Ruidos en mi techo: relato de una serie de eventos singulares

Por fin escribo esta serie de historias que me ocurrieron, en esencia, el año pasado y principios de este. ¿Seré capaz? ¿Me atreveré? Es extraño, inexplicable, incomprensible, loco. Esa palabra, esa última palabra. Loco. ¿Estaré yo loco? Yo… Un tipo con cartón de psicólogo y loco, para acabar de ajustar, para conocer la locura todavía más.

La noche de las tejas rotas

Era una madrugada fría, a eso de las dos o tres a eme. Dormí hasta que escuché un sonido en mi techo. Había sido un sonido tan fuerte que me despertó. Y más que despertarme, me logró asustar. «¿Qué habrá sido?», me pregunté. Entre la calidez de las cobijas me puse a pensar en posibilidades. «¿Un gato? No, un gato no hace tanto ruido en un techo. ¿Un ave? No, un ave no es tan pesada. ¿Una persona?», no, ni siquiera la posibilidad de una persona se correspondería con ese golpe tan fuerte. Me puse a imaginar qué objeto podría corresponderse con el impacto que había oído. Entonces imaginé lo siguiente: alguien que andaba por los techos con un armario en las espaldas lo había dejado caer y eso me había despertado. «Eso y solo eso podía haber sido», pensé. «O un meteorito tal vez», era la otra posibilidad. «Mañana debe haber mero hueco en el patio, ese estartalazo debió haber roto las tejas, haber traspasado el techo», pensé. Pero, en realidad, era algo demasiado inverosímil. Era demasiado extraño incluso para los titulares de un periódico amarillista cualquiera. Debo confesarlo: ese día no había bebido. Tampoco estaba drogado. Estaba, como suele decirse, en el pleno uso de la razón, en sano juicio. He sido siempre reflexivo y escéptico, pero también un tanto soñador y un poco presto a la imaginación. «¿Cómo pude pensar eso?», se decía mi yo racional. Sin embargo, en algún instante se cruzó por mi cabeza esta idea: «una bruja». Y un miedo infantil me electrizó la espalda. La imaginación neurótica había ganado la pugna en lo tocante a la certeza. Aunque mi pensamiento racional me dictaba que debía evitar la creencia en las brujas, me abrigué lo más que pude. Para refugiarme, como si las cobijas fueran una armadura, una barrera de protección. Después de elucubrar pensamientos e ideas me volví a quedar dormido.

En la mañana, miré desde la ventana del corredor el techo del patio, que es de tejas plásticas transparentes: no había el menor rasguño. Bajé al segundo piso de la casa a darle los buenos días a mi madre y desayunar. Le pregunté a ella antes de regresar a mi cuarto: «yo ayer escuché un ruido muy fuerte en la noche que me despertó, pero durísimo, y yo creo que no era un gato porque un gato camina muy suave y un ave menos porque un ave tampoco hace tanto ruido, ¿qué podrá ser?, ¿sabe cómo me lo imaginé yo? Como si en el techo hubieran tirado un armario. ¿Usted lo escuchó, madre?». «Sí», respondió ella. «¿Y cierto que un gato no hace tanto ruido?», le pregunté. «No, los gaticos hacen ruido cuando pasan brincando, pero no es tanto, además ellos lo hacen es cuando se ponen a maullar peleando», añadió ella. «Y un ave sí menos que era». «Ah, no, eso no fue un ave». «¿Entonces qué sería eso tan raro?». «¿Eh, sería una verraca bruja». «¿Una bruja?», pregunté recordando que en la noche lo había imaginado y que, entonces, había sentido el miedo infantil que me hizo refugiar en las cobijas. Pero ya era de día. La luz espanta los miedos. La luz de la razón. No podía sentir miedo y por eso subí tranquilo al tercer piso de la casa a leer. En el corredor observé el techo pensando, con imaginación neurótica, que en él ya habitaban las brujas, como en los techos de otras casas habitan las cucarachas.

Barren un tejado

Muchas noches después, en la antesala de los sueños, eclipse de la vida y la muerte, había de recordar aquella noche en que mi madre me dijo que el ruido en las tejas era una bruja. Todo ocurrió una noche en que sentí que algo o alguien raspaba desesperadamente la parte del techo justo arriba de la cabecera de mi cama. Estaba convencido de que algo incomprensible y anormal ocurría. Volví, como aquella vez, a especular a cerca de la naturaleza del ser que generaba dicho ruido. Un gato no podía ser porque no podría raspar tan duro las tejas, además, el ruido sonaba como si hubiesen retirado las tejas de barro y rasparan las tablillas, directamente, a garra pelada. Un ave, todavía más imposible. Rápidamente mis pensamientos pasaron por todas las posibilidades dejándolas descartadas y llegaron a la conclusión de una persona que tendría, primero, la facilidad de levantar las tejas para poder raspar las tablillas de pino, lo que de seguir ocurriendo -pensaba-, haría que se rompieran y así cayera, finalmente, sobre mi cabeza. Me asustó el hecho de que ese sonido era cada vez más fuerte. Sin embargo, capté una sutileza que me dio pie para creer en algo sobrenatural: no había sentido pasos ni antes ni después del ruido. Eso me impresionó. Y llegué a la conclusión de que, inevitablemente, era una bruja.

Ese ruido de que raspaban las tablillas justo arriba de mi cabeza fue frecuente una larga temporada. El día trece de mayo del año dos mil diecinueve, a las tres de la mañana, estando dormido, me despertó el sonido de alguien barriendo. Juré que lo oí en el tejado de mi casa. Al cabo de unos segundos pensé en una bruja. Pregunta seria para el lector: ¿Quién más que una bruja iba a barrer un tejado a esa hora de la madrugada? ¿De qué otra manera podría explicar lo inexplicable? ¿Quién sabe? ¿Quién podría decirme qué era? Solía contarles estos hechos a algunas personas. Y algunos opinaban que era un animal, una chucha, pero yo me defendía con la sutil observación de que no sentía nada antes ni después y que si fuera una persona o un animal se debía escuchar los ruidos de la introducción y del final. En ocasiones el ruido desaparecía un tiempo y retornaba luego hasta que terminé por acostumbrarme a él, fuera un animal, una persona o una cosa la que lo provocara. Solo me irritaba la idea de que ese animal, persona o cosa vendría de noche a despertarme y sería difícil recuperar mi sueño porque soy de esas personas de sueño frágil, muy frágil.

