Despedida a una mascota: historia de un hombre y su sombra

A la memoria de Catalina: un año después.

En las afueras de un bar de Bello, un joven punkero, moreno y curiosamente vestido de la camiseta roja de un equipo de fútbol, sacó una moneda de doscientos y me la entregó. Se los había pedido porque me había comprado una cerveza de más que me había descuadrado el pasaje de regreso. Fue la primera y única vez que me ocurrió. Pedir dinero. Por haber descuadrado mis finanzas con una cerveza. A un punkero. No lo conocía sino de hacía unos treinta minutos atrás, justo allí, al frente del bar. Le agradecí y me despedí. Fui a pie al parque de Bello y allí tomé un bus azul. Pagué el pasaje.

Recuerdo que mi madre me había llamado. Debía irme temprano. Había habido una discusión familiar. Mi hermano había llevado una perrita y mi padre había dicho que no se le podía acercar y que, de hacerlo, entonces la mataría. 

Llegué a la avenida oriental y eché camino arriba, a pie, esperando que Medellín no me asaltara en el camino. Cinco minutos a pie. Paso a paso. Segundo a segundo. Al abrir la puerta, la familia estaba dispersa, separada como la distancia que hay en la noche de estrella a estrella.

─Madre, ¿dónde está? -le pregunté a mi madre.

─En la pieza de su hermano.

No me había quitado el bolso, aquel bolso gris con azul que estaba lleno de parches de tela con nombres de bandas. La luz estaba apagada, en la habitación oscura se entrometía la luz de la cocina. Al asomarme a la cama de mi hermano vi una cajita. Una cajita muy pequeña con las cuatro alas abiertas. De entre la caja se asomó una sombra. En realidad, una sombra pequeña. Una sombrita negra. Una sombrita con ojos oscuros, una sombrita con nariz húmeda, una sombrita con orejas gachas, una sombrita que cabía en las dos manos, una sombrita que tenía cuatro patas. Se levantó en las patitas traseras y asomó su cabecita junto a sus patas delanteras, como una niña que quiere que la carguen. Me dio miedo cargarla. Era tan diminuta que temía que de levantarla la pudiera lastimar. Insistió. Insistió. Insistió. Entonces, con el bolso todavía a mis espaldas  y el uniforme puesto la cargué.

Eras tú y esa fue la primera vez que te cargué. Eras muy suave y liviana, te sostuve unos segundos en mis brazos con esa delicadeza y miedo con que se cargan los seres pequeños, tiernos. Pude notar que no tenías cola, ¿quién te la había robado?  No pude entender porqué mi padre te había amenazado. No pude entender.

Mi hermano, tu amo, había hecho una lista de nombres femeninos el día anterior. Nos había preguntado nombres a todos. Y luego hizo su elección. Entre Alejandra, Camila, Carolina, Catalina, Cristina, Isabel, Laura, Luisa, Jimena, Natalia, Manuela, Sandra, Sara y quién sabe cuántos más, eligió Catalina. Su idea era comprarte para ponerte a criar y vender tus crías. Hacer dinero para esas cosas de la vida para las que se le necesita. Mi madre nunca lo dejó. Menos mal. Ese día había ido con una muchacha a una casa en Manrique donde te compró. Costaste doscientos mil y algo más. Mi hermano te eligió porque al llamar en son de juego a todos los perritos en la cajita donde estabas, fuiste la  que elevó la mirada con mayor vivacidad. Mi hermano te sacó de la caja. Pero fue la muchacha quien te cargó envuelta en su buzo hasta la casa. Ella hizo las veces de la cigüeña que trae a los niños. Desde entonces no volviste a ver a tus hermanos caninos. Los fueron comprando uno a uno, seguramente, como en aquella escena de Snoopy en que los cachorritos de beagle están tocando una canción del viejo oeste y van desapareciendo. Los instrumentos se van silenciando. Las manos de los compradores se los llevan y la manada, ansiosa, va viendo cómo los apartan y, a pesar de todo, siguen tocando. Al final solo toca el perrito más robusto de todos, unas manos lo levantan y su instrumento, una botella que  soplaba, cae al suelo y se queda sin cachorro que la ponga a sonar. En el capítulo, aquellos cachorros se reencuentran mucho tiempo después. Seguro que extrañaste tu familia, sobre todo los primeros días. Nunca los pudiste reencontrar. (Alguna vez ¿recuerdas? Al ver esa escena, que abrió la llave de mis lágrimas, detuve el vídeo. Te busqué. Me agaché y te di un beso en tu cabecita negra, aterciopelada).

Mi hermano, tu amo, te había adoptado para él. Pero ni él ni nosotros sabíamos que te había adoptado para todos. Entonces mi otro hermano y yo pasamos a ser tus tíos y mi madre fue tu abuela. Así fue como habíamos adoptado una sombra. Doce años atrás. Habíamos adoptado una sombra de carne y hueso. Una sombra de cuatro patas. Intercambiable y llena de gracia, de juego, de amor.

Te tomamos una foto cuando eras muy pequeña. Eras como un muñequito negro, de cuatro patas y hocico que cabía en las dos palmas de las manos de mi hermano. Por ese tiempo persistía en mí el miedo de cargarte y de que te me cayeras, mismo miedo que me da al levantar a los bebés, por eso evitaba hacerlo.

Te cargábamos en las piernas para que no vieras a mi padre. Te cargábamos en las piernas para que mi padre no te viera. Para que no te le acercaras. Para que no se te acercara. Para que no te pisara. Para que no consumara su amenaza. No podías ir a la sala cuando estaba él. Él no debía ir del zaguán hacia atrás, entonces volverías a las piernas, nuestras piernas. Tampoco podías asomarte a su cuarto. Te llamábamos «¡Catalina!» si te acercabas a la sala o a su cuarto y entonces regresabas con pasitos prontos, asustadizos. No entendías por qué. Cuando él no estaba en la casa era, en buena parte, la medida de tu libertad. Por eso te convertiste en su gárgola viva, en su vigía, en su centinela.

Tus ojos eran oscuros y planteaban preguntas a cada instante, como una niña curiosa. Tu mirada era noble, profunda y digna. «Hace falta mucha humanidad dentro para mirar como un perro», escribió uno de esos poetas de la prosa. Nadie humano mira así. Si lo permitíamos la luz azul en ellos sondeaba en nuestros ojos por los misterios de nuestras vidas, por los misterios de la existencia. ¿Qué encontrabas en nuestros adentros? ¿Algo digno que se pudiera destacar? Te quedabas mirándonos largos ratos, investigándonos. A veces parecías suplicando. ¿Qué nos suplicabas? ¿Compasión? ¿Humanidad? ¿Perrunidad?

A veces, cuando estabas sentada en tu casita verde, o en aquel colchón azul oscuro, te quedabas mirando al suelo. ¿Pensativa filosofabas en el absurdo en ladridos mentales? Orabas, tal vez. O recordabas otras vidas, esperando reencarnar. Entonces jugábamos contigo o te mimábamos y tu mirada era la del juego, una mirada vivaz, una mirada feliz. Y cuando te molestábamos demasiado tu mirada parecía querer mordernos; era la mirada acechadora de la fiera antes de la persecución y la mordedura en la yugular.

