En memoria de Sławomir Mrożek.
Era una mañana fría. Un anciano muy abrigado y de gafas grandes se encontraba solo en una banca del parque. Complacido observaba la fuente, las palomas y, a pesar de la soledad, en ocasiones sonreía e inclinaba su cabeza de un lado y de otro como si unas voces jugaran a los susurros con él.
Una mujer joven pasaba por allí. Buscaba un restaurante para tomar el desayuno, lo observó a lo lejos y tuvo compasión de aquel anciano que creyó un habitante de calle. Pensó en acercarse, sin embargo su estómago le dijo: «Vamos, primero hay que desayunar, ya habrá tiempo para la compasión».
Mientras desayunaba tenía fijada en su mente la imagen del anciano. Disfrutaba pensando en llevarle algo de comer, sentarse a su lado y conversar. Ya imaginaba lo contento que se pondría él. Al salir del restaurante compró un pastel caliente para dárselo.
Se acercó allí con la intención de conversar cómodamente y ofrecerle el pastel en señal de amistad. Atravesó el parque frío y ocupó un sitio a su lado.
El anciano abrió los ojos sorprendido al verla llegar.
—Buenos días –saludó la mujer, lo miró y advirtió que no era un desarrapado.
—Buenos días –contestó él, su voz se confundía con el sonido del agua en la fuente.
—Y… ¿cómo está el señor? –preguntó mientras acomodaba su vestido.
—Estaba bien –repuso él como si hablara para sí mismo.
El anciano había dejado de mecer su cabeza, descargó su mirada en el suelo, arrugó su frente y desdibujó su sonrisa.
—¿Y qué ha hecho, señor? –su mirada se alzó con el aleteo de las palomas, pensó que alguien las había espantado, pero solo había tres policías a lo lejos. Entonces continuó:
—Pero… ¿Por qué estaba bien? –buscó la mirada de él.
—Porque estaba en una fiesta de uno hasta que llegó usted para arruinarla –dijo el anciano que se levantó para mascullar insultos.
La mujer se quedó sentada. Estupefacta observó la anciana figura que se desvanecía en la distancia.