Por Manuela Betancur Pérez
1. Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen
“Pero Dios lo llamó para que su historia ante Él declarara/ y en el cielo está hoy, adiós por siempre, amigo del alma”. En ese 4 de enero de 2008, los versos de la canción Adiós a un amigo del Grupo Estrella salían de una tienda y resonaban en Abejorral que era un pueblo atónito. La caravana que avanzaba hacía el campo Santo se veía marchar sigilosa, como si supiera que la muerte rondaba el pueblo. Solo sollozos se escuchaban a la par de la canción; una sinfonía de pesares por el hombre que hacía dos días había muerto. ¿Quién podría imaginar qué declararía ante Dios?, tal vez, que las botas Venus talla 43 que le colgaban por fuera del carro de la policía no eran suyas, porque él calzaba 39; o que en casa, su esposa no quería quitar los arreglos de navidad para poner los arreglos de la novena para difuntos; o que le había prometido a su hijo, Jhon Alejandro, que ese año, por fin, lo llevaría a conocer las escaleras eléctricas en Medellín; o que su hijo Esteban caminaría y hablaría igual que él; o que al su esposa recibir la noticia de su muerte, su hija tuvo que ayudarla a vestir porque ella no tenía fuerza, o que Él lo sabía bien: el único pecado que lo había llevado hasta ahí a contarle su historia, lo cometió cuando no podía impedirlo, cuando ya estaba muerto: ser positivo.
2. Yo te aseguro: estarás conmigo en el paraíso
—La gente siempre dice que no hay muerto malo ni niño feo, pero con mi papá sí que era cierto— dice Jhon Alejandro mirando las manualidades y la colección de monedas que dejó su papá— él no se metía con nadie, era una persona muy tranquila. Trabajaba en lo que le resultaba y siempre lo vi como un gran ejemplo. Recuerdo que una vez me mandó a cepillar los dientes para que no se me cayeran como a él, yo me los lavé muy bien, porque él insistió mucho; cuando acabé, sacó una bolsa con confites para que yo comiera, entonces yo le pregunté que si para eso era que uno se tenía que lavar los dientes.
La última vez que lo vi tenía la ropa que le encontraron bajo esa otra que llevaba puesta, ya muerto, y como yo me iba a ir a pasar vacaciones al Corinto, una vereda del corregimiento de Pantanillo, me dijo que pasara muy bueno, que cuando volviera fuera a la casa, que yo sabía que allá iba a estar, pero nunca más estuvo. A veces, íbamos a visitar a mi abuelo al cementerio y encontrábamos las tumbas con los “NN”, entonces yo le preguntaba que qué quería decir eso y él me respondía que era una persona que no tenía nombre, sin saber que él casi queda como uno de esos.
Yo era la ñaña de mi papá, ese 2008 que apenas comenzaba, o me veía andando con él para arriba y para abajo, por eso después, cuando yo salía del colegio y veía militares me provocaba… mejor dicho, me daba mucha rabia, tenía mucho rencor en mi corazón -¡si me habían quitado al viejo!- hasta que un profesor de artística me dijo que si yo quería ser feliz tenía que perdonarlos, y eso hice, los perdoné, pero mi padre ya no está y eso no lo olvido.—concluye mientras ve los informes de la fiscalía, las fotos y las cartas, que su mamá ha guardado durante casi once años.
Alejandro es el segundo de cuatro hijos: Cristian, Sandra, Esteban y él, viven en Abejorral con su mamá, una perra y tres gatos. Es un joven de 21 años, alto, delgado y sonriente porque el paraíso puede estar aún en el infierno si se mira con los ojos correctos; cuenta que hace poco llegó de prestar servicio militar en el ejército.
—Cuando mi mamá me vio con el uniforme se puso a llorar, para ella fue muy duro, además mi juramento de bandera fue en el Pedro Nel Ospina, yo la veía y ella no sabía qué hacer. Cuando yo me iba a ir a prestar servicio ella me dijo que si me iba no volvía, entonces yo le dije que bueno; los días pasaron y una noche antes de presentarme compré un colino, unas medias y me fui, después me llamó para ver dónde estaba y yo le dije que ya estaba en el ejército, entonces ella me dijo que me saliera, que ella iba por mí, que no hiciera eso, yo le dije que no y presté servicio en el Batallón Juan del Corral.
