El librero

Cerró el viejo tomo de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino con delicadeza y se lo entregó al librero. Imprimía a cada movimiento una solemnidad y un rigor que le dificultaban la operación, pero que le era necesario a fin de que no se notaran sus verdaderos sentimientos. Ya casi no comía, principalmente porque preparar cualquier cosa era un esfuerzo sobrehumano para sus viejos huesos y sus dientes aborrecían la dureza. A veces se lamentaba de haber abandonado la orden a una edad tan avanzada: a los ochenta y uno habría gozado de más atenciones y de una veneración incluso superior a aquella de la que ya había sido beneficiario diez años atrás, pero esas glorias eran vanas al lado de la renuncia que implicaba quedarse y comulgar con cosas que su propia consciencia le reprochaban. Prefirió entonces retirarse humildemente y consumir con precaución los pocos bienes que quedaban de alguna herencia familiar para evitarse la penosa obligación de actuar contrario a sus convicciones.

Además, que el retiro le ofrecía un buen final fiel a sus principios. Allí podía ser humilde hasta el extremo y podía escudriñar con disciplina hasta el último rincón de su biblioteca en la tranquila soledad que le brindaba la casita donde ahora tomaba refugio. El viejo y sus libros, no había mucho más que eso, eso era lo que quedaba del Padre Emilio.

Diez años habían sido suficientes para agotar cada página y consumir cada mueble de la casa, pues su edad no solo era un obstáculo para sus movimientos sino, además, un error de previsión: nadie que renuncia a todo en su vida después de los setenta años aspira vivir hasta más de los ochenta. Así que después de gastar el poco dinero que le habían dejado sus hermanos, muertos mucho más jóvenes, se había visto en la obligación de ir vendiéndolo todo para pagar el pan, por poco que fuera. Y de este modo fueron desapareciendo primero los sillones de la sala, la cama de huéspedes, la mesita de noche, las sillas del comedor y, al final, la propia mesa del comedor. De su casa quedaba solo una poltrona donde leía y el mueble donde guardaba los libros.

Puede decirse que amaba ese libro de Santo Tomás de Aquino porque él mismo se sentía un poco como el santo, alguien que había dedicado su vida enteramente a los libros. Vivir de este modo le agradaba y a veces deseaba no salir nunca de su casa, pero el vacío que habían dejado los muebles aumentaba el frío y por eso le era obligatorio levantarse cada día y caminar con un libro bajo el brazo hasta el Parque Obrero, donde se sentaba en una banca bajo el sol acariciador de la mañana a leer y a bendecir al mundo.

A veces conversaba con el hombre de los libros viejos, muchas veces había negociado con él alguna que otra lectura y habían logrado trabar esa amistad curiosa que entabla uno con su librero y que se basa, fundamentalmente, en lo emotivo que es reencontrarse con una obra que alguna vez uno leyó y de la que no conserva copia o con un libro del que los autores más queridos hablan, pero al que uno nunca había podido acceder. Esa amistad se volvió un poco más triste cuando los papeles se invirtieron y el Padre Emilio comenzó a caminar cada día con un libro bajo el brazo y con otro en la mano, para vender el segundo y continuar con la lectura del primero.

Así pasaron varios meses, en los que el padre vendía poco a poco su biblioteca, sufría un poco con la operación, pero la recibía como una prueba de humildad más alta que todas las demás. Su edad se oponía a que los conservara y aun así él la usaba de comodín para tranquilizarse. “Afortunadamente estoy muy viejo”, se decía, queriendo decir que lo más probable es que moriría, serenamente, antes de haber agotado la biblioteca. Sin embargo, los días pasaban y el hambre pasaba sus pequeñas pero constantes facturas y el pobre hombre se levantaba del sillón, escogía un libro y lo llevaba a su librero, así, uno a uno, hasta que llegó el día en que cerrando el libro de Santo Tomás se fue hacia su biblioteca y la encontró desierta. Lo miró con dulzura, como cuando uno se despide por última vez de un amigo entrañable y salió a la calle.

Se sentó en el banco para leerlo por última vez y al acercarse el medio día revisó las notas que había puesto allí cuando era un estudiante joven, detrás de la última página, con una caligrafía pulida, estaba anotada la frase con la que el propio Santo Tomás había dado por concluida su obra: “Después de lo que el Señor se dignó a revelarme el día de San Nicolás, todo lo que he escrito parece como paja para mí, y por eso no puedo escribir ya nada más”. Sonrió ante la revelación que presentía en esta frase, escrita hacía ya tantos años por él mismo y se acercó al librero para venderle el libro.

– Está en latín, padre, no le puedo dar mucho por él.

– Descuide, joven – respondió amablemente el viejo – puede darme cualquier cosa, yo no puedo leer ya nada más.

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