómplice ideológico de la injusticia.

Para empezar, es de suyo reprochable que el pensamiento positivo no consulte las dificultades insalvables de la existencia humana y, de esta manera, menosprecie su complejidad. Si hay algo que nos hace humanos, más allá de toda distinción, es que estamos sujetos a lo que Karl Jaspers denominaba las situaciones límite, entre las que se cuentan la pérdida de sentido, el sufrimiento, la culpa, la enfermedad y la muerte; en palabras del filósofo, “las situaciones de las que no podemos salir y que no podemos alterar”. Además, junto a estas situaciones límite, subsiste la vulnerabilidad del individuo frente a circunstancias sociales extremas como la desigualdad social o la guerra. Estos signos de humanidad imponen límites a lo que podemos responsablemente desear y nos obliga a reconocer que frases como “cuando quieres realmente una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a conseguirla” son de una falsedad insultante.

No se puede creer, sin embargo, que el menosprecio de la complejidad humana en el pensamiento positivo sea una actitud inocente. Si se mira con atención, los valores bajo los que opera este discurso son precisamente los valores del neoliberalismo. Al individualizar la felicidad, consecuentemente culpabiliza al individuo de sus tragedias económicas, morales o afectivas, aún cuando estas provengan de debilidades intrínsecas que lo exceden (la enfermedad o la vejez, por ejemplo), o lo que es peor, cuando provengan de situaciones manifiestas de injusticia. Así, tanto la felicidad como el fracaso se despolitizan, se sustraen del juicio crítico de la economía y de la sociedad.

Byung-Chul Han encuentra que esta es una de las tecnologías que hacen parte de la psicopolítica neoliberal: “Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal. No deja que surja resistencia alguna contra el sistema”. Sobre todo, según el autor surcoreano, es una psicopolítica en el sentido de explotar la psique como fuerza productiva a través de la optimización mental, es decir, del aumento de la eficiencia del sujeto y de su funcionalidad en el mercado por medio de la positividad. De esta manera, consignas como tú puedes, sé un emprendedor, atrévete a competir, elimina de tus pensamientos la negatividad son incentivos a la autoexplotación, aunque esta sea disfrazada de libertad.

¿No han escuchado, por ejemplo, la afirmación “los pobres son pobres porque quieren”? Tal vez nada sintetice mejor el tipo de mentalidad que ha consolidado el neoliberalismo como esta suerte de ideas, que, ante la falta de validez empírica, deben ser sostenidas a través de aparatos ideológicos como el discurso de la superación personal. Para ilustrar mejor este punto: la OCDE, una organización que de hecho exige de sus Estados miembros la aplicación de recetas económicas neoliberales, publicó un estudio en el que se demuestra que las familias colombianas que viven en la pobreza estructural necesitarían –en condiciones normales– 330 años para salir de tal estado, lo equivalente a once generaciones. Sin embargo, frente a este tipo de evidencias, el discurso de la superación personal se empeña en hacer pasar por universales situaciones tan excepcionales como la de alguien que sale de la marginación y se convierte en un gran empresario, amañando las más de las veces las circunstancias reales en que se dan tales ascensos sociales.

Pero, más allá de todo esto, si hay una razón por la que el pensamiento positivo no es –ni puede llegar a ser– un humanismo es porque no hace sino negar uno de los bienes morales que resultan más preciados al ser humano: la libertad. El contenido de los libros, audiolibros, videos, cursos y posters de pensamiento positivo está conformado en buena medida por un lenguaje prescriptivo, lleno de recetas unívocas y promesas inalcanzables para la mayoría, con el que se vende un estilo de vida particular (el del consumidor occidental, el del gestor de su yo como marca personal, el empresario de su propia vida). Este tipo de contenidos repugna a la libertad porque desconoce que el individuo es insustituible en su responsabilidad de configurar las normas morales que regirán su conducta y definir su proyecto de vida en relación con las circunstancias particulares que lo rodean.

Al respecto, reclamaba con ironía Immanuel Kant en 1784: “¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que remplaza mi conciencia, un médico que dictamina acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no tendré que esforzarme. Si solo puedo pagar, no tengo necesidad de pensar: otro asumirá por mí tan fastidiosa tarea”. De modo que recurrir a las fórmulas mágicas de la autoayuda o del coaching, por ejemplo, no es otra cosa que subestimar la propia autonomía moral. Y aquí vale la pena llamar la atención sobre un punto: los discursos de los que venimos hablando no responsabilizan al individuo de sus decisiones autónomas (frente a sí mismo y frente a los otros), lo culpabilizan por circunstancias que –como la injusticia del sistema económico– lo desbordan. En otras palabras, el pensamiento positivo del neoliberalismo no individualiza al ser humano para emanciparlo, como era el proyecto de la filosofía moral de la Ilustración, sino para someterlo. 

Para resistir a lo que Han nombra la violencia de la positividad de la sociedad del rendimiento, tan destructiva como la violencia de la negatividad, es necesario volver la vista sobre las distintas corrientes del pensamiento que han desarrollado una especie de ética del pesimismo: las que reconocen al ser humano en su naturaleza trágica, con su vulnerabilidad frente a la condición humana y frente a la injusticia social, y que –no obstante– lo afirman como ser capaz de hacerse cargo de su propia existencia, transformar la realidad y vivir con júbilo.