Allá encontré gente muy buena, también gente muy mala, al final, fui capaz de vestir el uniforme que usaron los mismos que mataron a mi viejo.
3. María, ahí lo tienes

—Yo lo veía ahí, todo tranquilo en el ataúd y le decía: ayúdeme, deme mucha fuerza, yo creo en usted, en su inocencia —dice María mientras desempaña las gafas humedecidas por las lágrimas—. Esto es muy duro, saber que cuando yo llegué de la finca de mi papá, lo único que me decían era que lo habían matado por ser guerrillero, pero, mejor dicho, Alberto era el hombre más malo para decir mentiras, él me decía cualquier mentira y yo ahí mismo se la cogía y me decía: usted sí es. Verlo en ese momento con los dedos quebrados y con la lengua sin encajar, me hacía pensar en cuánto habría sufrido y después, verlo ahí, tranquilo como dormido, con esa paz después de semejante tormenta. Yo le dije, esto no se va a quedar así, yo voy a luchar para encontrar la verdad y limpiar su nombre, no me deje sola, necesito que me ayude.
Cuando yo sueño con él, estoy feliz todo el día, porque lo vuelvo a ver y me da fuerza para continuar, es como si me dijera: hágale, mija, que yo estoy aquí—dice María con una sonrisa, mientras su hija Sandra le lleva el almuerzo: espaguetis con sardinas, arroz, papas y carne frita — A él le encantaban los espaguetis con sardinas, de hecho, cuando llegamos a la casa del hermano donde él se estaba quedando, encontramos dañado el almuerzo que se había hecho el día que lo mataron y era espaguetis con sardinas— concluye María y come el almuerzo especial que su hija le preparó.
4. ¡Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado?
El 2 de enero del 2008, Luis Alberto Ramírez salió a medio día en su bicicleta de la vereda La Polka, cerca al Salto de Aures, se encontraba trabajando en una finca de la cual pensaba salir con el fin de buscar mejores oportunidades a la capital, Bogotá. Le pidió a su patrón que le prestara una mula para sacar sus pocas pertenencias hasta la línea que pasaba para ir al pueblo. Cuando llegó al pueblo vendió unas guayabas que su antiguo patrón le había regalado, dejó sus cosas en la casa de su hermano Alfredo, tomó la bicicleta y emprendió rumbo por la carretera que conduce a La Ceja. Había recorrido dos kilómetros cuando se encontró con unos militares pertenecientes al batallón Pedro Nel Ospina, los mismos que más tarde, según relato de los familiares de Alberto, lo llevarían amarrado por la vereda Santa Catalina.
La destapada que había era corta y se cerraba para dar inició a los caminos de herradura que se adentraban en el monte silencioso ya cuando la noche era el telón de la escena. Llegaron al filo de una montaña que comenzaron a descender cerca de donde tenían el campamento, ya abajo le quitaron los amarres que, días después, encontraría un campesino de la zona. Desde este punto no faltaba mucho para el desenlace de la obra, cada paso gritaba un número en el conteo regresivo.
Un Sargento segundo, tres soldados regulares y Alberto estaban al borde de la quebrada Santa Catalina después de caminar 7 kilómetros. Un fusil 5.56, un disparo en la espalda, un grito de muerte, unas botas Venus talla 43, una sudadera gris sobre el pantalón que llevaba, una chaqueta café sobre una camisa de cuadros con la que su hijo Alejandro lo vio por última vez, un pasamontaña, una pistola que, más tarde se comprobó, no se disparó sino hasta después de que Alberto muriera: la sentencia de “un guerrillero muerto en combate”.
A las diez de la noche Alberto estaba muerto. Al día siguiente, 3 de enero de 2008 a las ocho de la mañana realizaron el levantamiento y partieron hacia Abejorral para que le realizaran la necropsia al guerrillero al que se le había dado de baja en la operación “Emblema” realizada por el pelotón Acero N° 5 del Pedro Nel Ospina, en la que se habrían enfrentado cinco bandidos, que intimidaban y “vacunaban” a la población de la zona, con cuatro soldados, según aparece en las declaraciones de los militares, uno de ellos investigado por una posible ejecución extrajudicial realizada en el mismo municipio tres meses antes, y en la cual solo se encontró el cadáver de uno de los bandidos que se enfrentó con un revólver y cinco balas a estos soldados cada uno con un fusil y 150 cartuchos.