Dicen los científicos que los ojos de los caninos tienen en sus retinas más bastones que conos, y de estos últimos solo dos tipos de conos. Los primeros son las células encargadas de recibir la información del movimiento y de la visión en condiciones de poca luz. Los segundos son aquellas células que perciben la luz y por eso no pueden percibir algunas combinaciones de colores como las percibimos nosotros. En las imágenes que se hallan en Internet se ilustra cómo sería la visión canina: es opaca, con tonos amarillosos y azulosos pálidos. Pero estoy seguro que cuando nos veías te ponías tan feliz como cuando una pequeña ve, por primera vez, en un atardecer un arco iris o ve nacer de su aliento una iridiscente pompa de jabón. El brillo de tu alegría en tus ojos nos lo decía.

Te mantenías mirando al suelo, inspeccionándolo, buscando con la curiosidad de tu nariz. Pero cómo te gustaba asomarte por las ventanas y balcones. Te subíamos a la presidiaria ventana de tu primera casa y allí veías la ciudad en su nube de smog, opaca, y las nubes y los transeúntes a los que intentabas morder, a veces, cuando pasaban por la misma acera, entonces te conformabas con ladrarles para asustarlos, ¿a cuántos transeúntes asustaste en aquella ventana? ¡y cómo te esquivaban! Más de uno se llevaba el susto y se separaba de golpe de la ventana, temeroso. También te asomabas a los balcones a vigilar lo que ocurría en las cuadras. No te gustaba que se acercara la gente, sobre todo los niños, los hombres andrajosos o con bultos, y tampoco te gustaba que se acercaran otros perros. Entonces desesperabas ladrando, que ladrabas duro como si fueras una perra  grande, y querías aventarte por el balcón a morderlos y comerlos vivos.

Lamías y mordías, mordías y lamías. Un oso pardo de peluche, una vaca de peluche hasta destrozarle las ubres, pobre vaquita. Pelotas negras, verdes, rojas. Huesos de carnaza, pequeños, grandes; todos ellos blancos. Las manos de tu amo o de tu tío o las mías. Las falanges, las falanginas y las falangetas con cariño hasta triturarlas de tanto morder. Con furia salvaje hasta hacer sangrar las manos para después lamerlas, pidiendo perdón. Mordías los pantalones para evitar que nos fuéramos, que saliéramos, siempre querías estar a nuestro lado como una sombra. Me mordías la cabeza con un amor furioso, tierno y salvaje y me hacías reír, a veces con nervios. Y entonces quería morderte la cabeza, pero me daba miedo de que no entendieras que era un juego y me mordieras con furia verdadera.

Una noche, el año pasado, tu abuela había traído unas bombas para hacer unas artesanías. Tu abuela y yo dejamos una inflada para ponerte a jugar, mientras te poníamos atención, que no te fueras a ahogar. La bomba era roja y contrastaba llamativamente con tu color negro, como la bandera del anarquismo. La soltamos en mi cama y te pusiste a jugar. La sacudías y la sacudías con tu nariz. La tirabas de un lado y la tirabas para el otro. En algún instante la capturaste y le pegaste un mordisco, entonces estalló. Tú saliste corriendo, asustada, mientras nosotros, medio crueles, estallamos de la risa.

Como los niños muy pequeños casi todo te lo querías llevar a la boca… Comías almendras, arvejas crudas (jugabas con ellas a hacerlas rodar antes de ponerles fin devorándolas, como a veces juegan las fieras con sus presas antes del festín), banano, coco, fresa, guanábana, maní, mango, manzana, papaya, pera, sandía y uvas dulces. Nada de ácidos porque te podían hacer daño, decían los veterinarios. Te gustaban los dulces, las galletas de frutos secos y las tortas que hacía tu abuela. Te gustaba diciembre como a los demás porque entonces comías natilla y buñuelos. Cuando estabas desganada tu abuela te daba una sopa de pollo simple, pálida, pero te gustaba tanto que te la comías en un santiamén, el problema era que después no querías volver a comer tu purina. Siempre fuiste caprichosa y preferías otras comidas a tu purina, por eso te dábamos comida porque pensábamos en lo monótono que debías sentir al comer día a día el mismo sabor. Una vez tu tío te encontró temblando como si estuvieras enferma y descubrió, cuando iba a tomar la avena fría que había dejado en el suelo, que te la habías tomado tú. Temblabas del frío también cuando comías gelatina y luego te acobijaba para que no te congelaras. Pero a pesar del frío que te daba  nunca la dejaste de comer. Eras un pozo sin fondo al comer, como Mordelón, la mascota de Leela en Futurama. ¿A dónde iba a parar tanta comida si eras tan pequeña? ¿Y por qué, de tanto en tanto, te detenías en medio de una comida como si estuvieras pensando? ¿De qué te acordabas al comer? ¿En otra vida aguantaste tanta hambre que agradecías el bocado de comida?

Tu amo y yo coincidíamos en que olías a esos snack de maíz crujiente con sal y limón… ¿A qué te olíamos nosotros? El mundo era un mapa de olores y tu curiosidad e intuición estaban en tu nariz. El olfato era la mirada clarividente de tu alma. ¿De qué colores se veía el mundo en tu olfato? ¿A qué olía la luna? ¿A qué las estrellas? ¿Era la luz del sol un delicioso incienso de canela? Sabías cuando iba a venir tu amo o tu tío. Oliendo, olfateando… Te lo olías en el aire y en la conversación de tu abuela con tu tío o con tu amo. Tu nariz que olía, olía y olía te llevaba a rincones insospechados. Dime qué descubrías debajo de las camas, cuéntame, qué mundos había debajo de las camas que te quedabas tanto allí explorando los universos… Y salías dos o tres minutos después de haber explorado aquellos olores en la penumbra. ¿Qué olores hallabas cuando explorabas, como una niña que juega con una lupa en las zonas verdes, entre los bichos, todavía más pequeños que tú? Clavabas tu nariz como si martillaras en las camas, después de raspar con tus garras, buscando algún olor extraño en los adentros del colchón ¿qué piedra preciosa de olor habían dejado allí los colchoneros para que la buscaras tanto? No tuviste ocasión casi de olfatear a otros perros, otros traseros porque tu saludo era ladrarles hasta morderlos con tu ladrido y si se acercaban los intentabas canibalizar crudos. Los perros, mucho más grandes que tú, salían huyendo de ti…

Sabías que tu amo o tu tío venían en camino solo con escuchar a tu abuela hablar por el teléfono. No sé qué patrón de comportamiento lograste hallar, pero después de que tu abuela colgaba, tú te ponías a la expectativa vigilando las escaleras que daban a la calle y también estabas expectante con el sonido de los carros que pasaban. Sin embargo, en muchas ocasiones tu amo y tu tío no daban ningún aviso y quince o diez minutos antes de que llegaran, tú ya sabías que venían: estabas esperando y entonces llegaban. ¿Era la intuición en tu nariz? ¿Tu nariz era el equivalente canino al chakra ajna que en las personas se ubica en el entrecejo, aquel de la clarividencia, de la percepción extrasensorial?

