El cantante y la guitarra

La despedida (1)

Abrió los ojos y el público seguía allí. Había transcurrido poco tiempo desde que lo anunciaron. Los espectadores se entretenían en conversaciones para colmar la inutilidad del tiempo destinado a la espera y no atinaron a descifrar de cuál esquina del recinto surgió el hombre que la noche aguardaba. Atravesó el patio de casa colonial cuando una luz que señalaba el escenario le arrancó de las sombras. Y la Luz dijo, hágase el cantante: caminaba con pasos cortos y los brazos se mecían  pesados, empuñaba y relajaba los dedos cuando el rostro buscaba caras conocidas. Espalda anchurosa. Sonrisa tensa. El escaso cabello, ya atrapado por la marca otoñal de los años, brillaba blanquecino contra el peso incesante de los reflectores; una membrana de sudor se aplanaba en su rostro. La camisa, el saco, el pantalón y los zapatos eran negros pero el corazón del cantante estaba lejos de la presencia ceremonial del luto. Fue más bien la sobriedad, la nostalgia. Es fácil reconocer la belleza en la tristeza: la sonrisa que no alcanzó a definirse en sus labios parece más una máscara inútil. Se dirigió al minúsculo escenario cuya soledad se arraigaba en la presencia de una guitarra que antes del arribo del cantante parecía abandonada. Entonces vino la parafernalia de siempre: cantante se presenta, público saluda. El cantante tiene un rostro conocido, por las calles de El Carmen de Viboral se le ve pasear: el rostro gira y los labios liberan un “hola, ¿qué tal?”, la mano se estrecha, los brazos se engarzan (si es una mujer) cuando a su paso alguien le llama “¿qué más, Lucho?”. Es Luis Mario Morales Rivera, célebre integrante de la formación primigenia de la agrupación “Nueva Gente” que  irrumpió en la historia de la música colombiana a principios de  los años ochenta.

Luis Mario dio un repaso a la lista mental de canciones para el concierto. Había transcurrido poco tiempo desde que lo anunciaron.

El Escenario

El Café de las historias se erigió en la vida de El Carmen de Viboral en julio del 2013. Es una casa con paredes en tapia irregular, donde las puertas y ventanas deliberadamente despintadas revelan en cada uno de los tonos entrecortados los diversos periodos de la edificación: fue casa de familia, fábrica de loza, ONG y centro de computación. Ahora, cada color cuenta una historia. En su seno han reposado exposiciones de artistas como Pablo Marcos y Mario Arroyave; músicos que recorren variados géneros musicales;  obras teatrales y cuenteros; poetas y conferencistas. Su administrador, Diego Ortega, es un médico de unos cincuenta y cinco años que ha sido dotado con el don de los juglares: se le puede ver de mesa en mesa contando sus historias de vida que los visitantes no saben si catalogar como sorprendentes o elevadas elucubraciones de la ficción. Diego no deja en mera enunciación el nombre de El café.  En el centro del patio central, que imagino lleno de flores  y guirnaldas cuando La Casa fue casa, (y ahora es un piso de cemento ligeramente hundido) los artistas notan cómo a su alrededor los espectadores se pierden en las sombras que deja la amalgama entre los reflectores y la noche. Cada que un artista está allí, tengo la impresión de que ya es otro tipo de Jardín, uno de estrellas. El Café de las historias se convirtió en un hogar para Luis luego de llegar a El Carmen: el ritmo tranquilo de las tardes se agudiza en su interior, las noches se hacen plácidas entre los estertores de un tocadiscos que susurra los clásicos de la música colombiana. Luis Mario admira, sobre todo, la belleza de la casa y la compañía de Diego. Algo de ello le lleva a su pasado: las casas antiguas, las tertulias… hay una momento cuando todo hombre vive mejor en los recuerdos. Por eso es aquí la despedida, entre unas columnas del teatro Junín que fueron rescatadas del olvido y que pararon en la casa antigua que hoy acuna al Café de las historias. 