Cuando llegaron al pueblo a las diez de la mañana, dejaron el cadáver en el carro de la patrulla, cadáver que vio un cuñado de María cuando fue a mercar para llevar la comida a la finca donde estaban Alejandro y Cristian, solo alcanzó a ver la botas colgando y al llegar a la finca les dijo “ahí estaba afuera de la policía un cadáver, dizque guerrillero, pero quién sabe, esas botas se veían nuevas, hasta familia tendría”, seguro él estaba con dos de sus cuatro hijos.
Después de cinco horas decidieron ir al hospital para realizarle la necropsia a la persona sin nombre. Alberto había ido frecuentemente al médico a finales del 2007 por motivo de un dolor en la espalda, su última consulta había sido el 31 de diciembre, dos días antes de su muerte. Cuando los militares entregaron el cadáver de la “persona sin nombre” en el hospital, inmediatamente, lo reconocieron y no permitieron que se lo volvieran a llevar. Él no era un guerrillero, ellos lo conocían; se llamaba Alberto.
5. Tengo sed

—Yo no sé yo que vaya a hacer cuando los tenga ahí al frente y les pueda decir: ¿Si ven que él no era ningún guerrillero?— dice María mientras piensa en el momento del juicio— Yo he luchado mucho para tener el caso en donde está ahora, eso no fue fácil, empezar de cero sin saber siquiera dónde habían empezado las cosas, escuchar en todo momento que iba a ser una lucha perdida, que para qué hacía eso, que por algo sería que lo habrían matado. Yo me he sentido caer tantas veces, pero la sed de encontrar la verdad y las buenas personas que también han aparecido en mi camino, me motivan a seguir.
A las dos semanas de que Alberto muriera, María comenzó a armar el rompecabezas necesario para evitar que su caso quedara impune. Los desvíos que se abrieron en su camino comenzaron: retención de información, traslados a jueces y funcionarios que buscaban ayudarla, llamadas de números imposibles de rastrear en las que le ponían músicas fúnebres o sonidos de interferencias, el asesinato del soldado que le disparó a su esposo y que iba a declarar. María lleva diez años luchando contra la tristeza y la desesperanza, ahora, el caso está en la Sección Nacional de Fiscalías Especializadas de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario “no habiéndose imputado aún ninguna conducta punible a personal militar o civil alguno”, como se expresa en la última notificación enviada por la Fiscalía en el 2016.
6. Todo está consumado (un recuerdo)
Después de nueve años sin hacerlo, María decidió volver a recorrer el camino por el que habían llevado a Alberto. No era el mismo, habían abierto una carretera y el filo por el que habían descendido no se encontraba con facilidad, sin embargo, la saliva al tragar era pesada como la primera vez. Estaba agobiada, no podía ser que el camino por el cual tantas veces había pasado reconstruyendo pistas para avivar el fuego de su sufrimiento, no estuviera. No podía ser que los ojos que lo habían marcado durante once años con lágrimas no lo estuvieran viendo.
Descendió con Alejandro, como lo habían hecho tres meses después de la muerte de Alberto, tenía una cortada grande en la mano y no podía sostenerse con facilidad de las ramas que ayudaban a no salir rodando por una pared de tierra.
Después de mirar incrédula muchos picos de montañas, encontró el del descenso de la historia, pensó que otra vez estaba ahí buscando el dolor. Alejandro estaba igual, callado, buscando llegar al lugar de la última escena. Los pasos eran difíciles de dar aunque el verano tuviera la tierra seca, no como en enero que llueve y es difícil llegar sin tropiezos con unas botas dos tallas más grandes, que al final estarían limpias.
María iba reconstruyendo el camino, caminaba sigilosa como si tuviera miedo a pisar algo que la destruyera, aunque sabía que no podía estarlo más. Acá lo desamarraron, dijo al llegar a un plan por donde también pasaba la quebrada Santa Catalina. Cuando se sentía abrumada por tanta soledad se rompió el silencio y dijo— con razón le cortaron la lengua, si seguro él pedía ayuda y ¿quién le iba a escuchar?, se desesperaron y… como lo llevarían por acá si vea que él tenía los dedos quebrados, las uñas chuzadas y unas costillas quebradas— dijo y se quedó en silencio. Por suerte, las montañas no hablan porque siendo las únicas testigos de tanta crueldad, seguramente si lo hicieran tampoco existirían.