Texto bellísimo es El existencialismo es un humanismo, un ensayo donde Jean-Paul Sartre sostiene que el ser humano es angustia y desamparo precisamente porque es el ser llamado por su condición a ser libre. De este modo, en el obrar no tiene otra guía (ni Dios, ni pastor, ni coach) que su juicio autónomo y crítico, y en cada una de sus decisiones debe elegir como si estuviera eligiendo lo deseable para todos los seres humanos: “El hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no solo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad”. Y, así, solo sentimientos como la angustia y el desamparo tienen la capacidad de impulsar al individuo a la acción, a la transformación de un mundo que reconoce –porque no ha renunciado a su autonomía del juicio– como deficitario.

Fuera del mundo occidental otras filosofías han propuesto, a lo largo de la historia, miradas críticas y, si se quiere, pesimistas, que nuestra actualidad urge rescatar. Por citar un ejemplo, en la tradición ancestral andina existe una idea ética denominada Sumak Kawsai, el “buen vivir”, que consiste en un principio de convivencia con los otros y con la naturaleza. Mientras el entrenador motivacional Anthony Robbins dice cosas como “cuando usted se fija un objetivo, se compromete con una mejora continua e infinita. Usted reconoce que todo ser humano necesita mejorar siempre, sin límites”, el Sumak Kawsay entiende que solo una vida sometida a límites (la relacionalidad, la reciprocidad, la correspondencia y la complementariedad), aún en la idea de perfeccionamiento personal, permite formas de sociabilidad justas con el ser humano y con el planeta.

Bajo este principio, en 1616, Felipe Waman Poma de Ayala elaboró una propuesta de convivencia entre –según la denominación de la época– blancos, indios, moros y negros en el Tawantinsuyu, que partía de la crítica descarnada (en este sentido es pesimista) de cada uno de estos grupos humanos, pues solo reconociendo las vilezas característicamente humanas era posible establecer un proyecto político justo. Tal vez por eso Nueva Corónica y buen gobierno sea reconocida como uno de los documentos más importantes de la América colonial y la piedra angular del pensamiento decolonial.

Por lo demás, desde el punto de vista del goce estético, siempre he preferido aquellas obras que a través de una visión trágica (Sófocles, Shakespeare, Nietzsche, Cioran, Camus, Yourcenar, Rulfo, Alexievich) ofrecen un testimonio más variado, impactante y profundo de la condición humana, y que desvirtúan –por reducción al absurdo– los discursos de aquellos libros que en mi infancia preferí no seguir leyendo pese a las consecuencias escolares. Hoy no puedo menos que entender que –lejos de ser un humanismo– el pensamiento positivo, al negar la humanidad en toda su complejidad, es un nihilismo; que al culpabilizar al individuo en su individualidad por situaciones que le son extrañas, es un despotismo; y que al prometer la quimera de una felicidad que entraña la autoexplotación, es una estafa.

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2 comentarios sobre “El pensamiento positivo no es un humanismo

  1. Hola Andrés, me gusto tu texto. En pocos párrafos has ilustrado eficientemente una línea de pensamiento critica al pensamiento positivo. No obstante -creo yo- tiene un matiz reduccionista al poner en el saco del pensamiento positivo nihilista y despotismo a todo expresión auto ayuda.

    Verás, como en el pensamiento existencial, también hay subcategorias en el pensamiento positivo en la cual existen vertientes que respetan la impermanencia del ser, los límites estructurales, los condicionamentos biológicos entre otras cosas.

    La criticas maniqueas que no detallan una idea tienden a reducir y clasificar el mundo entre lo correcto y lo incorrecto, lo acertado y lo desacertado, lo bueno y lo malo, en fin terminas fragmentando el «mundo¨ en dos posturas que simplifican la decisión y desconocen la complejidad que precisamente defiendes.

    Estoy de acuerdo con que hay demasiada especulación y misticismo en los textos de pensamiento positivo pero esa tendencia no describe al todo el conjunto.

    Por ejemplo, los profesionales de la salud valoramos algunas expresiones del pensamiento positivo y hay diversas herramientas útiles para las víctimas de la violencia que están viviendo procesos emocionales dolorosos y que fortalecen sus procesos de resiliencia. la psicología conductual cognitiva, las perspectivas estoicas, las inteligencias espirituales, la meditación científica entre otros han hecho grandes aportes en el campo salud mental de las personas.

    Muchas gracias por tu texto, espero algún día unirme a la discusión con otro texto de respuesta para enriquecer el debate.

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    1. Mil gracias por tu lectura y tu comentario. Por supuesto, hay matices que un texto breve no alcanza a abarcar o que el autor -como es natural- no alcanza a apreciar, por eso que el debate se nutra con nuevas miradas es indispensable (estos textos tienen la función de abrir la discusión, no de cerrarla). Estaré atento a tu texto y me alegrará leerlo.

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