Un fantasma espantado

Una noche toda llena de silencio, anterior al último día en que habría de madrugar a mi universidad, me encontraba leyendo ese libro de portada y contraportada negra, que dice en letras color plata Samuel Beckett y que en letras todavía más pequeñas dice un título de un libro cuyo protagonista no tiene nombre ni pronombre. Leí varias páginas antes de acostarme. Leí, leí, leí. Cerré el libro y lo puse en mi escritorio. Di una vuelta a la perilla de la lámpara y aquella luz se esfumó, aunque todavía estaba prendida la luz de mi cuarto. Me acosté. Eran las diez y media de la noche. Era la última vez que tendría que levantarme a las cinco para ir a la universidad. Nunca más me acostaría con este pensamiento: «tengo que ir a la universidad, tengo que ir a la universidad, tengo que ir a la universidad», sensación que en vez de ayudarme a dormir, no hacía sino preocuparme y no me dejaba descansar en paz en mi tumba temporal. Me acobijé y apagué la luz, cuyo interruptor se encuentra a escasos centímetros de mi cabeza. Saqué la mano derecha, busqué el interruptor y lo apagué. Volví a introducir la mano en las cobijas aún frías.

No transcurrieron diez segundos y justo arriba de mi cabeza, en las tablillas, no las tejas, se escuchó: ¡ras!, ¡ras!, ¡ras! Me dio rabia porque tenía que madrugar y no hay nada más odioso que me interrumpan el sueño o el inicio de este. «¡Ah, jueputa!». Saqué la mano, busqué el interruptor entre la oscuridad y ¡tra! Las tinieblas se escondieron bajo la cama. Encendí la luz. Me desacobijé, me puse de pie en mi cama cuan largo soy y aunque el ¡ras!, ¡ras!, ¡ras! ya había acabado, acerqué mis manos a las tablillas y di: uno, dos, tres golpes y regresé a la cama. Me refugié en las cobijas. Saqué la mano derecha, busqué el interruptor y lo apagué.

Y una vez había regresado la oscuridad: ¡ras!, ¡ras!, ¡ras! No podía ocurrir. Eso no podía ocurrir. Y sí que menos en el último día en que debía madrugar a las cinco para tomar la buseta de seis, para llegar antes de las ocho a la universidad. «¡Jueputa, ome!». Saqué la mano, busqué el interruptor entre la oscuridad, ¡tra! Me desacobijé, me puse de pie en la cama. El ¡ras!, ¡ras!, ¡ras! ya había acabado, pero aún así acerqué mis manos a las tablillas y di uno, dos, tres golpes, regresé a la cama, me acobijé. Saqué la mano derecha, busqué el interruptor, lo apagué.

Y otra vez había regresado la oscuridad: ¡ras!, ¡ras!, ¡ras! No. No. Y no. «¡Hijueputa!». Saqué la mano, busqué el interruptor entre la oscuridad y ¡tra! Me desacobijé, me levanté en la cama, el ¡ras!, ¡ras!, ¡ras! ya había acabado, acerqué mis manos a las tablillas y di tres golpes, regresé a la cama, me guarecí en las cobijas, saqué la mano derecha, busqué el interruptor y lo apagué y una vez había regresado la oscuridad: ¡ras!, ¡ras!, ¡ras! No. Otra vez no. No, eso sí que no. «¡Qué chimbada!». Repetí el procedimiento: prender la luz, desacobijarme, levantarme, dar tres golpes. No hubo respuesta.

Y cuando ya había apagado la luz y me hallaba debajo de las cobijas con los ojos cerrados porque me disponía a entrar a la antesala de los sueños, escuché que desde la parte más alta de la caída de las tejas rodaba una bola muy pesada, que imaginé de plomo y que rodó hasta la canoa donde se detuvo. Entonces prendí la luz, me desacobijé, me puse de pie y di tres golpes. No sabría explicar por qué di tres golpes. No sabría explicar porque el ¡ras! ¡ras! ¡ras! ocurría en tres secciones. No sabría explicar por qué el ruido de las bolas que rodaban y que imaginé de plomo también ocurrió tres veces. Lo que sí es cierto es que, furioso, y aunque no soy una persona más creyente, recordé a mi abuelo, que en paz descanse, el único hombre del que podría decir que no temía a nada, el último estoico, y fui a mi biblioteca precisamente por un libro de portada y contraportada negra, como el libro que leía antes de acostarme, y que precisamente estaba firmado con la caligrafía de mi abuelo, Israel Jiménez. Hojeé el libro y leí rápido, sin fe y utilitariamente, a sotto voce:

El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; Mi Dios, en él confiaré. Y él te librará del lazo del cazador: de la peste destruidora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro: escudo y adarga es su verdad. No tendrás temor de espanto nocturno, ni de saeta que vuele de día; ni de pestilencia que ande en oscuridad, ni de mortandad que en medio del día destruya. Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra: mas a ti no llegará. Ciertamente con tus ojos mirarás, y verás la recompensa de los impíos. Porque tú has puesto a Jehová, que es mi esperanza. Al Altísimo por tu habitación, no te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada. Pues que a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, porque tu pie no tropiece en piedra. Sobre el león y el basilisco pisarás; hollarás al cachorro del león y al dragón. Por cuanto en mí ha puesto su voluntad, yo también lo libraré: Pondrelo en alto, por cuanto ha conocido mi nombre. Me invocará, y yo le responderé: Con él estaré yo en la angustia: Lo libraré, y le glorificaré. Saciárelo de larga vida, y mostrárele mi salud.

Después de la lectura del Salmo 91 en la literaria traducción de Reina Valera (versión de los protestantes), dejé la Biblia abierta en el mismo y me refugié. Saqué la mano derecha, apagué el interruptor. Volví a introducir la mano en las cobijas todavía frías. En paz me acosté y así mismo dormí. Pude madrugar, confiado, sin problemas, a las cinco de la mañana, a mi último día de universidad, día en que luego de tomarme tres cervezas Club Colombia negras, deshice los pasos, como suelen hacerlo los fantasmas, en la soledad de aquel lugar donde había transcurrido tanto tiempo de mi vida y que estaba maravillosamente vacío pues había paro nacional.