Las orejas eran el semáforo de tu estado de ánimo: cuando estabas alerta eran completamente erguidas;  cuando estabas tranquila tus orejas estaban levemente erectas y una de las dos se caía, como aperezada; cuando estabas furiosa se peinaban, muy gachas, hacia atrás y entonces tu pelaje se erizaba, querías destrozar; y cuando estabas muy feliz también se alisaban un poco hacia atrás, pero sin que se erizara tu pelaje… Tus orejas caídas se vinieron a erguir en tu falsa adultez y en tu falsa vejez, como si un llamado muy lejano del destino te hubiera hecho una advertencia constante. Siempre estabas ahí cuando crujía una bolsa de parva, de mecato o cuando se destapaba un plástico quebradizo. Entendías el español y el silbido destemplado que había inventado tu otro tío y yo, el mismo que, a veces, también habla tu abuela. Y entendías que cuando chasqueaba los dedos  debías venir. Entonces celebraba el hecho cotidiano de que llegaras. Te chasqueaba los dedos seguido y te hablaba tiernamente como a una niña, y te ponías a dar vueltas y a saltar. A veces te dábamos algo para que tu llegada no fuera en vano. No podías escuchar la palabra «pancito» porque enloquecías, bajabas las escaleras como un tren y te ibas, rauda, a la cocina por tu pedazo de pan. Tampoco podías escuchar la palabra «Comotú», aquel nombre de perrito de la calle que te ponía celosa porque cuando tu abuela lo decía, llegaba él y le daba un poco de comida y te lo querías canibalizar. Siempre te ponías furiosa y a ladrar de solo oír  ese nombre. Tu abuela tampoco podía decirle a tu amo que «fuera a la universidad» entonces le ladrabas hasta que te agotabas… No querías que tu amo se levantara y se fuera para dejarte sola.

De pequeña eras una manchita de cuatro patas y una pequeña cabeza que cabía entre las  manos, al crecer cabías todavía entre los brazos… Hay una foto, extraviada, en que tu otro tío te está cargando así como si fueras un peluche en miniatura, un regalo al encuadre de la cámara.

De tanto acariciarte, tu pelaje me parecía cada vez más suave y me recordabas la pana, aunque sé que no  eras tan suave. Creo que se debe también a que una vez bajo los efectos del ácido lisérgico te tenía entre mis piernas y al acariciarte sentí que eras lo más suave que podía haber en el mundo. Y eras más suave sobre todo en tu pecho, en ese pequeño pecho donde latía, cual un reloj de amor, tu corazón… Por eso eran tan agradables tus abrazos. Eran cálidos y graciosos. Tu amo te enseñó a abrazar, ¿recuerdas? Entonces te subías a las sillas y te estirabas en las patas traseras y levantabas tus garras delanteras a lado y lado del cuello, juntando tu cabeza por un lado con la cara del abrazado. A veces nos abrazabas en las camas y entonces no ponías la cabeza a un lado, sino encima y se sentía tu corazón, caluroso, agitado de tanto amor, y ponías tu hocico, sinvergüenza, encima de nuestras bocas. Tus garritas, sin querer, nos rasgaban en el cuello cuando en realidad nos querían acariciar. A veces antes o después de esos abrazos te sentabas como aquella Gran Esfinge de Guiza, con tus patas delanteras extendidas y recogidas las de atrás. Hay una foto así en la sala de tu primera casa, tienes las orejas medio levantadas y tu amo -en realidad tú parecías su dueña- te observaba, con cariño, recostado en una poltrona café de tapizado azul índigo.

Eras negra como un trocito de carbón, de noche, de obsidiana y cuando se te tomaban  fotos en la sombra a veces ni siquiera se distinguían tus ojos azules oscuros como un cielo nocturno. Eras una sombra con pintas pardas en tu pecho, en tu hocico y en tus patas. No te gustaban que te recortaran las uñas porque de vez en cuando te lastimabas cuando te lo hacían. Se te dejó de cortarlas y con el tiempo se volvían tan largas que cuando andabas tintineaban en el suelo de cerámica. Ya sabíamos que ibas a bajar porque desde el piso de abajo se oían correr a aquellos pasos tintineantes. Fue entonces cuando cogiste aquel vicio de mordértelas para recortarlas. Curioso: en tu juventud nunca te gustó que te tocaran las patas y sus garritas. Mordías a todo aquel que lo intentara, aun si fuera tu amo; pero al hacerte «mayor», te volviste más serena y te las dejabas tocar.

¿Recordabas? ¿Pensabas? Alguna vez tu tío nos tomó una foto a ti y a mí en la sala de estudio de tu primera casa. Yo acababa de tomarles fotos a ti y a él…. Te puse encima de mí, en la espalda, sobre mi hombro izquierdo. Recuerdo que yo llevaba puesta una camiseta blanca de mangas amarillas. Tú te echaste allí, como si fueras un loro y tanto te quedaste ahí, sobre mí, que te pusiste pensativa. Entonces yo me puse a observarte. Casi estoy seguro de que pensabas. Te quedaste tan absorta. En ese momento, tu tío nos tomó aquella linda foto en que  te miro como si tratara de adivinar tus pensamientos perrunos.

Nunca necesitaste aprender a escribir. Nunca necesitaste aprender a hablar. Tus indicaciones siempre fueron exactas, precisas y entendíamos tu lenguaje perruno. Y sin embargo, te hablábamos y entendías nuestras palabras como nuestro lenguaje no verbal. A diferencia de mí, no necesitabas leer, ¿pero cuántos libros leí contigo a mi lado o cargándote en mis piernas? ¿y cuántos libros escuchaste por ese vicio mío de leer a veces en voz alta o escuchar audiolibros? Sé que no necesitabas escuchar historias, pero quisiera preguntarte: ¿te gustó alguna? Te importaban un carajo los artilugios intelectuales y no necesitabas estudiar. No necesitabas saber de filosofía. Al carajo con Sócrates, Platón y Aristóteles, si te hubieran venido a filosofar seguramente les hubieras rasgado las vanas túnicas del intelecto. Y si quizás hubieras necesitado una filosofía, hubiera sido la filosofía cínica, la de Antístenes, Crates, Diógenes, Hiparquía, Metrocles y Menipo, basada más en lo práctico que en la especulación racional. Sin embargo, también los hubieras mordido, odiabas a muerte los andrajosos. No necesitabas saber de la administración, de la antropología, de las ciencias políticas, de las ciencias de la información, de la contaduría, del derecho, de la economía, de la geografía, de la historia, de la pedagogía, de la psicología, de la sociología. No necesitabas saber de la astronomía, de la biología, de la física, de la geología, de las matemáticas, de la química. No necesitabas saber de la ingeniería, ni de la medicina. No necesitabas saber de teoría del conocimiento. No necesitabas saber las estúpidas y complicadas normas Apa de citación. No necesitabas saber cosas para presumir que las sabías. No necesitabas la hora, vivías en un presente continuo sin segundos, sin minutos, sin horas, casi cercano a la eternidad. Tampoco necesitabas trabajar. Amabas. Contemplabas. Jugabas. Directamente. En el presente. Con esa presencia tuya tan sutil… Cata, ¿te gustaba la música que te ponía?

