Los hombres no tienen destino puesto que el mundo no tiene astros.
Antígona o la elección, Marguerite Yourcenar.
Margarita arañaba la banca y el sonido estridente copaba los espacios vacíos de la tarde. Yo había abandonado mi oficina para que el cigarrillo fuera una metáfora del mundo sereno. Margarita arañaba la banca y disponía miradas sobre el humo como si fueran residuos de un goterero. Margarita arañaba la banca.
— Qué pena joven, es que el humo me hace daño.
Observé a Margarita con cierta indignación. Ella había ocupado la banca en la cual todas las tardes, a la misma hora, dejo pasar ante mí el tedio, la banca donde he confeccionado poemas, cuentos y hasta alguna vez he perpetrado un beso. Ahora estaba expatriado y además regañado. Febrero moría. Me adelanté hacia la acera. Sentí que los paseantes chocaban contra mí, que se fumaban el humo que era solo mío y mientras tanto Margarita arañaba la banca.
—Joven, ¿cuánto valdrá un ramito chiquito en la floristería?
La voz se interpuso entre mi inútil búsqueda del sosiego y yo. Giré. Tenía un vestido de arabescos blancos atrapados en un fondo ocre. Hería las pupilas contra el sol que comenzaba a cerrarse. Un saco de lana negra. No había rigor en su rostro pero me observó como una abuela a un nieto reprendido. Quizás una sonrisa, o una mandíbula doblegada por los años, o quizás una sonrisa.
Intenté recordar las veces que en la búsqueda de un regalo apresurado salía corriendo de mi oficina para improvisar ante mi falta de atención de las celebraciones. No me juzguen, me gustan las flores.
— No tengo ni idea.
No me respondió. En vez de eso comenzó a musitar un soliloquio casi incomprensible. Parecía ordenar su itinerario.
— Usted me podría hacer el favor de averiguarme [Me mira y pestañea. Hace un pequeño gesto con su cabeza, parece una invitación o un “sí” delicado], es que me duele aquí [se toma la cadera] para pararme—.
Dejé caer el cigarrillo y crucé la calle.
—Buenas tardes, ¿qué se le ofrece?
— Buenas, ¿ cuánto vale un ramito chiquito?
— Depende lo que lleve, mi amor. ¿Qué buscaba?
— No es para mí.
Salí de la floristería. Acudí a la mujer que arañaba la banca.
—Me dijeron que depende lo que lleve…—hice caer la palabra para que la mujer que arañaba la banca me diera las debidas especificaciones.
— ¡No, no, no. Es un ramito, un ramito! [hace con sus manos un ademán como si llevara en ellas una sombrilla] un ramito para cementerio.
***

Mateo disfrutaba de las salidas vespertinas. Una caminata en el barrio, unas cervezas en la esquina. Caminar sin preocupaciones es un privilegio que en Colombia solo le quedan a las ánimas y a los vía crucis. Había comenzado a vivir en la ciudad de Medellín poco tiempo atrás. Abandonó Rionegro para probar suerte en la ciudad de las esperanzas. Trabajó en distribuidoras y hasta en algún momento intentó en la construcción. Muchos a quienes van a probar suerte, Medellín les ha dado una puñalada en la espalda. Según un reporte entregado por El colombiano, en el año 2015 se presentaron 494 asesinatos dentro de la ciudad, es un 25% de reducción con respecto al año 2014. El alcalde Aníbal Gaviria Correa no pudo evitar la satisfacción del deber cumplido. Pero a ti ya no te importan las estadísticas, Mateo. Te daría risa que medio millón de muertes puedan considerarse un parte de confianza.
Llevaba días sin trabajo. Acudió a una tienda donde tomó unos tragos. En el barrio no hay astros y la humanidad no tiene destino, apenas se puede levantar los brazos en el torbellino y dejar que el país de pesadumbre haga de tu muerte un parte de confianza. Dos hombre se acercaron en moto, su objetivo no era Mateo, hijo de Margarita. Tenía 32 años. 2015.