El Ángel de lo singular se ha escapado del cuento

Dormía. Era de noche, una de esas noches en que las estrellas parecen jeroglíficos del sinsentido colgados en el fondo negro del universo. Reinaba el silencio de grillos de la luz naranja que destella de los postes. Ya había dejado de madrugar a la universidad… Después de tanto podía dejar de pensar en trabajos, en psicología. Podría descansar en tranquilidad… ¿Tranquilidad? Ocurrió que una de esas noches sentí que alguien entraba a mi cuarto, lo que ya de por sí era extraño ya que siempre duermo con el seguro puesto. Ese alguien daba pasos lentos antes de llegar a mi cama. Pasos lentos. Pasos muy lentos. Pasos todavía más lentos. Hasta llegar cerca de mi cama y estando allí, de pie, a menos de treinta centímetros de distancia, dio un pequeño golpe a la base de la cama, ni tan suave ni tan fuerte, medio, preciso para terminar de despertarme e irritarme. Saqué la mano derecha de entre las cobijas tibias, me las quité y me asomé a los pies de la cama: nadie. Maldije al vacío. Y de esa noche en adelante ese alguien o ese algo se empeñó en no dejarme dormir en paz. Otra noche sentí que rascaron a la ventana. Escuché el ruido y volví a la niebla oscura del sueño, de la muerte temporal. Al cabo sentí como si alguien hubiese movido la silla giratoria de mi estudio. Escuché el sonido y pensé que la maldita cosa o persona había logrado su maldito cometido, pues ya sería difícil para mí volver atravesar las persianas al país del sueño. Abrí los ojos: no vi nada en la oscuridad. Y los volví a cerrar. Para terminarme de irritar, hubo un chasquido en el escritorio del computador. Me quedé despierto al menos dos horas mientras esperaba, como los insomnes, a que la luna me viniera a arrullar. Una noche, siempre una noche… Curiosamente nací en uno de esos momentos en que los ángulos del reloj la señalan… Yerro: no siempre fue una noche. También en el día ocurrió la repetición de esta escena en que unos pasos lentos se acercaban hasta la parte inferior de mi cama, para detenerse allí un segundo y dar un golpe que me despertaría. Pero, volviendo a la noche de que iba a hablar, ya mi padre se había dormido hacía una hora quizás, ya le había dado las buenas noches a mi madre, ya había terminado de leer, apagué la lámpara y me acosté. Cuando todo estaba en oscuridad y yo estaba acobijado, algo o alguien giró el pomo de la puerta desde afuera, una vez, dos veces y tres veces y para acabar de rematar dio un empujón a la puerta. «Madre», dije, pensando que era ella. No hubo respuesta. «Madre», repetí. Tampoco hubo respuesta. «Madre», repetí otra vez. Silencio. Me levanté rápidamente, deshaciéndome de cobijas y prendiendo la luz en el mismo instante, giré la perilla: solo estaba la oscuridad del zaguán. Me asomé al baño: vacío también. El cuarto de mi hermano estaba cerrado con llave desde hacía días, cancelado como suele decirse, pues no venía a la casa desde semanas atrás. El cuarto de mis padres: cerrado. «¿Madre?», llamé. No hubo respuesta. Esta vez tampoco había sentido nada antes ni después del giro de la perilla.

Al día siguiente, en la mañana, mi padre me preguntó «¿qué le pasó anoche que estaba llamando a su mamá?». Le conté la historia anterior y más tarde le conté también a mi madre… «Eso es una bruja, mijo, pero desde que no se le monte en la noche no es problema». Esta escena de la perilla se repitió varias veces, incluso en la rutinaria siesta del medio día. Y entonces empecé a sospechar de alguien porque había escuchado: «dicen que la primera persona que a uno se le cruza por la cabeza, esa es». ¿Y cómo saber que es ella? ¿Cómo atraparla? Había escuchado: «uno les dice «fulana, mañana vienes a contar sal» y al otro día llega en persona a pedir sal» y «uno les tira granitos de arroz mezclados con cebada y otros granos y ella, convertida en ave, se pone a contarla, entonces se le puede atrapar». No hice nada para atraparla. Soporté estoicamente que ese alguien o algo me jodiera la puta vida hasta que un día no aguanté más y le dije a alguien, a la persona sospechosa, aunque mi yo racional trataba de eliminar la creencia en las brujas, aunque mi yo racional trataba de no creer en nada: «¿Sos vos la que está jodiendo en el techo?». Puede imaginarse el lector el estado de presión que ejercían los hechos en mi cabeza para llegar al punto de confrontar así a alguien, a una «sospechosa». Y ella dijo en tono burlón que me dejó todavía más perplejo: «no y ojalá supiera…». No supe si creerle o no creerle. Si creer en todo lo que hasta el día había ocurrido, si creer en la sospechosa, si creer en mí mismo: ¿todo lo que había ocurrido era cierto? Además, en contra suya solo había una intuición mía que la envolvió a ella en el velo de la sospecha, lo que me hizo sentir a mí mismo como un sospechoso de estar loco. ¿Loco? ¿Loco yo? Pero siguiendo un poco el juego recordé un viaje que había hecho muchos años atrás a un pueblo encantado donde había conocido a una sanadora, esa mujer que usaba magia blanca para deshacer hechizos, para quitar brujas, «energías negativas» y hasta enfermedades. María Yarce. Entonces le respondí para intimidarla «ah, menos mal, igual yo voy a ir a donde una señora en Jardín a ver qué es la joda». Antes de dormir pensé: «¿y si no era ella entonces quién?, ¿el maldito ángel de lo singular, aquel personaje del cuento de Poe que preside todos los contratiempos y accidentes extraños y singulares de la humanidad?, ¿qué habría hecho yo para irritarlo?, ¿por qué se habría escapado del cuento?, ¿estoy sufriendo una maldita psicosis?, ¿alguien me está gastando una maldita broma para hacerme creer que estoy loco?».

Informe de un primer viaje a un pueblo encantado

Hacia mediados del año 2013, había que hacer una investigación para el ameno curso del Oficio de Investigar, que dictaba Aníbal Parra, antropólogo calvo y de voz delgada, en uno de esos auditorios gigantes del bloque diez de la Universidad de Antioquia. En aquel auditorio, solía hacerme al lado de Manuela A., una amiga que en ese tiempo andaba siempre de pava gris. No recuerdo si Manuela la tenía puesta en la clase, pero en mi recuerdo tiene aquella pava gris. Al escuchar acerca del proyecto de investigación le pedí que hiciéramos juntos el trabajo. Manuela aceptó. Había un tal Danilo B, hombre acuerpado, moreno de barba y bozo poblados, mitad de camino entre un hipster y un pirata hindú, de haber existido los piratas hindúes. Danilo se añadió al grupo, porque Danilo siempre buscaba estar al lado de Manuela de la misma manera que yo buscaba estar al lado de ella. Lo anterior daba a una graciosa pelea en la cual a veces él se disputaba su brazo derecho y yo me disputaba el izquierdo, como si Manuela fuera una muñeca de trapo… Terrible. Ninguno de los dos cedió nunca lo que, a la larga, configuró una curiosa tripleta que siempre andaba junta. Pero esa tripleta creció para efectos del trabajo. Fueron cinco personas, además de las mencionadas, para un total de ocho. Todos propusieron distintos temas relativos a la investigación. El tema ganador fue la brujería para cuyo desarrollo visitaríamos el municipio de Jardín, Antioquia. Lo había propuesto el tal Danilo B. y su propuesta había ganado porque hasta tenía sitio donde amanecer, pues él era oriundo del lugar. Danilo había prometido muchas historias…