La despedida (2)

Luis Mario liberó la guitarra del soporte, la ciñó con firmeza y dulzura. Dejó que su mirada tanteara los rostros borrosos. Primer acorde. Los dedos gruesos del cantante palparon las cuerdas como si fueran el alma de la mujer amada, y la guitarra indefensa se rindió. El cantante entonó Canto a la ternura cuya letra fue dada por Marco F. Musse y la música por Luis Mario Morales quien en ese momento penetró en la sonoridad de la guitarra como si la cortejara. Así se toca una mujer, pienso, para que las huellas queden en su recuerdo y ninguna tempestad ni la aridez de la piel puedan borrarlas. Luis Mario se contorsionó y liberó su voz profunda:

Se está quedando la vida sin ternura

la mitad de las horas está reunida

y la mitad se queda en la rutina

que le trazan desde una mesa ejecutiva.

La música voló y los espectadores se enredaron en ella. Terminó la canción. Aplausos. Silencio. De los parlantes se escuchó un tímido “muchas gracias”. Silencio. Una tos apagada. El cuello de una botella de vino que rozó la copa. Los rostros atónitos. Luis Mario apretó los párpados rápidamente como si los reflectores le molestaran: abrió los ojos y el público seguía allí.

Fotografía: Luis Mario Morales, archivo personal.

Carta a un músico

Naciste en Bogotá hace sesenta años. Casualmente, dices, porque a tu padre, que trabajaba en el área contable de AVIANCA, lo habían designado allí. Me cuentas que Francisco Javier Morales y Cecilia de las Mercedes Rivera –tus padres– tuvieron tres hijos en aquella ciudad que le rasca la espalda al cielo. Dices que cuando volvieron a Medellín, Cecilia estaba en embarazo de una cuarta criatura, faltarían otros dos para completar los seis hijos. Pero en ese momento tú no podías saberlo. De Bogotá te quedan visiones difusas de cuando subías a una amplia terraza… y de ese pequeño triciclo que te regaló Francisco Javier al cual ató una bomba que te seguía como si fuera tu propio sol. En Medellín tu vida fue pura música, no esperaba otra cosa de vos, Luis. Solo hace falta escucharte hablar de música, cómo alargas las sílabas finales cuando dices “eso suena hermossssooo” y rematas la  última vocal con una –a veces dos– sacudidas de cabeza. Y repites, “eso suena hermoso” ya con cadencia decreciente y una sonrisa en la cual dejas a tu interlocutor la certeza de que lo dicho es irrefutable, claro, no todos poseemos tu prodigioso oído. Desde los cinco años tu tía Ruth Morales, profesora, te llevaba al colegio para que fueras cantando en los salones por donde ella pasaba. Te regalaron un tiple en la primera comunión y sus sonidos sosegados fueron tu única amistad verdadera, no esperaba otra cosa de vos, Luis. Creciste ¿Te acuerdas cuando en el colegio Salesiano te rodearon en pelea unos niños y tú le desencajaste un diente a uno con el golpe de la chapa de tu correa? Pero no importa, Luis; tú, el cantante, tienes los dientes completos. Aprendiste de tu padre las bases del tiple hasta que tu madre, en una discusión doméstica lo estrelló contra el suelo, “y le comprás una guitarra al niño” le dijo a Francisco Javier. Pasó mucho tiempo para que volvieras a tener un instrumento, pero eso no te detuvo. No esperaba otra cosa de vos, Luis. Entonces empezaste a visitar la casa de la abuela donde vivía aún tu tío menor, pero aguardabas a que él se fuera a trabajar, luego, que la abuela se durmiera. Y ahí sí Luis, vía libre, tomabas la guitarra sin prestar el más mínimo interés a las negativas del tío ni a las recomendaciones de la abuela: “no le coja la guitarra al tío”, no. Tú eras paciente. Luego te fugabas con la guitarra a la terraza para intentar sacarle algún sonido mientras otros niños estarían escabulléndose en algún matorral para dar su primer beso. Pero también tú estabas en esa terraza buscando el amor…. claro. Cuando por fin te sentías seguro y plácido con la guitarra, sacabas de entre los pantalones un librito de tonalidades e intentabas hacer que la guitarra cantara. No funcionaba. Llorabas. Intentabas. No funcionaba. Llorabas. Intentabas. No funcionaba. Llorabas. Intentabas. “Fue muy difícil aprender solo, pero jamás la solté, siempre intenté ” me dijiste alguna vez. Me gusta esta escena, Luis. Puedo intuir en tu yo infantil los cimientos del músico obsesivo que conozco, ese hombre que veo corregir a sus pupilos del grupo Senderos una y mil veces el mismo arreglo, que lleva al extremo a sus alumnas del ensamble vocal Scuilo para intentar sacar de ellas lo mejor… y de él mismo, que se reprocha cada nota errada, cada tempo inconexo… veo, Luis, a ese hombre que se agarra de los pocos cabellos cuando la música no es música sino estridencia. También en esos tiempos entraste a la EPA. Y mira, esas casualidades de las que tú hablas y de las que yo descreo un poco: tu profesor de guitarra fue uno de los más grandes tiplistas que ha habido, el maestro Élkin Pérez en sus veintes, quizás. Acuérdate de que él mismo te invitaba de entre todos los estudiantes a quedarte después de clases con la estudiantina de los profesores. Solo a ti. Por eso no me gusta que me hables de casualidades.

