Una noche de San Juan

Yo no te conozco, tú no me conoces a mí, pero desde esa noche no te pienso igual, quizá desde esa noche, tú me pienses más.

En ese momento te conocí lo suficiente, pero tú desconoces lo que pasó. Por eso, como epifanía de una realidad imprecisa, te escribo con el ahínco de quien llega, permanece un instante, e inmediatamente se va.

Soy, por cuántos ignoran mi existencia, el coincidir de un andar cotidiano. Soy, por cuántos conocen mis letras, un enigma convertido en revuelo.

Desde siempre, o quizá desde que lo recuerdo, gozo de la desafiante posibilidad de soñar. Mientras que otros solo visualizan imágenes del deseo inconsciente, de la frustrante alternativa de poder ser en dimensiones íntimas y propias; al soñar yo me permito observar y sentir. Un ejercicio tan propio como excitante, es como si al dormir me permitiese experimentar los deseos que se callan, de vivir la complicidad de un inconsciente que clama libertad.

Es como si en sueños el cuerpo se elevara a la frágil y sumisa dimensión de los sentidos. Al dormir reposa la extenuante existencia, pero las líneas viajeras de un delgado e inexperimentado cuerpo se avivan y tornan en permisivas sensaciones de placer.

Sueños inocuos que no guardan sentido lógico. Esa noche, por vez primera, apareciste tú; el escenario era tan real, pero el momento se debe solo a la ilusión de un sueño mundano. Días previos no te dejaba de pensar, creo que fue el inconsciente quien te llamó esa noche de San Juan.

Estábamos tú y yo sentados en una cama. Hablábamos de algo, no recuerdo de qué, pero entonces tus ojos me miraron con deseo. No con esa apetencia mórbida de dos cuerpos que se atraen, sino con unas tiernas y extenuantes ganas de empezarnos a sentir. La realidad es que fueron ínfimos segundos, aunque en cada uno de ellos parecía que ya te conocía.

Supongo que aquellos dos, siendo nosotros, éramos dos almas que se reconocieron fugazmente en una realidad alterna y se leyeron todas las intenciones.

Sentados entonces, en lo que parecía un lugar nuevo, hablábamos de algo y aunque no recuerdo de qué, parecía más un pretexto o un preámbulo perdido, lo verdaderamente importante es que yacíamos ahí. Parecía que siempre lo habíamos esperado, creo que tenía que ser así porque el momento era preciso y las ganas parecían incontrolables.

Nos sentamos y pronunciaste algunas palabras, asentí con la cabeza y continuaste la oración. Tú hablabas, aunque yo no te escuchaba, pues no podía ignorar la fuerza de tus ojos negros. Fruncías el ceño mientras yo me perdía y esa ceja pronunciada atrapó toda mi existencia.

Fue como si tus ojos expresaran más que una mirada atraída. Me decían «sé que quieres y que lo esperas también»; nunca nadie, en el mundo de los sentidos, me ha mirado así, pero esa noche me llamaste con la mirada y en complicidad te respondí.

El mensaje duró un segundo, pude sentir en ese breve instante lo que estabas sintiendo, pues al unísono la complicidad se apoderó de nosotros; no hizo falta que lo preguntaras y yo no tuve que responder, al cabo de un momento te aproximaste con arrebato y me obsequiaste una sensación que, imagino, nunca volveré a sentir.

Me besaste, pero no sentí un beso. Fue como si temblara algo dentro mío, en un éxtasis corpóreo, la fuerza de ese arrebato despertó mi cuerpo y mi mente, al calce del tacto nos seguimos besando, y en un suspiro precario… desperté.

Entre la conmoción de querer seguir soñando terminé de besarte esperando así despedirme. Me gustó saberte, me gustó conocerte, gocé imaginando la idea de nuestro encuentro. Y, aunque la aflicción de despertar y no querer hacerlo me conmovía toda, no podía dejar pasar lo que acaba de ocurrir.

La dicha, la sensación hecha líneas, toda yo vuelta felicidad, celebraba el debut de tu aparición en mis deseos. Me temía que se desvaneciera aquella nueva sensación, pues los sueños se disipan con los días. Conforme pasa el tiempo dejas de sentir la magia a la que te transportas al soñar. A mí la impresión de tus ganas me duró dos largos días, pero quizá el recuerdo lo cobije por siempre en mi memoria.

Tú no me conoces a mí, yo desde esa noche conozco una versión inexistente tuya. Quizá solo fue un negro y amorfo deseo, un sueño que no se repetirá jamás.

Todo esto, todo y nada, sucedió en una noche de San Juan.

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