Al viaje solo fue la mitad del grupo. En el viaje Danilo nos contó que el año anterior, dos mil doce, en el pueblo había ocurrido un fenómeno particular: la luna se tiñó de rojo y en las esquinas del pueblo, por esa misma época de la luna roja, se encontraban charcos de sangre en varias esquinas cercanas al parque central. Nadie daba razón de los charcos de sangre. En el hospital no había heridos. La policía no reportaba muertos. Nunca se logró identificar quién bañaba las esquinas con esa sangre. El siguiente es el informe del primer viaje:

Un hombre de alrededor de sesenta y cinco años nos recibió en la casa de la cultura del municipio. Su nombre era Roberto Luis Díaz. Era el guía del lugar. Nos contó una historia: en Jardín había una bruja de nombre Enriqueta, nombre cambiado, mujer que se ensañaba con algunas personas en el pueblo. Don Roberto destacó una persona, una mujer que murió «en la nada» a comparación de cómo era: una persona elegante, dedicada a la casa. La bruja, Enriqueta, le cogió envidia y, como en el cuento de Blancanieves, en un alimento le brindó una pócima. Desde que la otra mujer tomó el alimento, empezó su tragedia: el maleficio la redujo a la cama y tenía que hacer todas sus necesidades allí. Se hinchó y murió. A la pregunta «¿ese caso fue muy reciente?, ¿fue de hace mucho tiempo?», don Roberto contestó: «ese caso no fue muy reciente, estaba yo niño y a la que le sucedió eso fue a la hermana mía». La respuesta nos dejó estupefactos. Nadie quiso hacer más preguntas. Era la primera historia que escuchábamos y eso que solo queríamos que el guía nos indicara con quién más podíamos hablar.

Manuela A., pero no la Manuela A. cuyos brazos nos disputábamos Danilo y yo, sino otra, una homónima, joven también, pero no de Medellín, sino de Jardín, contaba una historia que le había contado Guillermo Laverde, sacerdote y psicólogo, familiar suyo, quien laboraba en Támesis. A él le solicitaron una vez que diera los santos óleos a una mujer, una anciana que agonizaba y que falleció a los días. El hijo de la mujer acudió al entierro con su esposa y fueron a dormir a una habitación en que estaba el televisor de la madre. En la noche, oyó rasguños de gato en la misma habitación donde había fallecido su madre. Era extraño: la mascota de su madre, el gato, se lo habían llevado a otra casa desde el fallecimiento de la anciana. Y cuando la pareja conversaba acerca del sonido, apareció la imagen de la madre fallecida en el televisor. Ambos salieron de la casa espantados. Se quedaron en la acera a dormir. Al regresar en la mañana al cuarto descubrieron que el televisor estaba desconectado.

Y por fin, conocí a María Yarce, a la sonora María Yarce, la señora María Yarce, esa mujer de quien me habló tanto ese tal Danilo B, el de aspecto a mitad de camino entre hipster y pirata hindú, de existir los piratas hindúes. Ella, una señora de alrededor de sesenta y pico de años, estaba vestida ese día de negro, lo que a todos los que no la conocíamos nos dio una gran impresión. Estábamos en búsqueda de brujas y ella nos pareció una, aunque en la entrevista se definía como una sanadora. A esa conclusión llegaron Danilo, Santiago, Andrés y yo. Ella nos contó que la brujería se trataba del uso de las magias de colores (magia negra, magia amarilla, magia azul, magia roja) para hacer el mal a otros, con yerbas, con oraciones, recuerdo también que mencionó el Padre Nuestro al revés y velas al revés, alumbramientos, recuerdo que nunca le pregunté qué eran los alumbramientos… Ella dijo trabajar con magia blanca, aquella que sirve para sanar, la que ayuda a liberar casos que a ella le tocaba ver a menudo. Esa vez nos contaba la historia de una mujer joven que había sido violada por el padrastro y el padre del padrastro, quienes al parecer estaban buscando la forma de que ella no fuera feliz con nadie, sino sólo de ellos dos. En la noche, la mujer sentía cuando la ahorcaban y le ponían gatos negros alrededor de su cama y en una privación, el alma de la mujer observaba cómo la revolcaban en un pantanero. Todo ello lo estaba tratando María con yucas y con azufre y poniéndola a dormir con un limón en la mano y unos interiores negros, que María había rezado para que quien la fuera a violar no tuviera forma de hacerlo, pues la mujer sentía cuando la penetraban y le refregaban el semen en el cuerpo. En los sueños de la mujer esa semana, un joven de diesciseis años, muy bello, le decía que retirara las yucas que tenía en su pieza, que se quitara los interiores que tenía, que botara el limón. El mismo día, antes de la entrevista, le había dicho «ya estoy durmiendo muy bien, estoy durmiendo muy tranquila» y le contó, decidida, que se iría al convento de las monjas, que no quería saber nada de los hombres. Yo escuchaba con escepticismo. En la mirada, agregaba doña María, se podía diagnosticar si alguien tenía una enfermedad o si en el fondo tenía una posesión. Cuando ella se daba cuenta de que era una posesión se preparaba dándoles la espalda porque el poseído se le tiraba si la veía de frente. Decía, y yo no creía, que a menudo tenía que llamar la policía, los bomberos, la Cruz Roja y el poseído «maqueaba al que fuera», su intención era que la persona que había dentro del poseído se manifestara y dijera «yo soy fulano, déjela en paz que yo la quiero es para mí», entonces ella le respondía «te voy a dar con la espada del Arcángel San Miguel para sacarte de ahí», y al explicar hacía el ademán de que iba a dar un golpe con una espada, imaginaria, y entonces el poseído pegaba un grito y se iba insultándola. Para terminar el tratamiento era necesario bañar al poseído en plantas amargas. Entonces contó una segunda historia: una mujer muy bella, de cabello rubio, ondulado, «envidiable» que llegó a su casa con el cabello vuelto «nudos», que era casi imposible desanudar. María lo recortaba y al día siguiente la mujer regresaba con su cabello corto vuelto nudos. Recordé el asunto de la luna roja, de los charcos de sangre. Danilo, que era una especie de diablo me leyó el pensamiento y le preguntó a ella por el asunto. Ella respondió «es que el año pasado fue el año de las brujas y había una guerra, una fiesta de brujas en el espacio. Esas fiestas eran en agosto y terminaron a fines de diciembre». Yo escuchaba con escepticismo. «Cuando hay brujas en el espacio uno ve bolas de fuego», dijo María. Y recordé esa noche cuando de niño, junto a mi familia, en el balcón de la casa donde vivía, vi una bola de fuego. También mi hermano mayor la había visto. Nadie más la vio. Sentí que una semilla de creencia germinaba en mi cerebro. «Esas bolas de fuego se con jugaban con las lunas llenas y por eso las lunas eran rojas», añadió María. ¿Por qué sabía ella de aquellas fiestas o guerras? Pregunta para el lector.