Tu vida era simple: comer, beber, descansar, dormir, hacer tus necesidades, ladrar, jugar, morder, tomar el sol y lo más importante… Brindar amor. Tus propiedades eran pocas, unas cuantas cobijas, un par de cojines, juguetes y comida.

A veces, en la noche, te veíamos soñar… Movías tus ojos y tus patas y dabas pequeños chillidos o semiladridos, entonces sabíamos que estabas ladrando para tus adentros, en tus sueños perrunos, ¿con qué soñabas? ¿A qué niño u hombre mal vestido y con costales al hombro mordías en sueños?

Alguna vez soñé que estábamos en tu primer casa y aparecieron unas hormigas que se hacían cada vez más grandes. No sé de dónde salían… Eran de esas hormigas negras de cabeza roja que pican fuerte y me asustaban, temía que me picaran y te protegía en mis brazos para que tampoco lo hicieran contigo. Al final del sueño, las hormigas eran más grandes que tú y ya no temía tanto que nos picaran sino que nos devoraran a los dos.

La gran gracia de los animales es que nunca se vuelven adultos o al menos conservan gran parte de la gracia de su infancia; a pesar de tus doce años nunca dejaste de ser una cachorra, nunca dejaste de jugar, morder, corretear. Por eso los animales se nos hacen tan graciosos, tiernos y juguetones. Nos hacen recuperar la infancia. Las crías de humano devienen física y mentalmente en adultos… Degradándose quizás.

¿Cuál era el sentido de tu vida? La locura del juego, la sinrazón del ladrido y la entrega del amor.

Entendías aquel lenguaje de silbidos que inventamos tu tío y yo, aquel lenguaje que también habla tu abuela. Te llamábamos por él y venías. Eras «Catalina» cuando te regañábamos o estábamos serios. Eras «Cata» en la cotidianidad de cuatro patas. Eras «Tata» todavía más mimada. Eras «Tatica» en una máxima expresión de la ternura. Eras «negra» cuando eras toda oscuridad y no se te veían los ojos. Eras «cabrito» cuando te daba el ataque de los brincos. Eras «diablito» cuando te poseía un demonio de Tazmania. Eras «murciélago» cuando me quería reír de tu belleza. Eras «gato» cuando remolineabas entre mis piernas dibujando ochos e infinitos. Eras «ratón» cuando descubríamos tu talento de roedor. Eras «conejo» cuando parecías un poco más de algodón. Eras «perro» cuando prescindíamos de tu sexo. Eras «perrito» en silbidos cuando nos parecías más tierna. Eras «silbido de perro» cuando tu presencia nos parecía  todavía más sutil. Eras «hocico de perro» cuando nos parecía que tu hocico era más grande que tú. Eras «burro» cuando levantabas tus orejas, expectante, como un Platero en singular, como un platero en plural. Eras «burritos» cuando veíamos con cariño tus orejas levantadas, Plateros en miniatura. Eras «vaquita» cuando descubrimos tu vocación de ternera. Eras «una cosita linda» cuando te queríamos consentir. Eras «cosa fea» y «una porquería» cuando, al molestar, nos cansábamos de decirte cosas bellas. Eras la «fiscalía» cuando te ibas detrás de alguno a investigar qué iba a hacer. Eras «bichito», cuando nos parecías mucho más pequeña de lo que eras en realidad. Eras «rasca-huele» cuando raspabas con tus garritas una sábana, un cojín o unas cobijas y luego olías como si hubiera un tesoro escondido allí debajo. Eras «mundo malo» cuando te «portabas mal». Eras «Nina» cuando nos parecías una niña. Y eras «Nina, no» cuando había que detenerte porque ya ibas a romper las sábanas, el cojín o las cobijas. Eras «mami»  y eras «mi muñeca» en la boca de tu abuela. Todos tus nombres eran sinónimo del amor, de la alegría, de la felicidad, del juego y del mordisco.

Odiabas a los niños, como si fueran muñecos feos, y siempre que veías uno te lo querías comer vivo. Odiabas los muñecos como si fueran niños feos. Te enojabas cuando te decían «Caballito», entonces te ponías brava, mostrabas los dientes y lanzabas mordiscos a las manos, a las piernas. Algunas personas no lo creían y probaban a decirte aquel apodo y lo dejaban de decir cuando te veían tan furiosa que temían uno de tus terribles mordiscos. Odiabas que tu abuela llamara a mi hermano para «ir a la universidad» entonces le ladrabas y te ponías furiosa; sabías que se levantaría y se tendría que ir. Te enojabas cuando, de lejos, te mostraba el índice y el dedo medio, moviéndolos como si fueran tijeras, entonces mostrabas tus dientes y, de continuar, te lanzabas al ataque con mordiscos y ladridos. Odiabas las moscas y las cazabas en pleno vuelo como un sapo, luego las vomitabas asqueada.

Te molestaba que tu abuela me tronara los dedos y mucho más cuando yo, para ponerte atenta, me quejaba. Le ladrabas y la intentabas morder. Pensabas que eso me hacía daño. Pensabas que me dolía demasiado. Te molestaban los juegos de manos y te ibas en contra, justa, del que tenía las de ganar. Tu amo no podía señalar a alguien y decirle «gosero» (sobre todo cuando decía «belita gosera»), entonces te enfurecías y buscabas morder. Y te molestaba que pusieran las manos y las movieran bajo los tendidos de las camas: raspabas, las intentabas morder. Tampoco se podían poner las manos al revés y moverlas, te parecían maravillosamente mordisqueables.

Te paseábamos sin bozal, aunque eras terriblemente peligrosa.