Después, a los quince años, tu padre te dio una guitarra. Qué personaje era Francisco Javier ¿no? Un hombre que recuerdas sentado en su mueble preferido, en medio de una nube gigantesca de humo de cigarrillo (primero fumaba Pielroja, después President, después Marlboro) entonando las Arias que admiraba cuando salían de la prodigiosa voz de Mario Lanza. Recuerdas que dejó el cigarrillo un Jueves Santo, que fue un caballero con tu madre; recuerdas que era un hombre atlético que en su juventud se había entregado completamente al ejercicio físico, por eso tú de niño podías colgarte de sus brazos como de una viga; recuerdas que murió a los setenta y cuatro años de edad.

Muchas cosas acontecieron en esos años de soledad y música… pero ¿qué otra cosa puede ser más importante que tu historia con Marta? Cuando la viste, te diste cuenta de que era la única mujer a la que desearías llamar “novia”. No le dabas crédito a la fuerza natural que la había creado: “¿cómo puede ser tan hermosa?”, te decías. La frecuentaste meses en la puerta de su casa: “ella se reía mucho conmigo”, recuerdas. Eran jóvenes, pero tú creías que habías encontrado a la mujer más hermosa de La Tierra. Fue un amor que los unió por más de treinta años. De ese matrimonio nació Ana Cristina Morales. Cuando me cuentas, Luis, esos primeros años de noviazgo se me antojan idílicos: leían juntos poemas de Neruda, iban al cine y al teatro, paseaban por las calles de Medellín tomados de la mano. Ya no estás con ella, el tedio ha terminado por desgastarlos, pero ¡cuánto amor se profesaron! No habrá tiempo para olvidar.

Alternaste la música con el trabajo: laboraste en Bancoquia cuando tenías diecisiete años, de contable, como tu padre. Trabajaste allí más de veinte años y viviste el paso de Bancoquia a Banco de Santander. Era un trabajo arduo, Luis. Pasabas meses sin ver la luz del sol pues entrabas a las 5:00 am y salías a las 9:00 pm. No tomabas licencias de ningún tipo, odiabas que otros se entrometieran en tus asuntos, que tocaran tu trabajo, tu silla. Estoy hablándote de lo que pocos conocen, Luis. De la vida detrás del cantante. Supongo que pocos saben que cuando estabas en quinto de bachillerato fuiste monitor de Educación Física, amabas el deporte; incluso diste clases de aquella asignatura a los jóvenes de primero, segundo, tercero y cuarto de bachillerato. Pocos sabrán que a tus doce años por petición de la profesora de música en el INEM seleccionaste y dirigiste tu primer grupo coral; se presentaron treinta y seleccionaste solo a seis. Siempre has sido así, estricto.  

