La jovialidad Kafkiana

Cuenta Max Brod que cuando Kafka leyó a sus amigos el primer capítulo de El Proceso, no paraban de reír. Kafka es, contrario a lo que se suele pensar, un autor vital y bromista, atravesado de muerte por el espíritu dionisíaco y, a causa de ello, poseedor de una iluminada visión transgresora de lo absurdo del comportamiento y las reglas humanas.

Existe un lugar común, de pose pseudointelectual, que sugiere –o afirma categóricamente en el peor de los casos– que Kafka es un autor deprimente y angustiante. Postura que, pese a su falta de rigor, tiene bastante fuerza y es la que goza de mejor recepción en los círculos de lectores neófitos, que orgullosos de su adolescencia se ufanan del supuesto sufrimiento que les causa el leer a Kafka; como si leer –y vivir– fuera un acto de sufrimiento. He llegado a escuchar lectores que afirman que después de leer a Kafka han quedado al borde del suicidio, una exageración absurda. El buen Kafka no es la única víctima de esta lectura adolescente, también son leídos así otros autores, como Dostoievski e incluso Nietzsche, que, al contrario, pregona una lectura afable y vital del mundo.

Por mi parte queda afirmar que Kafka no es un autor triste, deprimente o angustiante, sino que es, al contrario, jovial y liberador. Es uno de los últimos y más grandiosos exponentes de la Jovialidad Griega presente en la tragedia, para ponerlo en términos de Nietzsche.

Es justo Nietzsche, quien en El nacimiento de la tragedia –su ópera prima– logra esbozar con una contundencia reveladora el espíritu griego en su dimensión más profunda y plantear dentro de los valores helenísticos el más preciado de todos: La Jovialidad. Vale la pena referir brevemente el capítulo noveno del ensayo: Nietzsche comienza por afirmar que la parte apolínea de la tragedia griega –pura, limpia, sencilla y bella– no es sino apariencia, una esencia presente únicamente en la superficie, pero que cuando apartamos la vista de este carácter superficial y nos fijamos en el mito “que se proyecta a sí mismo en esos espejismos luminosos” es posible percatarse de un fenómeno similar, aunque contrario, al que sucede cuando miramos de frente al sol y luego, al dejar de verlo, cegados, sólo podemos ver unas manchas oscuras, que actúan como remedio para la ceguera. Es decir, que lo apolíneo del héroe en la obra no es sino una máscara producto de “la mirada que penetra en lo íntimo y horroroso de la naturaleza”. Lo jovial que vemos es el remedio que entrega el teatro griego para la aterradora visión de la desgracia, una pócima que libera y da fuerzas para ponerse de pie en el mundo a pesar del dolor. Termina Nietzche por decir que “Solo en este sentido nos es lícito creer que comprendemos de modo correcto el serio e importante concepto de Jovialidad Griega mientras que por todos los caminos y senderos del presente nos encontramos, por el contrario, con el concepto de Jovialidad falsamente entendida, como si fuera un bienestar no amenazado”

No hay palabras más acertadas para describirlo; la obra de Kafka es un buen reflejo, para nuestro tiempo, de lo que fue la tragedia para los griegos, y solo en ese sentido debería, en mi criterio, ser interpretada y leída: no como un manual de pesimismo, sino, justamente como lo contrario, una obra vital, afirmativa y jovial, un bálsamo de optimismo, una cura para el malestar que produce un mundo hostil. No una obra que invita al sufrimiento, sino una obra que libera del sufrimiento, una obra de gozo vital. La prueba de esta vitalidad no está solo en su obra, también está en su vida; es muy normal imaginarlo como un hombre triste y afectado cruelmente por la melancolía, sin embargo era, según lo que dicen sus amigos y él mismo en algunos de sus diarios, un grandioso bromista y un seductor de primera.

Es cierto que tenía plena consciencia de la horrible naturaleza humana y en algunas anécdotas que sobre él se escuchan, suele notarse cierta afectación. Pero Kafka entendió que no le era dado narrar el mundo por el lado de la sombra y por eso su escritura es jovial, luminosa y apolínea; y aunque en el fondo revele una terrible y dolorosa realidad, su actitud no es el pesimismo pasivo, sino el heroísmo trágico de los griegos. Cuando Joseph K., habiendo comprendido la inutilidad y lo absurdo de su proceso, decide, en aquella mañana de invierno, asumir las riendas de este por su propia cuenta y enfrentarse a su destino, la actitud no es la de un mártir cristiano entregado a la hoguera de unos terribles hotentotes africanos, sino la de un héroe griego enfrascado en la inútil tarea de enfrentarse a los designios caprichosos de los dioses, tarea que es emprendida con valor, con ingenuidad, con amor y sobre todo con jovialidad.

Cuando uno mira a los ojos de Kafka ve a un animal herido, un animal fuerte y vibrante, decidido a combatir con energía a la naturaleza devoradora. Sus novelas y sus cuentos son un testamento liberador y vigoroso de una actitud vital y su sentido del humor la mayor prueba de eso. Quien al leerlo no haya soltado una carcajada no lo ha entendido.

Max Brod a la izquierda y Franz Kafka a la derecha

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