Te molestaba la cámara fotográfica, sobre todo cuando estaba cerca. Te ponías nerviosa y mirabas a otro lado, como las personas a las que nos molestan las fotos. ¡Pero eras maravillosamente fotogénica! Te tomamos fotos porque sí y porque no. Quedaste en centenares de fotos. Tienes fotos en la casa. Tienes fotos en los pueblos. Tienes fotos con tu abuela. Tienes fotos con tu tío. Tienes fotos con tu amo.  Y tienes fotos conmigo. Hay una foto de aquella vez en que tu tío y yo fuimos a visitar el cementerio donde reposa nuestro abuelo. Luego de ir al cementerio, fuimos a una montaña desde donde se divisaba la salida de Dabeiba hacia Urabá, sitio donde el viento es indomable y ventea, ventea, ventea… Quedaste en una foto conmigo allí, estabas en primer plano y yo atrás, pareces más grande de lo que eras, como si fueras un rottweiler, dejaste la lengua afuera, porque hacía calor, y parecías sonriendo, yo te sostenía de la cinta extensible que iba atada a tu arnés azul, sostenía mis gafas en la mano derecha y tenía la boca también entreabierta. Tienes tantas fotos con tu abuela como fotos le sacaba a ella en los paseos cuando íbamos contigo. En Concepción, en Dabeiba, en Guatapé, en Medellín, en Sonsón, en Urabá y en el mar, que no te gustaba, como a mí. Y quedaste también en aquella foto para la cual la familia se reencontró porque mi padre necesitaba una foto familiar. Fue en el portón de una finca, estabas a la izquierda y a tu derecha estaba tu amo con las manos en los bolsillos, tu tío abrazaba a tu abuela y mi padre estaba al lado de ella y yo estaba, al final del lado derecho. En algún momento todos cambiamos de posición y tú seguiste allí, amarrada al portón con tu arnés fucsia ¿por qué no te cambiamos de lugar? Tienes una foto en el balcón de tu última casa, la casa que tanto amaste, que te amaba a ti, guardiana, te estás asoleando sobre un colchón negro, uno de los que tantos tuviste, que estaba puesto en el paredón que daba al techo del segundo piso, tenías la oreja derecha gacha y la izquierda elevada, te mirabas tus garritas y parecías triste -tu abuela también coincide-, ¿es que te dolían tus patitas? Y tienes videos. Muchos videos, pero el más gracioso de todos es aquel en el que te pusiste a jugar con una bomba roja en mi cama, la levantabas con tu hocico sin saber del riesgo y la empujabas con tus patas como si la bomba resistiera esos juegos hasta que la cazaste y la arrinconaste y allí, en el rincón, contra la pared, le pegaste el mordisco que la hizo estallar: ¡pap! Entonces saliste corriendo con cuatro patas asustadas.

Te soportaba lo que no le tolero a ningún ser humano: que me interrumpieras el sueño en la noche. Hubo un tiempo después de tu cirugía de la matriz en que te puse a dormir temporalmente conmigo, entonces te acostaba en mi cama, en el rincón contra la pared y yo quedaba en el rincón del vacío. A media noche, sin vergüenza, estirabas tus patitas hasta casi sacarme de la cama y a veces me descubría justo al borde del vacío y allí me quedaba sin poder dormir porque no debía moverte por temor a lastimarte. Cuando te recuperaste te dejé durmiendo en mi habitación y cuando te levantabas en la noche, raspabas al borde de mi cama, me despertabas, pequeña descarada, para que te fuera acobijar y a veces llegaste a ladrarme cuando veías que no reaccionaba con celeridad. Entonces me despertaba y veía tu carita y tus patitas tan cerca que me hacía gracia. Me levantaba a acobijarte, dulce malcriada. Cuando tuve que desplazarte de mi habitación porque en ocasiones tu pelo me daba alergia, escuchaba, a lo lejos, entre sueños, que raspabas en la habitación de tu amo. De vez en cuando ladrabas y yo me levantaba. Era que necesitabas ir a evacuar la vejiga o simplemente necesitabas que te fuera a acobijar. Me recibías con la danza de la alegría y te acercabas al cojín y la cobija donde dormías. Entonces yo entendía… Había que acobijarte. Los últimos días, ¿recuerdas? Tu abuela te dejaba la puerta abierta para que no te pusieras a rasparla, que era tu forma perruna de tocar las puertas. En ocasiones tocabas mi puerta para que fuera, sí, para que te fuera a acobijar. Pero, qué curioso, me tenías condicionado a mí, solo a mí y solamente a mí; nunca raspabas otra puerta, solo la mía. Y entonces iba, servidor, a hacer lo que me pedías porque era de madrugada y hacía frío, esos fríos que no estabas dispuesta a soportar sabiendo que podías pedirme -exigirme- que te podía acobijar.

También te soportaba lo que a pocos: que me interrumpieras lecturas y escritura, para que pidieras que te fuera a acobijar o pasar un cojín a aquellos rincones estratégicos de la casa en los cuales se filtraba el sol. Fuera al patio, fuera al balcón del segundo piso, fuera a las escalas del segundo al tercer piso o fuera al balcón del tercero o fuera cerca al balcón. Todos los días te querías asolear, era una ley. No te podía faltar la vitamina D. Y la segunda ley era que no podías sentir frío. Mucho menos aquellos días grises en que no salía el sol o en aquellos en que la lluvia tocaba su canción en el tejado. Había que dejar a Beckett, a Chéjov, a Borges, a Pessoa, a Papini, a Manganelli, a Tolstoi o al bobo que fuera, qué te importaba. Había que dejar el aforismo, el cuento o el poema incompleto. Tenía que irte a acobijar o a poner el cojín en el sol. A veces me mostraba indiferente y desesperabas y ladrabas, ladrabas, ladrabas y te regañaba, llamándote por el nombre completo. «¡Catalina!». Te acostabas en silencio, resignada. Pero a los segundos te levantabas y volvías a ladrar. No estaba dispuesto a soportar tus ladridos porque me desespera el ruido. Ya lo sabías y por eso lo hacías. Tenía que irte a acobijar, a poner el cojín en el sol.

Cuando había que ponerte el cojín, me indicabas el sitio dónde debía hacerlo. Entonces te quedabas en el sitio exacto ladrando o me seguías hasta ver el cojín en mis manos y luego ibas adelante quedándote en aquel lugar donde lo querías. También me ladrabas para que te abriera el balcón… Te aburrías de estar adentro, deseabas mirar a ver quién pasaba, a ver a quién le podías ladrar.

Creo que me buscabas porque nadie te acobijaba como yo. Más que acobijarte, te envolvía entre cobijas de amor. Me gustaba tanto acobijarte, entre la cobija gigante que doblaba en cuatro, ¿recuerdas? A veces después de envuelta te daba un beso en la cabeza, arriba de los ojos para que sintieras más calor allí, porque si bien te gustaba estar muy acobijada,  siempre te gustaba tener la cabeza un poco descubierta. Entonces dormías con tu hocico medio afuera… Tan parecido a esa manera en que duermo yo.

Creo, pensándolo bien, que yo no era tu amo; era tu servidor.

Sabías cuándo había que irse a acostar. Cuando se apagaban todas las luces y no quedaba más nadie en el segundo piso, salías detrás, de tu abuela o de mí… O cuando me despedía, si había alguien, y te decía «venga pues», venías…

Tu abuela te perseguía, por las escalas, correteando por detrás para molestarte y cuando llegabas a mi lado te sentías segura y te defendías con ladridos y amenazas de mordiscos.

Nunca nadie se alegraba tanto de verme vivo al despertar o de verme de regreso, aunque llegara muy tarde. Quizás pensabas que todo moría al dormir en la noche, que todo desaparecía y por eso era una gran sorpresa volverme a ver. Igual ocurría con tu tío y con tu amo, no tanto con tu abuela. Entonces te ponías a bailar aquella danza ritual, amorosa, de la alegría, de agradecimiento, de saberme vivo cuando muchas veces ni yo mismo agradecía ese hecho e incluso lo llegaba a lamentar. Esa danza tuya de remolinos, infinitos, ochos, saltos y morisquetas al despertar o al regresar no sabes cómo me alegraba los días. Era la mejor de las bienvenidas.