Pero… déjame ir un momento a la historia que inicia en ese abril de 1981 y que compartes con Wilson y Miguel Ángel, los otros dos integrantes del mítico grupo: Nueva Gente.

En 1978 te conociste con Wilson Bustamante Hernández y Miguel Ángel Urrea Mejía en un ensamble coral. Se hicieron amigos y sus tertulias mutaron a ensayos de hasta seis horas diarias. Me contaste que a los tres años abandonaron el coral y decidieron trabajar por su cuenta. Para noviembre, seis meses después de la conformación oficial, se presentaron a “Antioquia le canta a Colombia” con canciones que un tío tuyo que trabajaba en Sonolux les suministraba. Eran originales, de la música colombiana antigua, la que ya se había perdido en la noche oscura de la memoria. Pero ustedes las revivieron… esos pasillos y bambucos olvidados, ustedes les dieron otra vida. En 1982 se presentaron al Festival “Mono Nuñez”. No pasó nada. En el 83 quedan de segundos. En el 84, primeros en la modalidad. En el 85 se ganan el festival y la modalidad. Así ascendió como una cometa la carrera de Nueva Gente, con siete LP grabados, con innumerables conciertos que llegaron a sumar las ocho mil personas. Tocaron en Panamá y en México, deleitaron a varios presidentes: Belisario, Pastrana, Samper. Pero también, como a cualquier grupo exitoso de la época –y muy a su pesar–, tuvieron que amenizar reuniones de sujetos que  se ganaron tu enojo y el del país ¿te acuerdas con qué rabia, con qué desconsuelo me lo contaste?

Es suficiente, Luis. Afuera los espectadores aguardan por ti. No ha transcurrido mucho tiempo desde que te anunciaron y estás ávido por iniciar el concierto. Me pregunto: ¿cómo lograste identificar que los encargados del sonido te iban a embaucar con unos micrófonos de baja calidad? Una persona con un rango auditivo promedio no intuiría la diferencia entre los que pediste y los que te llevaron. Pero a ti el detalle te hizo sonrojar como si la ira se agolpara poro a poro en tu rostro. Recriminaste la deshonestidad y fue tanta tu indignación que terminaron por llevarte los micrófonos que pediste. La gente no percibiría la diferencia, pero no importa, no es para ellos la despedida… quieres que salga perfecto: no esperaba otra cosa de vos, Luis.

La despedida (3)

Luis Mario flotó en el concierto con un halo de nostalgia. Miró la guitarra y entonó Se te olvida. Los recuerdos se entrelazaron con la melodía. Vio el día que visitó a un sacerdote con la tentativa de reparar su matrimonio: “si ella se quiere divorciar que se divorcie”, dijo el cura. Luis Mario tensó el rostro como queriendo sofocar el recuerdo al contener su propio aire… y cantó:

Y hoy resulta  que no soy de la estatura de tu vida

y al dejarme casi, casi se te olvida

que hay un pacto entre los dos

Por mi parte  te devuelvo tu promesa de adorarme

ni siquiera sientas pena por dejarme

que ese pacto no es con Dios 

Ni Dios pudo mantener lo que destruyó el hombre. Y el narrador de este relato, cuando vio a Luis Mario agazapado tras una guitarra y una melodía lacrimosa, por fin comprendió la desoladora poesía que transita en “El cantante” de Héctor Lavoe. Curiosa relación, narrador caprichoso.

