Mientras el público terminaba de acomodarse y por fin se callaba en sus butacas, Julián Vargas de Yuyachkani miraba, casi sin moverse, de un lado al otro de la sala de teatro. Algo iba a decir, claro. Pero entonces no sabíamos si lo haría a título personal o encarnando alguno de los personajes a los que durante tantas décadas había interpretado en el histórico grupo peruano. Todavía hoy, unos días después de haber asistido a la función, no tengo certeza acerca de cuál es el grado de ficción o de realidad presentes en este unipersonal –Vibraciones– que pudimos apreciar en el F.I.T. El Gesto Noble.
A lo mejor la dificultad de responder esta última cuestión habla en beneficio de la obra: una construcción tremendamente polisémica y deliberadamente fragmentaria que apunta a ese interregno donde no solo son difusas las fronteras entre el actor y el personaje, sino donde al artista le corresponde encarar las preguntas fundamentales de su quehacer: ¿qué relación hay entre su obra y su práctica vital? ¿Qué es aquello que lo impulsa a la creación, aun cuando lo lleve a los límites de su corporalidad? ¿Cómo construir una obra que logre representar su experiencia de artista y la de su comunidad? En Vibraciones no es una exageración afirmar que entre estas preguntas el artista se juega la vida.

De hecho, los elementos formales y sustanciales de la obra son muy eficaces a la hora de mostrarnos a ese actor-músico-personaje arrojado sobre el mundo (la escena), enfrentado sin tregua a su propia identidad y a su oficio. Pensemos, por ejemplo, en que la desnudez de la escenografía, impactada apenas por unos pocos objetos, y la sencillez cotidiana de la vestimenta del actor, nos dan señales de un personaje abierto en su vulnerabilidad: cercano –por lo tanto– al espectador en cuyo fuero interno también se está representado el drama. Implicada en ese arrojo está toda la corporalidad del actor, tan natural y próxima en principio, pero que de pronto deviene instrumento de percusión y que no termina indemne –finaliza enrojecida y magullada– en su acto de crear cosas excepcionales y bellas.
Pero el ámbito de reflexión de Vibraciones, aunque parte de la intimidad del artista,excede lo puramente individual. La música percutida muchas veces en el propio cuerpo del actor nos habla de un recorrido vital extenso, pero, sobre todo, de un amplio acervo intercultural del que el artista hace acopio para crear y acaso para vivir. Convergen sonidos de África, América y Europa, enlazados sus símbolos culturales específicos con la experiencia propia del artista: la obra transita de la corrida de toros como metáfora de la supervivencia a la tradición andina del zorro de arriba y el zorro de abajo, y de ahí a la noche en que el gran actor del neorrealismo italiano Vittorio Gassman olvidó su parlamento. Y todos esos elementos constituyen esa racionalidad simbólica del artista.
Finalmente, Vibraciones con su descarnada verosimilitud interpela intensamente la propia experiencia vital del espectador, quien no solo constituye lazos imaginativos (empáticos) con el artista, sino que es provocado hasta la médula en sus propias angustias y en su historia individual. Este es el gran mérito de Vibraciones: la capacidad de trasladar a ese sujeto receptor (el espectador) el conflicto escénico. A este sujeto es al que le corresponde vivir, como diría Symborska, una función sin ensayo, un cuerpo sin prueba. En el patio de butacas, a lo largo de toda la función, me pregunté con la poeta: “De qué va la obra, debo adivinarlo sobre el escenario”.