Sí, seguramente, creías también que al irnos desaparecíamos. Era tan grande tu amor. Por eso nos ladrabas, antes de irnos, advertencias del riesgo de desaparición. Por eso nos mordías los zapatos. Por eso nos intentabas morder las manos. No debíamos salir. Si por ti hubiera sido habrías estado pegada de todos y cada uno. O nos hubieras tenido prohibido el hecho de salir. Te quedabas ladrando. Te quedabas ladrando triste. Y a veces ladrabas llorando o llorabas ladrando, nos lo decían los vecinos, en la primera casa, en la segunda casa y en la última casa también. Sí, por eso era tanta la alegría cuando nos veías regresar. El cielo se despejaba para ti y aparecíamos.

Alguna vez, al llegar te hice el gesto del índice sobre los labios y entendiste que cuando lo hiciera había que hacer silencio. En otras ocasiones, extendía los brazos hacia arriba y me acercaba en cámara lenta. Dejabas de ladrar al instante. Me acercaba suavemente y te quedabas como congelada, jugando, e inclinabas la cabeza y dabas una vuelta sobre sí, leeentaaameeenteee, y al aproximarme bajabas más la cabeza, buscando una caricia. A veces levantabas una patica, querías caricias en los muslos.

Era inútil llegar a escondérsele a tu abuela. Tú descubrías el escondite, sin importar si ya estabas en la casa o si ella te estaba paseando por casualidad.

Nunca me gustó castigarte cuando hacías lo «indebido». Y cuando estabas castigada te contemplaba un poco a escondidas. Cuando te prohibían algunas comidas porque dejabas de comer tu purina se me olvidaba la prohibición y te daba, por desliz voluntario o involuntario, eso que se te estaba prohibido. De vez en cuando te di palmadas en los muslos, tan suaves que seguramente te reías de ellas como las niñas cuando los padres las castigan tan suave que parecen hacer el mero ademán, la mímica.

Eras agua. Eras tierra. Eras aire. Eras fuego. Eras viento. Eras sol. Eras hoja de árbol floreciente. Eras retoño de flor. Eras maní. Eras nuez. Eras granola. Eras naranja. Eras banano. Eras guanábana. Eras mango. Eras uva. Eras papaya. Eras sandía. Eras fresa. Eras coco. Eras manzana. Eras pera. Eras ladrido. Eras mordisco. Eras pereza. Eras sueño. Eras correteos. Eras danza de alegría. Eras juego. Eras el presente. Eras el aquí y eras el ahora.

Eres alegría. Eres amor. Eres recuerdo. Eres ternura. Eres semilla.

Cuando sonreías temíamos, a veces, que nos ibas a morder. Había la sonrisa sádica de cuando estabas iracunda. Había la sonrisa graciosa de lengua asomada cuando estabas cansada. Achinabas los ojos hasta casi apagarlos cuando le sonreías al sol.

En los viajes en carro, pequeña consentida, te gustaba ir adelante, en los brazos de quien iba adelante, nunca atrás, nunca. Como una niña que le gusta ir al lado de la ventana, a ti te gustaba el panorámico.

Dañabas los huesos pequeños el mismo día que se te entregaban. Los grandes te duraban mucho más. Amabas los muñecos chillones y tuviste un pollo, un cerdo y otros más pequeños. Una vez tu abuela te había sacado y regresaban de la calle. La hija de una vecina jugaba con un muñeco chillón. Entonces en vez de seguir el camino a la casa, tu casa, te infiltraste a la casa vecina y la niña se puso a gritar pensando que la ibas a morder. Tu abuela hizo maromas para traerte y explicarles a la niña y a su madre que también tú tenías dos muñecos chillones. Nunca te cansaron los juguetes. Nunca dejaste de ser niña. Nunca.

En la segunda casa, tu tío había conseguido un cojín morado y lo había puesto en la silla de su escritorio para sentarse en él. De vez en cuando, tú te sentabas en aquella silla donde lo había puesto. Un día tuviste el atrevimiento de bajar, con tu hocico, aquel cojín morado para echarte en él. Desde entonces el cojín morado pasó a ser de tu propiedad. No se presentaron demandas ni denuncias por robo. Quedaste impune, ¿es que acaso pensabas que los cojines los son de quien se acuesta en ellos? ¡Y ay de quién te intentara levantar de ellos! Entonces había ladridos, mordiscos, manos lastimadas y gotas de sangre.

Te gustaba guarecerte en las camisetas, buzos y chaquetas. Con los buzos y chaquetas había que abrirte el cierre para que te metieras, una vez estabas adentro, el cierre se subía y te quedabas encerrada. Te quedabas quieta ratos y ratos. A veces buscabas el cuello y por allí te asomabas para estirarte. Entonces sabíamos que te querías bajar.

Los animales no envejecen. Se quedan en una infancia que los llena toda la vida de gracia. O la conservan mucho más que nosotros. Ya lo había dicho. Ya lo había escrito. La eternidad se acaricia no con la eterna juventud, sino con la eterna infancia. Por eso sí que menos pensamos en tu vejez. Pero algunos de tus vellitos se decoloraron, se volvieron blancos. Te salían canas debajo del hocico. Te salían canas en la parte superior de la cabeza, blancura de los años. Te salían canas en las paticas. Te salían canas… Y tú seguías jugando, seguías siendo inquieta, era casi imposible pensar que eras una «viejita», esa palabra no te quedaba. Me parecieron más naturales mis canas a los veintiocho. Me parecía más natural mi ancianidad prematura.

La vida se ensaña contra la vida misma. La vida se suicida. En las lágrimas de una vaca antes de ir al matadero. En la tristeza de un ternero huérfano. En la tortura de un pájaro de ala herida. En la lombriz que un niño destripa jugando…Y la sangre se derrama o se detiene. Los ojos enceguecen. La boca deja de comer, de respirar. Los hocicos dejan de respirar. Las narices se secan. Los corazones se marchitan. Los pulmones se hacen pesados, dejan de respirar. Los pies se arrastran, dejan de andar. Las garras se estiran, dejan de agarrar. El universo es inmoral. Por el dolor. Por el sufrimiento. Por el dolor de los niños. Por el dolor de los animales. Por el dolor de las plantas. Por el dolor de los insectos… El universo es un grito, un alarido, un llanto que se renueva con la procreación para que continúe la música herida de su sadismo.

El nacimiento es el inicio del dolor, el envejecimiento es dolor, el enfermar es dolor, el morir es dolor. El dolor se renueva con cada unión. ¿Quién es el culpable del dolor? ¿El apego? ¿El placer? ¿Dios? ¿La vida? ¿La sensibilidad? ¿No es la vida? La vida, dolorosa, se renueva, sádica, en un instante de placer… La vida, culpable del dolor, es la capacidad de sentir, es decir, de sufrir y está más vivo quien puede sentir más, quien puede sufrir más. Vive más intensamente aquel que está herido de muerte. Experimenta con más conciencia -sufrimiento- cada segundo, cada microsegundo. Agonizar es vivir  y quien vive, agoniza, sin saberlo. Ay, de quien es consciente de que a cada instante agoniza. Vive despidiéndose a cada instante de la vida con pañuelos blancos como adioses constantes.