De ahí fuimos al convento a conversar con la monja concepcionista franciscana Beatriz Helena Ramírez, quien definió la brujería como un pacto con el diablo para conseguir algo. Para ella, una mujer anciana ya, el motor de la brujería era la envidia. En el silencio de un salón completamente blanco, de sillas blancas, la monja decía con palabras insonoras, casi con temor a ser escuchada, que había gente mala en el mundo y que hacían daño mediante las hierbas. El sacerdote Luis Fernando Restrepo, cura párroco del municipio, con quien conversamos antes de una misa, decía que la brujería no era algo característico del municipio, que era algo que estaba en todas partes. Pero la sensación de todos fue lo contrario… No sólo por las historias que habíamos escuchado de boca de Danilo, si no porque la primera persona con que hablamos al llegar, sólo para consultarle con quién más podíamos hablar del asunto, contó la historia que ya escribí párrafos arriba de este informe.

Patricia Arroyave, profesora de artes dramáticas que laboraba en el municipio mencionaba que todo ello: «es producto de la ignorancia por eso es mucho más fuerte y más arraigado en el campo porque hay desconocimiento de tantas cosas que todo se le atribuye mejor a hechos sobrenaturales. Siempre hay algo real, físico que lo genera y lo explica». Sin embargo, es curioso, decía anhelar esa capacidad de imaginación de las personas y que ojalá su vida estuviera más llena de magia.

Recuerdo que los entrevistados mencionaron una serie de protecciones: el pedirle sal a la bruja cuando se la oyese, el poner agujas en las puertas de las casas, poner una penca sábila detrás de la puerta, poner un limón en las manos o los bolsillos, la oración y la biblia, especialmente el salmo 91: «El que vive al amparo del Altísimo, nada teme: no teme al espanto nocturno ni la flecha que vuele de día; ni la epidemia…, es confiar en el señor». Y el sacerdote, quien dijo la última declaración, añadió que quienes han experimentado ese tipo de fenómenos son personas muy débiles «espiritualmente» o incluso personas con algún desorden moral. Doña María ofreció, además de la oración, también la posibilidad de cerrarse el cuerpo, lo que se hace de la siguiente manera: se juntan las palmas de las manos y se llevan a la mitad del pecho, a la vez que se dice «yo me bendigo para mi cierre personal y protector», las manos todavía juntas se llevan a la cabeza y simultáneamente se pronuncia «en el nombre del padre», las manos se llevan volteándolas hacia abajo, hasta los genitales, que son una entrada del cuerpo, y entonces se dice «del hijo», luego se llevan al hombro izquierdo y luego al derecho diciendo «del Espíritu Santo», finalmente, se dice: «amén» y las manos se tiran hacia atrás, para uno liberarse de las energías.

Aquella noche, jóvenes briosos, buscamos espantos por una carretera del municipio, pero dejamos de hacerlo por temor a los vivos, que son verdaderamente más peligrosos. Terminamos el día con muchas inquietudes, con muchas preguntas y predispuestos. Yo había quedado con gran inquietud por la historia de María Yarce. Me decía mentalmente que tenía que regresar, a ese pueblo tenía que regresar y por eso guardé el número del celular de doña María, que nunca cambió. Esa historia había que escribirla, fuera yo, fuera alguien más…

Las palabras muertas

Era una fría madrugada de agosto de dos mil trece. Había transcurrido una semana después de ese primer viaje. Dormía. Me había acostado después de leer. Al rededor de las dos o las tres de la mañana sentí que algo me caía encima. Mejor: sentí que alguien me caía encima, pues era una presencia humana e inevitablemente femenina, que llegó acompañada por un sonido de cortinas con pequeñas campanas, que parecían ataviadas al vestido. El encuentro fue molesto porque yo no me podía mover y la presencia femenina se asentó sobre mí y aunque no se movía y no hacía más nada, parecía tratar de impedirme la respiración con su peso. No podía ver nada por la oscuridad. Me sentía asfixiar. La presencia femenina se sacudió y se puso a reír con la risa infame de quien hace una maldad y la disfruta sobremanera. Su movimiento generó ruidos porque la cama de tubos de metal se chocaba contra la pared. Siendo anfitrión de mi incómoda visita, recordé que mi hermano dormía en cama distinta, pero en la misma habitación. Quise llamarlo. Pero no podía abrir la boca. Quise gritar. El grito no salía. Solo nacía un grito al que se le caían las palabras incluso antes de salir de la misma boca. Solo articulaba las palabras de uno al que están ahorcando. El nombre de mi hermano no se dejaba vomitar. Era como si mis palabras estuvieran muertas. Sentía decirlas, pero no tenían ningún sonido. Estaban vacías, como las de los personajes de un cuento de Rulfo. Eran exactamente gotas de silencio a través del silencio, como las del personaje sin nombre ni pronombre de Beckett. Y eso me angustió. Entonces quise mover las manos, si quiera las manos, para pedir auxilio a mi hermano en la noche, entre sueños. Descubrí que no las podía mover. Y eso me angustió todavía más… Tenía a alguien sobre mí, no podía ver nada, no podía respirar con tranquilidad, no podía hablar, no podía moverme ni mover siquiera mis manos. Todo eso me desesperó. Mi cabeza quería colapsar de miedo, de angustia, de impotencia, de desesperación. La presencia femenina todavía estaba allí, encima de mí, y a veces se reía y sacudía. Entonces la cama volvía a rozar la pared, a la vez que traqueaba el metal. Todo duraría unos cinco o siete minutos. Asfixiantes. Eternos. Insoportables. Mi corazón palpitaba como cuando el caballo de la ansiedad quiere tumbar a su jinete. Hasta que la presencia femenina, creo, consideró que era suficiente. Entonces se fue con un estrépito de la cama al rozarse con la pared y el sonido de las extrañas campanas con que estaba ataviado su vestido. Pude respirar más tranquilo cuando la presencia alzó el vuelo, sí, sentí que la presencia se había escapado volando, cual ave del cielo; se había escapado riéndose cruelmente, cual ave del infierno. Cuando ocurría todo esto, yo no sabría escribir si estaba dormido o estaba despierto. Pero al terminarse sí que estaba despierto, y caí en cuenta que mi cama no era de metal, sino de madera. ¿Y por qué había sonado tan estrepitosamente? ¿Acaso eran las campanas en el vestido de la presencia femenina las que habían sonado así? Recordé antiguas parálisis de sueño, incómodas experiencias en las que una persona de pronto se hace consciente en las fases profundas del sueño, caracterizadas por el movimiento ocular rápido y descubre que no se puede mover, lo que genera una terrible sensación: ver alucinaciones, que es lo propio del sueño profundo, y no poderse mover ni hacer nada frente a ellas lo que genera una angustia indecible, inenarrable. Ya había experimentado eso en otras ocasiones. Ya sabía que era una parálisis del sueño, pero no había experimentado esto de la presencia femenina que llegaba, aterrizaba en mi espalda y no me dejaba respirar. Había sido una sensación fantástica, maravillosa, nueva, a la vez que aterradora. No hacía sino plantearme preguntas: ¿había sido una parálisis lo que acababa de ocurrir? ¿Y todo lo había generado la sugestión? ¿O una bruja de Jardín me quería convencer, a través de su visita, de que las experiencias sobrenaturales también eran experiencias reales? ¿El tal Danilo B. se había convertido en una maldita bruja para joderme la vida? Recuerdo que tiempo después de conocerlo me di cuenta que él había sido acusado por colectivos animalistas de llevar a cabo un ritual satánico junto a otros jóvenes, en el que habían sacrificado a un conejo, que él llamaba Dark Pepito. En internet las imágenes del supuesto sacrificio se habían hecho virales, yo las había visto antes de conocerlo. Él mencionaba que sabía «cosas» y leía el tarot, pero nunca me lo leyó.