El lugar no parecía de muerte, los árboles daban la sombra necesaria para sentarse a disfrutar del sonido del agua. No era un lugar de muerte, pero el 2 de enero, nadie parecía lo que era, tomaban otros papeles: asesino, guerrillero, lugar para matar.
—Acá le dispararon— dijo María y pareció desaparecer, no estaba en ese lugar, en su corazón tenía muy clara la historia, tal vez escuchó el disparo, el grito, las conversaciones de los militares, soñó despierta como tantas veces, poder encontrar los hechos que le dieron el final a la historia: una familia que sostener, una lucha que trataba de ganar. Los recuerdos la agobiaban y Alejandro parecía más fuerte que en la última vez que lloró a su padre deshaciendo los pasos. Solo se escuchaba la quebrada que junto con una palma y las montañas fueron las únicas testigos de lo que pasó esa noche.
El ascenso a la montaña fue agobiante, como si no fuera suficiente sentir el corazón salirse en cada suspiro, el sol se posaba con tanta crueldad que hacía que las fuerzas se esfumaran con más rapidez . Ya en el alto, se sentó en el suelo con un dolor de cabeza que no toleraba. A pesar de su crueldad, el sol no fue el culpable de tal estado, habían torturas más fuertes, habían muertes más lentas y María lo sabía.
Todo el camino de regreso para Abejorral, tenía alguna huella de Alberto, mientras más cerca estaban, los pasos se hacían menos. El camino se había acabado, quedaban solo los recuerdos.
María no habló sino hasta el día siguiente, el dolor de la cabeza y el corazón eran fuertes.
7. Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu
La única historia que se ha escrito es esta, la historia de las dos caras. Una: la legitima, la ley. A otra: la lucha, la búsqueda de la verdad y la vida que la muerte deja. María y su familia se han preparado en la Corporación Jurídica Libertad para afrontar los retos que deja la “lucha contra el Estado”, como ella la llama. Sergio, su acompañante los ha orientado para lograr que su caso pueda llegar a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad.
Los falsos positivos fueron asesinatos de civiles que hacían pasar como guerrilleros, efectuados por las fuerzas militares, especialmente por El Ejércetio, y que también tienen una amplia relación con la asociación de paramilitares y La Policía en los operativos. El auge de este fenómeno se dio entre el 2006 y el 2008. Según la Fiscalía, desde 1998 hasta el 2014 se registraron en Colombia 2.248 ejecuciones extrajudiciales, como también se le llaman a estos casos. Estos asesinatos a civiles tenían como objetivo presentar resultados “positivos” por parte de las brigadas de combate, en el marco de la “Política de seguridad democrática” propuesta por el expresidente Álvaro Uribe y que dio pie a que la población civil fuera altamente vulnerable.
— A Alberto lo creían un bobo ahí que andaba solo, y ¿qué dijeron?, acá está el de nosotros. En Abejorrral ya habían matado otros siete antes que a Alberto, y cómo vieron que yo no me quede quieta y que se estaban asfixiando, fue el último— Dice María aliviada.
María escribe cartas, se prepara y sueña el momento en el que pueda escuchar la verdad. La desesperanza ha sido tan frecuente en su camino como la felicidad, por eso busca recordar el motivo de su lucha y escribe:
“Las víctimas de Estado debemos enfocarnos en buscar unión entre todos, para que logremos juntos alcanzar los objetivos propuestos, si no luchamos y somos constantes y perseverantes, no lograremos nuestras metas. No podemos sentirnos débiles, tenemos que sentirnos fuertes, no podemos pensar que lo somos o que los que acabaron con la vida de nuestros seres queridos son más fuertes. Nosotros tenemos que luchar y defender nuestros derechos, así como ellos hicieron daño de una manera cruel y sin medir el daño causado, nosotros saquemos esa fuerza para gritarles la verdad. Dios nos guiará y nos dará esa fuerza interior para sacar las palabras que les toque el corazón y les haga decir la verdad”.
Pareciera que la verdad tiene un precio muy alto en una tierra de “personas sin nombre”, de guerrilleros, de colaboradores y de estafadores. Pareciera que la verdad, e inclusive, la mentira son privilegios de pocos. Sin embargo, pareciera también que la lucha más grande que ha dejado la guerra es la lucha contra la desesperanza. María y su familia la van ganando.