Hacía cuatro años enfermaste. Al tomarte desde abajo cuando te íbamos a cargar, chillabas y un día orinaste sangre. Tu abuela, sola, corrió contigo, como corría con tus tíos cuando eran niños y te llevó al médico… Te llevaba envuelta en aquella cobija amarilla clara que siempre asocié con las fiebres. Te hicieron exámenes, como a una niña enferma. Te ponían una cabuya en el hocico porque eras muy brava. Había que operar… Recuerdo que aquella triste tarde mi madre me llamó para decirme que te iban a operar. Al rato me llamó para advertirme que te habían operado. Te habían dado veinticuatro horas de vida, veinticuatro como máximo. Eso le había dicho el veterinario. Me llamó con la voz llorando. Y a mí estaba por quebrárseme también mientras hablaba en aquel bus que iba a Medellín por la carretera de las Palmas porque la Medellín-Bogotá estaba cerrada… Imaginaba que no te alcanzaría a ver viva. Veinticuatro horas. Pensaba que te había aprovechado tan poco. Veinte y cuatro.

Al regresar estabas frágil, pero viva. Tu abuela lloraba. La orden era que no hicieras esfuerzos y no subieras escalas. Me costaba acostumbrarme a la idea de que ya no estarías en veinticuatro horas. Aún así tu abuela te daba los calditos de pollo que comías cuando estabas enferma. Aquellos que hacían que luego no quisieras comer tu purina, sino cuando la untábamos de pollo, pequeña chantajista. Fue entonces cuando recordé aquello que había leído en El sabor del mundo de David Le Breton a cerca de que el contacto físico ayuda a recuperar a los enfermos, cosa que ocurre también en los mamíferos y que tiene   bastante sentido desde la psicología del apego. Le dije a tu abuela que te pondría a dormir  conmigo en la cama poniendo mucho cuidado de no lastimarte. Allí te puse, pequeña consentida. Me alegraba sentir que en la noche te movías y respirabas. Al despertar, tu pecho se hinchaba y se desinflaba. No habías muerto. Estabas vivita y coleando, aunque fragilmente.

Fueron esos días en que estuviste débil y en que de pronto te atacaban aquellas extrañas fiebres que te agitaban y te ponían a respirar por el hocico como si te asfixiaras y que me recordaban aquellas fiebres que me atacaban luego de la hospitalización. Aquellas fiebres en que me parecía que se me subía la temperatura, me daba comezón en todo el cuerpo como si me hubieran llovido hormigas arrieras que me estuvieran picando y me agitaba y me costaba respirar.

Fueron esos días en que dormiste temporalmente en mi cama, conmigo, en que te acostabas en el rincón contra la pared, en que yo quedaba en el rincón junto al vacío. Y en que estirabas tus patitas hasta casi sacarme de la cama, en que  me descubría justo al borde del vacío y en que me quedaba sin dormir porque temía moverte, podía lastimarte.

Cuando pasaron las fiebres, canícula de la enfermedad, supe que habías sobrevivido las veinticuatro horas que te habían dado de vida. El veterinario, cuando fuiste a revisión, se sorprendió porque tu cáncer era, supuestamente, muy grande. Dijo entonces que estabas «muy bien tenida». Estábamos orgullosos de tu fortaleza, de tu bravura. Al mes dijimos: «qué veterinario tan bobo, veinticuatro horas y ya va el mes». A los dos meses dijimos: «veinticuatro horas y ya van dos meses». A los seis meses dijimos: : «veinticuatro horas y ya van seis meses».  Y así al año, a los dos años…

Enfermabas de la panza a veces, como yo. Había que llevarte al veterinario a revisión. Te mandaban droga para que mejoraras. Y mejorabas rápidamente siempre. Cada año había que vacunarte ¿de qué? Fui mal amo en ese sentido. Nunca sabía. Era tu abuela quien te llevaba. Contaba que muchas veces les pelabas los dientes a los veterinarios y ella se ingenió ese sistema de llevar la cobija amarilla, la cobija de las fiebres, de tus fiebres, para ponértela en la cabeza, para que no pudieras ver un segundo antes de la inyección, no pudieras ver en el instante agudo del pinchazo, no pudieras ver durante la descarga del líquido y no pudieras ver en el momento en que el veterinario sacaba la aguja. Metías un chillido. ¡Chi! Detestabas con un odio difuminado en tristeza a los veterinarios y a las veterinarias, como las niñas enfermas odian los hospitales, los médicos, los odontólogos y las farmacias. Sin embargo, ellos siempre decían de ti que estabas sana, muy bien cuidada, que tenías larga esperanza de vida. Tu pelaje  brillante siempre habló muy bien de ti, a pesar de tu edad.

Un día te vimos un punto verdoso en el ojo izquierdo. «La niña se va a quedar cieguita», dijo tu abuela. Tiempo después el derecho se emparejó. «Ay, Cata, te dio cataratas».

Cuando tu abuela se fue un tiempo contigo enfermaste de tos. Hubo que llevarte al veterinario, hubo que darte medicamentos, camuflados en las comidas. Aunque estaba lejos temí por ti. Siempre que habías estado conmigo temía en las noches aquella madrugada triste en que me levantara y tú no lo hicieras más. A veces, en las noches que se me atravesaba aquel nefasto pensamiento me levantaba y te veía en tu cojín. Te daba un beso en la frente. Me alegraba de saber y presenciar que estabas viva. Pensé que morirías sin volverte a ver. La casa era desolada sin ti. Eras parte de la casa. Eras la vida de la casa. Sobreviviste. Y un día regresaste. Le volvió el alma a la casa. Volvieron tus sonrisas. Volvieron tus ladridos. Volvieron tus mimos. Volvieron las danzas de la alegría. Volvió el sol. Ya dormías sola, decía tu abuela, que te acostaba en la pieza vacía de tu amo. A veces rascabas la puerta de aquel cuarto. A veces, cuando te dejábamos la puerta abierta raspabas mi puerta. Me pedías que te fuera a acobijar y yo, servidor, tenía que acudir… (Ese tiempo ocurrió lo impensado, mi padre, que le había dejado de hablar a mi hermano, tu amo, ocho años por ti y que te había amenazado de muerte te empezó a querer. No hacía sino decir que eras muy inteligente y contaba, a menudo, aquella anécdota en que te llamó después de verte en la escala donde te hacías y te llamó doblando la mano para darte galleta negra, cuca. Una vez dobló la mano hacia la palma tú bajaste corriendo. Sí, te lo convenciste, solemos decir. Era algo que nos parecía imposible. Pero tu amor era inagotable, era lo natural, tenía que ocurrir).

