Eugenio pasó toda la noche en la cantina, revolcándose en la marea del licor: había cumplido sesenta y cuatro años. Primero escuchó el desagüe de la quebrada que se hacía más fuerte a medida que se acercaba la salida del sol, y luego no escuchó nada porque un vértigo agobió su cabeza y tuvo que recostarla otra vez sobre las tablas sin pulir de la mesa. Para aliviarse escupió un buche de saliva espesa y todavía endulzada por la tapetusa, pero no logró desprenderse del malestar que le había dejado el mal sueño.