Muchas cosas  han cambiado en la vida del cantante desde su divorcio con Marta: dejar Medellín para establecerse en El Carmen de Viboral, delegar algunos de sus deberes como director de Nueva Gente hasta abandonar el grupo. También la noche del concierto se unió a la lista de sus despojos. 

Cuando El Café de las historias promocionó el evento, anotó enfáticamente en la pieza publicitaria el carácter del concierto. Esa noche, Luis Mario Morales se despedía de la guitarra que lo acompañó por veintidós años en su jubilosa vida musical. Había comprado la guitarra en la casa del luthier Felipe Martínez una tarde de domingo. Marta lo acompañó en el proceso. El joven matrimonio pasó la tarde entre los acordes de la guitarra y un Algo tradicional que el anfitrión les ofrecía. Marta cedió al sueño en la comodidad de un sofá; entonces los dos hombres se entregaron a la placidez de la tertulia hasta que escaseó el día. Luis Mario cargó de valor aquella guitarra: no son los conciertos, ni la fama lo que se escribió eternamente en su madera, fue el recuerdo de ese día, cuando su matrimonio era fresco y era imposible prever que un día se desmoronaría.

Ya zanjada la distancia entre Luis y Marta, la guitarra se desprendió de su místico símbolo: no fue más el ensueño pero sí la pesadilla. No hay dolor más agudo sobre La Tierra que recordar los tiempos espléndidos en los momentos lúgubres.

Cuando los asistentes adquirieron la boleta para el evento sabían que tendrían derecho a una cena y a un cupo para la rifa de la guitarra. Al terminar el concierto se hizo inminente el momento del desprendimiento definitivo, Luis se veía sereno y los asistentes se contagiaron de esa energía, el ambiente fue jovial. Y la noche dijo, hágase el azar. El cantante seleccionó al ganador cuando una mujer que apenas entraba al café alcanzó a sonrojarse. Horas antes del evento Diego lamentaba que las ventas de las entradas apenas si alcanzaban para cubrir los gastos del evento. Por ello, Deisy una amiga, decidió comprar dos entradas aunque no planeaba asistir. Al ser revelado el ganador, Deisy alcanzó a sonrojarse. Había entrado al café con la única intención de preguntarle a Diego por la suerte del evento, había comprado la entrada dos horas atrás: pero así, de improvisto, llegó a tiempo para recibir su premio. Luis le entregó la guitarra a Deisy que no salía de su asombro. Ella misma le confesaría a Luis que lo que más le preocupaba era no estar vestida para la ocasión. En medio de la velada que ya presentía su final, un hombre preguntó por el precio de la guitarra. Deisy preguntó a Luis lo mismo: “pues mira, a mí me valió un millón ochocientos en ese tiempo, cóbrele dos millones”. El trato se concretó y el nuevo dueño de la guitarra se llama Óscar Arias, un médico que admiró el trabajo de Nueva Gente durante toda su trayectoria y que había venido desde Medellín con seis amigos a quienes ofreció habitación en un hotel del municipio, todo por ver el último concierto de la mítica guitarra con su eterno dueño. “A mí no me importaba quién quedara con ella, lo que me importaba era que quedara con alguien para quien signifique, porque para mí ya no” me dijo Luis. 

Óscar Arias no había comprado la guitarra para él mismo, se lo reveló al propio Luis Mario cuando lo increpó diciéndole: “Esta guitarra solo la puede tocar usted”. La tendió ante Luis como quien otorga una ofrenda. “No, usted la compró, la guitarra ya no significa nada para mí, es suya”. Luego del diálogo se prometieron realizar otro concierto en la finca del médico donde Óscar le devolvería la guitarra, no se ha concretado. La propuesta inconclusa no ha sido motivo de ningún tipo de interés para Luis, puesto que al cerrar la última nota del concierto sabía que la guitarra ya se había ido.

febrero 2016

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