Una noche de luna roja

Julián Acosta le debe a la conjunción de mis espantos y a un eclipse la idea de una crónica de Jardín… Recuerdo que el veintiuno de enero del año pasado, dos mil diecinueve, me encontraba en Hard Bar con Andrés Álvarez, Julián Acosta, Sebastián Quintero y Alejandro Arcila. Hablábamos de literatura, que es el tema obligado entre escritores. Recuerdo que Julián por esos días había mencionado que tomaría la decisión de escribir crónicas sobre mujeres, únicamente sobre mujeres. Creo que también lo mencionó en esa conversación. Seguramente. Entre cerveza y cerveza, esperábamos un eclipse, que fue tarde en la hora colombiana. A cada rato nos asomábamos a las afueras de Hard Bar a mirar al cielo, que estaba terriblemente nublado, como es lo normal cuando hay eclipses o súper lunas. Hablábamos de la apuesta de cada uno en literatura. Julián dijo que su apuesta era la narrativa en general. Andrés que la suya era la poesía. Alejandro, si mal no recuerdo, dijo que el cuento. Sebastián no recuerdo que haya dicho nada al respecto. Yo no dije nada. Y Andrés y Julián describieron mis creaciones como la maravilla de los instantes. Pero no estoy seguro si se referían a la literatura o la fotografía, pues por esos días había tomado una serie de fotografías de ellos y otros amigos. En literatura quizás pudieron haberse referido con ello a mis aforismos, creo. Esperábamos el eclipse. Sebastián se asomaba a cada rato. Al final decidimos quedarnos afuera de Hard bar para no entrar y salir. La luna, apenas perceptible, se veía entre las hilachas de nubes. Grises, negras, azules muy oscuras. La conversación sobre literatura se dilató con el eclipse que no ocurría. Después de cervezas y cervezas, de palabras y palabras, llegaron las once y tantos minutos de la noche, entonces ocurrió el eclipse: la luna se veía suavemente roja. Entonces habría de recordar aquella primera vez que fui a Jardín, aquellas historias que había escuchado de las guerras de las brujas en el cielo de un pueblo encantado. «Julián», le dije por primera vez, «le tengo la historia». «Cuente», respondió. «Hay en Jardín una tal María Yarce, sanadora, esa señora tiene una historia tremenda, además el pueblo también»… Y le conté algunas de las historias de aquel primer viaje. «Hay que hacerla, hay que hacer la crónica, tenemos que cuadrar», dijo. Vi en él alguien que la pudiera escribir porque a propósito de apuestas literarias la mía no iba por el periodismo, aunque curiosamente durante mucho tiempo lo estudié. Decidí que no lo ejercería. O al menos durante largo tiempo, hasta que terminara de escribir mis historias. Siento los bolsillos cargados de ellas. Por eso estaba bien que Julián la escribiera. Recuerdo que en ese tiempo ya habían comenzado las visitas en mi techo que no me dejaban dormir y que durante un tiempo habrían de parar.

Una casualidad que no podía ser real

El 27 de junio del año 2019 después de un reencuentro con una amiga a quien no veía después de trece años fui al Café bar Vivo. Allí me esperaban Andrés y Julián para contarme algo urgente que les había ocurrido el día anterior. Llegué tarde, después de las diez de la noche. Julián ya se había ido. Solo quedaba Andrés, que tomaba una aromática. ¿Qué había ocurrido? Él había tenido un ataque de pánico en el que creía padecer una enfermedad grave. Tuvo la respiración agitada toda la noche, tensión muscular y miedo, mucho miedo, ese miedo que asfixia y ahoga porque arrincona y parece un laberinto de espejos que no hace sino reflejar más y más miedo. No pudo dormir toda la noche. Julián había tenido alucinaciones, pero no supe de qué iban esas alucinaciones y qué las había provocado. A Juanita, la muchacha que atendía por ese entonces el bar también le había ocurrido algo: se había despertado sonámbula y había andado por la casa tropezándose con las cosas. Su padre, que la escuchaba, tuvo que levantarse y la despertó de ese estado en que se hallaba. A mí el día anterior no me había ocurrido nada, solo me había quedado despierto hasta muy tarde. En mi techo nadie había molestado. Todos estaban sorprendidos por la casualidad. Y ellos me insinuaron el tema porque ya les había contado parte de esta historia, de los ruidos en mi techo, de los espantos nocturnos.

