Reposando en el encuentro entre la prensa y la cafeína, se encontraba Romina un jueves por la mañana. Romina soy yo, pero me refiero a ella en tercera persona. ¿Por qué? porque cuando pienso en ella no pienso en mí, me imagino un personaje diferente. Es más, a veces creo que soy solo una idea viviendo en los adentros de Romina. Además, me gusta verla, disfruto intentar descifrar lo que esconden sus ojos miel, su semblante fruncido y su desfigurada sonrisa. Cabe señalar que, no veo nada de eso, pero lo imagino bien. Ensueño su apariencia y me gusta pensarla con su mirada destellante, con su pensamiento afligido y con su silueta cansada.
Tenía nueve años cuando Romina se preguntó por primera vez “¿por qué estamos aquí?”, ese jueves sucedió por segunda ocasión, a sus treinta años. La misma pregunta, el mismo sentimiento, la misma imprecisión buscando respuesta. Veintiún años transcurrieron y en ellos, un sinnúmero de experiencias; apacibles, insólitas, desafiantes, imperdonables, otras intrascendentes. Pero aún con todas ellas, el porqué de la existencia seguía ocupando un enigmático y abrumador lugar en su pensamiento.
“Si no estuviéramos aquí seríamos nada”, la nada es nada, ni mucho ni poco, simplemente es… nada. Y entonces, Romina no sabía cómo traducir eso. ¿Existe otra palabra que recupere el sentido de la nada? Entonces, al pensar en ello, se disparaban cuestiones y sensaciones tales como líneas viajeras, sensores que transitaban sin detenerse, en su cuerpo delgado y frágil. Circuitos paralelos entre la sensación y la emoción.
¿Y entonces por qué estamos aquí? ¿se mofa alguien con nuestra existencia? ¿es acaso el experimento la infame justificación del oficio de vivir? ¿El poder perplejo y el sometimiento inmanente, son, por tanto, espectáculo de la vida? A los nueve y a los treinta años, Romina cerró los ojos, se imaginó el silencio acompañado del vacío, sintió paz. La “nada” se le parecía a la armonía, al equilibrio, a la tranquilidad. Deseó nunca irse de ese lugar. Añoró con todas sus fuerzas no abrir los ojos, no pensar, solo sentir. “Creo que sería mejor no existir, pues la intrascendencia del no ser después de la vida, no motiva la distracción y el sufrimiento de los años vividos”, concluyó.
El episodio que vivió en ese momento fue aún más completo que el primero. A los nueve años Romina no había experimentado el duelo, la muerte, el desamor, el fracaso, el vacío. A los nueve años, su única y real preocupación era explicar a sus compañeras del colegio las nuevas experiencias que vivía en la pre adolescencia. Sensores en su cuerpo, mismos que le generaban dolor, pero también placer. Dolor al sentir que sus pechos crecían, vivir el cómo su delgado cuerpo si bien no era más voluminoso, se expandía conforme pasaban los meses. Y placer, ella sentía placer al experimentar partes irreconocibles en la niñez, novedosas para su porvenir.
Tuvieron que transcurrir veintiún años para que, la pregunta prohibida, el momento desinteresado, la cuestión intrascendente, se presentara de nuevo, y con ella, una nueva dimensión de vacío se apoderaría de ella.
“Qué mundo tan extraño y tan rápido. Se te obliga a bailar en el reposo y a olvidar durante la añoranza. Qué mundo tan álgido. Ayer la sonrisa reposaba en una idea, ahora esa idea tiembla en las llanuras del sinsentido amoroso. Qué mundo tan injusto, tan terrible y cansado. De la fortuna hacemos todo esfuerzo y por el esfuerzo no nos importa morir”. Pensó Romina al disiparse la sensación de vacío y volver al trago de la prensa y a la lectura de la cafeína.
¿Acaso servirá de algo cuestionarse la razón de la existencia? Si al final lo más banal y cotidiano se apodera del ser, a tal grado, que dejamos de pensar en el infinito; y lo más limitado se vuelve lo único valioso de la realidad. Claro está que las letras de la prensa y el sorbo de la cafeína no propiciarían las preguntas a tales cuestionamientos, pero quizá disiparían la curiosidad, la intención y hasta la calma que deviene de todo obsoleto interés por profundizar en el ser. “Solo volviendo a la tranquilidad del enigma, se resolverá el presente”, pensó Romina. “Quizá solo logre obtener reposo cada vez que huyo a pensar en la nada, aunque eso suceda cada veintiún años”. Se dijo, mientras sorbía aquella adictiva sustancia de sus mañanas, las letras de la prensa.
Si el vacío es la ausencia de materia, y lo que se percibe y se siente es similar al vacío, entonces hay momentos de la existencia que también carecen de materia, y no sé si la zozobra habla por esa ausencia, pero ese vacío se siente profundo, y solamente preciso de algo, pensó Romina, “me gusta escapar”. El escape es ese inmarcesible ideal de paz, esa inefable curiosidad del alma joven, ante un mundo viejo y desventurado.
Acendrado vacío el de Romina aquella tarde. Palpó la nada, sin haberlo planeado, ya solo faltaban 21 años para volver a sentir esa paz.