***
Confesión
Me había comprometido con el equipo de Opinión a la plaza con entregar una crónica para la publicación del 9 de marzo. No tenía temas. Apenas había apurado un par de entrevistas con la poetiza Marga López, es un trabajo que aún no concluyo. Propuse la historia de Margarita pero la carencia de información me obligó a mentir un par de veces a los miembros del comité editorial. Ellos esperaron el relato y la verdad era que no tenía idea alguna de Margarita, sabía apenas que vivía en Rionegro, no sabía su apellido ni el de Mateo. Una historia así es un acto de irresponsabilidad, me dije. Expliqué a mis compañeros que tendría otra entrevista con ella esperando que el destino que le puso tres balas a Mateo fuera más amable conmigo y me trajera a Margarita. No pasó. Finalmente, publiqué una crónica de Andrea Ávila, vocalista de Agressor: No pongo los codos en la mesa. Es 15 de mayo, 1:16 am. He decidido presentar la historia para la publicación del domingo. No hay datos, es apenas una historia íntima que dejé escapar. No es grandilocuente y no aporta mayores conocimientos en el tema. No me inquieta la sencillez: por hervores personales, esta historia también es mía. Estaba distraído, no entendí la historia y la culpa del escritor frustrado me carcome el espíritu. Una historia que se niega es una porción del mundo que se oscurece. La distracción deja en promesa la vocación del escritor.
***
—Vale dos mil quinientos— le dije.
Me ofreció un billete de dos mil pesos y uno de mil. Crucé otra vez la calle. Pude suponer que mi trabajo era traficante de flores. Cuando Margarita tomó el ramo ya no rasguñaba la banca.
— ¿ Qué hace por aquí usted?— me preguntó.
— Yo trabajo aquí— le dije señalando el edificio.
— Joven, deje de fumar que eso es muy malo, ¿fuma mucho?
— Antes, más— le digo entre apenado y molesto porque en aquel preciso instante buscaba alejarme y fumar el cigarrillo que la diligencia me había arrebatado.
— Están muy bonitas esas flores— le dije sin saber muy bien por qué.
— A mí no me gustan las flores, la gente cree que porque uno es mujer le gustan las flores, pero a mí no me gustan, ni las matas. Las que tengo en la casa las cuida la hija.
—¿ Entonces esas son para su hija?
— No, son para mi hijo… que lo mataron.
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En alguna entrevista, García Márquez dijo que la muerte era un engaño. No quiero suponer ni elaborar pensamientos en torno a la vida que espera luego de la vida, pero la muerte de un hijo no es un engaño; es cierta la frase: “la muerte de uno le pertenece a los otros”. Pienso en lo irreversible. Habitamos el mundo como gotas de lluvia que se desgastan contra el viento. La caída es inevitable y casi feliz si asumimos que la respiración que dejamos entre los arboles es un verso de la historia universal. Pienso en Walt Whitman, el poeta de la armonía, en cómo sus palabras consiguen que mis ojos se siembren en la existencia, y mis manos sean una proyección de todo lo que se nombra, luego pienso en los gritos de las madres, y en los poemas que Paul Celan cantaba a los campos de concentración, un sudor se aplana en mis manos: (mis amigos podrán dar cuenta de ello, “Soy nervioso, terriblemente nervioso, pero pueden ustedes afirmar que estoy loco” dice Poe). “Pienso en literatura para no pensar en la muerte” dice El narrador de El mal de Montano. Debo de aceptar con vergüenza y pudor que el dolor de colombiano solo atino a convertirlo en literatura.
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Me contó brevemente de cuando asesinaron a su hijo. De cómo nunca se esclarecieron los hechos. Tres balas, dos en el tórax, una en el cuello. Parecía que Margarita todavía alojara los proyectiles en la memoria.
— Este país es muy raro— me dijo. Le quitaba algunos pétalos maltrechos a las flores.— Aquí matan a los jóvenes y los viejos seguimos ahí—.
Se levantó de mi pequeña patria que ya puede llorar a su primer muerto, se despidió y se alejó por la calle. Me quedó el silencio de la historia que no supe encontrar y la imagen de los pétalos sobre la banca solitaria. A Margarita no le gustan las flores ¿pero qué otra cosa puede hacer una madre para conversar con su hijo bajo la tierra?