Cuando todos se hallaban en el café compartiendo sus historias, antes de que llegara yo, el dueño del café subió las escalas y llevaba una areta en las manos. Le dijo a Juanita que tomara la areta que seguro era de ella y que la habría dejado caer en la entrada del bar. Ella abrió la boca como una o, sorprendida. Recordó que la sospechosa de molestarme en la noche tenía unas iguales. Yo llegué tarde, después de las diez de la noche. Cuando Andrés me contó lo que le había pasado se despidió y se fue. Juanita me contó lo que le había ocurrido a ella. Me dijo que había sido una gran casualidad lo que había ocurrido con la areta. Yo le dije, envuelto de superstición, que entonces la persona sabía que yo iba a ir al bar esa noche y que por eso la había dejado allí. Ella me entregó la areta. Me dijo que yo sabría que hacer con ella. Y repasamos las historias para no dejar fichas sin encajar. Y mientras hablábamos, sonaba una canción de Pink Floyd que ambientaba el lugar, Shine On You Crazy Diamond, en ese instante se escuchó una risa que nos estremeció a los dos, ella me miró con reclamo, como si me pidiera explicaciones de esa risa. «Dígame que es real, que esa risa es real», dijo después del estremecimiento, de la mirada pasmada. Yo me levanté de la silla y devolví la canción que iba por el minuto ocho con cuarenta segundos. La devolví hasta el minuto ocho con cinco segundos. «Alejandro, la devolviste demasiado», dijo desde la mesa. Pero cuando la canción iba por el minuto ocho con treinta y dos segundos se escuchó de nuevo aquella risa. Suspiramos aliviados. Me preguntó, sin embargo, qué haría. Le dije que no sabía, vería que ocurría en el transcurso de unos días y que tenía planeado ir a Jardín con Julián a hacer una crónica, cuyo tema era la sanación, que si me seguían molestando hablaría al respecto con una sanadora de allá a ver qué solución me daba. Fue a partir de esa noche que retomé el tema de la crónica con Julián. Al salir, y por recomendación de Juanita, tiré aquella areta al frente de las puertas de la Parroquia Nuestra Señora del Carmen.

Un hermano insulta a una bruja, en vez de cobrarle alquiler

Hecho curioso, cuando decidí que iría a Jardín, el espanto nocturno no me volvió a molestar: ahora molestaba a mis padres que dormían en el cuarto de adelante y de vez en vez a mi hermano cuando regresaba los fines de semana a amanecer. Él solía levantarse de noche cuando escuchaba los pasos, abría la ventana del cuarto y se enfrentaba con aquella cosa, sin saber qué era: «¡te bajás de ahí, gran hijueputa o te lo vas a hacer estallar!». Había largas conversaciones al respecto. Mi hermano decía que era un ladrón porque cuando lo enfrentaba se devolvía al techo vecino por el cual venía. A veces decía que también podía ser un loco sencillamente. «Hay que poner una cámara en la casa del frente para ver qué es, yo quiero comprar una pistola de copas y dejarla aquí por si algo, uno nunca sabe, pa mí que es alguien». Mi padre decía que podía ser un asesino «si se mete, yo lo espero con el machete». Cuando él escuchaba el espanto raspar, también lo insultaba, como mi hermano: «hágale más duro, hijueputa», lo que despertaba a mi madre. Por las noches, al regresar tarde de las juergas, o al levantarme, siempre tenía la precaución de ver que mi padre no anduviera por ahí con un machete y me confundiera con un asesino y, en su delirio, me matara a mí, convirtiéndose él en un verdadero asesino. Mi madre me decía que hiciera ruidos y prendiera luces en la noche para evitar un problema con mi padre. Ni el ladrón ni el asesino nunca hicieron su incursión. Y ella, mi madre, decía a veces que era una bruja, entonces decía al respecto «deberíamos cobrarle el alquiler». Risas. Pero con el tiempo dijo que era un ave o un gato «debe ser un animalito, yo lo escucho subir por la ventana a veces». Yo contaba toda mi versión, lo consignado aquí por escrito y decía: «eso se pone la cámara al frente y se descubre a un espanto, a una bruja, a un asesino, a un ladrón, a un loco, a un ave y a un gato».

Relato de un segundo viaje a un pueblo encantado

Fui a Jardín porque allí vivía una tal María Yarce. Danilo B. me lo dijo. Y yo me prometí que alguien tendría que escribir su historia antes de que muriera. Alguien la tenía que escribir. No importaba quién. Hay historias que no se pueden dejar perder. Es deber ético. Llegué con Julián a las doce en punto de la noche. Ese pueblo tiene algo, un algo mas allá de la arquitectura de sus casas coloniales («bonitas»), de su iglesia neogótica, de su parque empedrado, de los dulces, de las meras fachadas que ven los turistas, esos que van de paso conociendo la cara superficial de las cosas… Una magia callada… Un encanto cifrado… Llegamos a las doce en punto de la noche. A buscar el hotel, donde nos esperaban para entregarnos las llaves. Habíamos ido solos, aunque habíamos invitado a una mujer cada uno. Ninguna de las dos fue. Y así fue mejor. Había que buscar historias. Había que buscar imágenes. Había que hacer inmersión. No era un «paseo».

Yo había hecho los contactos: el de doña María, que nunca cambió su teléfono y el del hotel. Al otro día, María dijo que pasáramos temprano, antes del medio día. Al frente de su casa ya crecía la fila acostumbrada de sus clientes. Pudimos conversar con ella, infructuosamente: tenía visitas, la llamaban. Era triste porque María no solo tiene el don de la curación y la magia, sino también el don de la palabra. Se podría conversar con ella horas y horas de tantos y tantos «casos». Ella misma supo que la conversación no marchaba. El teléfono sonaba una vez, otra vez y otra vez. Ring, ring, ring. Tuvimos que conversar con ella por la noche. Tuvimos que buscar otros personajes. Tuvimos que buscar otras historias. Yo buscaba imágenes: en el parque, en las calles, en la casa de cultura… Recuerdo esta imagen: antes de tocar la puerta de una sanadora una mariposa salió volando, pero nadie abrió la puerta. Fuimos por unas cervezas… Y en la entrevista que tuvimos de noche con María recuerdo que ella me entregó suelda que suelda, la planta que usaba para sanar los huesos rotos y que conoció cuando un hombre le enseñó para qué servía en un viaje. El hombre se bajó en el camino y el bus se accidentó más adelante. Ella tuvo que usar la planta por primera vez porque se fracturó un brazo. Yo pensé que de acuerdo a lo que había narrado nos iba a ocurrir algo a nosotros en el camino. Nunca se lo dije a Julián porque lo hubiera predispuesto a la angustia. Pero no nos accidentamos. De regreso al hotel, simplemente vimos una escena que fue para mí el símbolo del viaje: un perro revolcándose sobre un murciélago muerto. Yo me acerqué porque de lejos no se entendía la imagen. Yo tenía que ver… Julián había pasado derecho. La pude entender la segunda vez que pasamos ahora buscando un bar para despejarnos. Recuerdo que antes del viaje Julián se mostraba un tanto escéptico de todo esto, pero al llegar al bar, de noche, entre cervezas, ya impregnados por el aura del pueblo, conversábamos sobre la posibilidad de este tipo de cosas. La atmósfera del pueblo era envolvente, mágica, ¿diabólica? El pueblo nos había absorbido. El pueblo nos quería comer. En la mañana, antes de irnos, volvimos a la casa de María Yarce. Retraté su sitio de trabajo, tomé una foto de un cristo, tomé una foto de un joven al que sanaba de una culebrilla. Al despedirnos, caí en cuenta que nunca le dije a María nada al respecto sobre los ruidos en mi techo. Qué torpe había sido. En el bus pensaba en la posibilidad, aún, de que ocurriera un accidente, porque pensaba que María no me había dado la suelda que suelda en vano. No ocurrió nada. Menos mal. Las historias de este viaje están en la crónica de Julián.

Desenmascaramiento de una embaucadora

Había despertado, es todo… Era domingo veintitrés de febrero del dos mil veinte. A las nueve y media de la mañana escuché, de nuevo, ruidos en mi techo. Eran pasos. Sobre el techo. Pasos. Me desperezaba. Los pasos siguieron una trayectoria tal que iban en dirección al techo del patio de tejas transparentes y canales estrechos. Pasos, pasos, pasos. Sobre el techo. ¿Un espanto, una bruja, un asesino, un ladrón, un loco, un ave, un gato? ¡Por fin descubriría qué era lo que generaba los ruidos en mi techo! Me levanté rápidamente, todavía mareado por la niebla oscura de los sueños. Entonces me asomé a través de la ventana. A través de las tejas vi las garras grandes de un ave mediana, que a primeras imaginé como un gallinazo. El ave agachó su pico que, pude notar, era largo. Entonces la saludé porque me gusta saludar los animales: «don gallino», le dije así en son de broma, aunque no había reconocido su especie, ni su género. El ave no me respondió el saludo. Mi otro hermano, a quien ya le había dicho del ave que estaba sobre las tejas del patio, dijo que no era un gallinazo, era un ave más pesada. Y de verdad que era pesada, sus pasos parecían como los de una persona sobre el techo. En las tejas transparentes se reflejaba una sombra de un color amarillo. ¿Qué ave era esta? Salí corriendo al balcón para intentar treparme a las tejas del tercer piso y observar y reconocer el ave. No se vio nada. Ya se había ido. De vez en cuando oigo ruidos, pasos, ya no me asustan, me imagino aquella ave pesada, de pico largo y de plumas amarillas perdida en la noche de mi techo.

¿Final?

Cuando terminaba de escribir este caleidoscopio de historias se oyó un chasquido fuerte en mi clóset. Demasiado fuerte, en realidad, para sonar dentro de mi clóset.

─¿Qué sonó así? -preguntó mi padre, que estaba recostado sobre mi cama.

─No sé, no importa -le respondí con un poco de desdén pues digitaba en el computador.

Hubo un silencio. Observé a mi padre.

Me miraba con ojos desconcertados que pedían una explicación urgente. No se la pude dar. ¿Este ruido había sido una alucinación de los dos? Esta vez no había sido aquella ave. A propósito de esto, ¿y qué había ocurrido con los sonidos de los golpes en la cama?, ¿y quién intentaba abrir la puerta de mi cuarto? ¿Quién podría decírmelo? ¿Quién sabe?

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4 comentarios sobre “Ruidos en mi techo: relato de una serie de eventos singulares

  1. Muy buena historia, algo parecido a lo que esta pasando en donde vivo pero acá no es tan trágico como en los hechos ocurridos en tu casa. Hace unos meses vivo en casa de mis suegros y si es una bruja o no, no lo sé, pero si sentimos y en este caso todos los de la casa, que algo se posa en el techo de la casa, algo pesado que mueve unos cables de luz que conducen al foco de la sala. Mi suegra dice que es una bruja, dice que suelen convertirse en animales como el gallinazo de tu historia y que molestan a los demás, creo que por envidia o algo así.
    La verdad no estoy seguro de lo que sea, aun sigue sucediendo que llega el animal en las noches, no todas pero si frecuentemente; a veces, salimos corriendo a ver que es pero no logramos observar nada, he pensado que lo de la cámara sería buena idea.
    Mi hermano felicitaciones, me agradan historias así, espero se solucione todo y te mando bendiciones a tu vida.

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  2. Uy, Diego, qué curiosidad y qué coincidencia. Uno en principio intenta ser muy racional con este tipo de fenómenos y busca explicaciones lógicas, pero esto termina desgastando la razón tanto que se imagina lo sobrenatural. Pero hay algo muy curioso y es que luego hasta genera costumbre y como diría mi abuelo deja de ser preocupante desde que no sea una persona viva allí en el techo. En lo tocante a mi historia, en mi casa nos acostumbramos y algún día dejamos de sentir aquellas cosas. Finalmente nos mudamos y ya no volvimos a sentir nada. Ojalá los deje de molestar aquello que sea. ¡Saludos!

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  3. Me ha gustado tu relato, tanto que lo leí de corridito, sin interrupción. Me llamó la atención la parte del sacerdote porque algo similar me dijeron. Viví en una casa de 2011-19, en el techo se escuchaba a diario que algo corría y como que daba un salto, al igual se oía que dejaban caer canicas o monedas; eso durante el día y tomando en cuenta que arriba vivían otras personas. En la madrugada se escuchaba que movían muebles. También experimenté la opresión de alguien sobre mí, no poder hablar para pedir auxilio. En una ocasión, de madrugada, escuché un lamento femenino que no podría explicar, menos mal que mi mamá también lo escuchó. Pero lo que más me daba temor era escuchar como si restregaran en la pared de mi cuarto unas cadenas; eso perduró por mucho tiempo, hasta que nos mudamos.

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    1. Hola, Andrea, gracias por compartirme tu historia. Hay cosas que se comprenden todavía más cuando te han ocurrido. Y te ocurrieron bastantes cosas también por este estilo… Qué bien, y si quiera, que ya no lo volviste a experimentar. 😉

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