Por esos días tu abuela en una mañana te sintió asfixiada, como lo habías estado cuando te dio la tos. Pensó en repetirte el tratamiento que te habían mandado para la tos. Una noche, una noche de lunes, me raspaste la puerta varias veces. La primera vez yo todavía leía. No entendí tu mensaje. Estabas ansiosa. Te ofrecí comida. Como no comiste, te pedí que te acostaras. Te acobijé y regresé a mi cuarto. Luego de unas páginas, volviste a raspar. No te supe entender… Pensé que querías agua. Te ofrecí agua. Tampoco quisiste.. Te acobijé y regresé a mi cuarto. Páginas después regresaste. Diste vueltas en mi cuarto como pidiéndome que te cargara, pero cuando te intenté subir, me esquivaste. Te fuiste. Tampoco te entendí esta vez. Entonces salí detrás tuyo. Bajaste al segundo piso de la casa como confundida. Pensé que querías hacer alguna de tus necesidades porque fuiste al patio. Diste una vuelta por él, pero no te agachaste. No hiciste nada. Pensé que tenías sed, pero ya te había llevado agua y no me pediste agua ladrándole al lavadero como solías hacer. Seguiste tu vuelta por la casa. Te asomaste a las escalas de la puerta de la casa como si esperaras a alguno de mis hermanos, a tu tío o a tu amo. No creí que fueran a llegar de sorpresa, no en estos tiempos. «¿Qué pasa, Tata? ¿Qué quiere, Negra?», te pregunté. Regresaste, de nuevo al patio. Oliste el suelo y orinaste. Me sentí tranquilo. «Entonces era eso», pensé. Regresé contigo al cuarto de tu amo y te acobijé como solo yo sabía acobijarte, como tanto te gustaba que te acobijara, cubriéndote el cuerpo completamente y dejándote descubierta la cabeza, especialmente la nariz, para que pudieras respirar. Regresé a mi cuarto… Me cepillé los dientes , me despedí en los chats y me acosté.

A la media hora volviste a raspar. Algo me dijo que no te sentías bien. «Claro», pensé y recordé que tu abuela me había contado que, días antes, cuando te estaba bañando, mientras yo estaba en la calle, habías sufrido un desmayo precedido de un gritito. Entonces, estiraste las patitas del dolor. Ella te recogió y te abrazó con un abrazo que te ayudó a volver en ti. «¿Qué te había pasado?» pensé esa vez cuando regresé de la calle. «¿Qué te había pasado?», pensé esa noche antes de abrirte la puerta. Corrí a abrirte. Diste, vueltas por mi cuarto, de nuevo sin decirme nada en concreto y yo no sabía entender. Tú que eras tan clara con tus mensajes. Yo que te entendía todo perfectamente, con la misma empatía con que los buenos padres y las buenas madres saben leer a sus hijas cuando todavía no saben hablar. Era lo innombrable del dolor, ahora entiendo. Esos qualia del dolor que no podemos ver, ni entender, ni decir, que son intrínsecas y privadas porque las experimentamos en la soledad de la carne propia todos los seres y que nosotros los humanos apenas podemos rozar con las palabras, con las que lo intentamos atrapar de la misma manera que un solo primitivo armado exclusivamente de un lazo hubiera intentado dominar a un mamut. Por eso nunca supiste decirlo. Por eso nunca lo entendí. ¿Cómo más enfrentabas el dolor si no acudiendo a nosotros, acudiendo a mí, sino tenías más? ¿Pero qué señal ibas a indicarme? ¿Qué ladrido ibas a proferir? Me llamaste varias veces esa noche, esa triste noche. Fui a acobijarte y te acompañé hasta verte dormir. Entonces descubrí lo que tu abuela ya había dicho, que te sentía asfixiada. Me quedé allí viéndote dormir, si es que  en realidad podías dormir, y oí que algo no andaba bien en tus adentros. Tu respiración era agitada y adentro se sentía algo pesado como alguien que tiene mucosa en el pulmón. Te toqué en el lomo y lo pude confirmar. Supe que estabas enferma de los pulmones… ¿Era la misma tos de aquella vez? En algún instante lanzaste una gota a través de tu nariz. La gota. La triste gota. La respiración agitada. El gorgoteo en tus pulmones. Todo eso me puso muy triste. Pensé incluso que esa noche ibas a morir y por eso esa noche no te regañé ninguna de las siete, ocho o nueve veces -no importa- en que me tocaste la puerta, aunque al otro día me levantara mareado, aunque al otro día me levantara cansado; me necesitabas, yo era tu servidor. Pensé en traerte a mi habitación, pero creí que quizás podías darme alergia. Pienso que debí haberlo hecho, siempre querías estar a nuestro lado. Le pregunté a una amiga qué podía hacerte. Me respondió que hacerte compresas de agua tibia, pero pensé que era tarde en la noche, te incomodaría más, estoy seguro; estaba cansado y me recosté. Recuerdo que me acosté con la gris convicción de que no amanecerías. Por eso oré, pedí que te fueras, si habrías de irte esa noche, con el menor dolor posible. Sin embargo, en la confusión de tus dolores, del no saber qué decir, del no saber qué hacer, volvías a rascar mi puerta. Yo despertaba. Acudía y creo que eso, solo eso te confortaba, no querías estar sola. Me parece que mi presencia alivianaba un poco tu dolor. Esa misma noche le dije a todos y en especial a tu abuela lo ocurrido, que estabas confundida, que al dormir te sentía asfixiada, pero al otro día amaneciste bien… Tu abuela  te empezó a dar la droga de la tos.

Estuviste fluctuando esos días entre la aparente calma y la tempestad.

El jueves amaneciste sin alientos. No te levantaste. Escasamente te levantabas. Tú que eras tan fuerte. Estabas asfixiada y mi padre dijo que eso era el corazón. Dolía tanto verte así. Tu abuela decidió llevarte al veterinario, que odiabas tanto. Salió a las once de la mañana, quizás. Te veías tan frágil. Tú que eras tan firme. Esperé. Esperé. Esperé. A que regresara contigo. A que regresara contigo en los brazos. Regresó a la una de la tarde. Dijo con voz angustiada que el veterinario había dicho que era el corazón. Dijo con voz angustiada que el veterinario había dicho que era una enfermedad de larga data y no una que se desarrollaba de un día para otro. Dijo con voz angustiada que a las tres y cincuenta había que hacerte un examen. Dijo con voz angustiada que no debías hacer ningún esfuerzo. Sin embargo, te bajaste de sus brazos, desesperada y feliz porque habías llegado a tu casa y subiste las escalas al segundo piso. Las subiste solita, inútilmente te intenté atrapar. Y entonces te caíste en aquel espacio de la sala que da salida a la cocina y yo fui por ti. Y la caída fue un chillido. Y el chillido fue tu caída. Y se me arrugó el corazón. Me agaché instantáneamente. Y te vi agitada y te hice pequeñas presiones en el pecho, buscándote el corazón para reanimarlo «Cata, no te mueras, Cata, no te mueras», pensaba. La voz de tu abuela se quebró «mi niña se va a morir, mi niña se va morir». Dijo que te habían puesto una inyección para la asfixia y antes te habías puesto peor de lo que estabas antes de salir. Mi padre se acercó pensativo a verte y dijo que él sabía que era el corazón, que no le buscáramos más. No sé cómo volviste en ti. Creo que más que mis maniobras de reanimación fue la fuerza de tu amor la que te hizo regresar. Te puse en el colchón café que había en la sala y entonces busqué algo para evitar que subieras al tercer piso. Bloqueé aquella entrada. Estoy seguro de que en algún momento quisiste subir, pero no podía dejar que lo hicieras. Debí haberte subido tal vez cargada para que estuvieras en mi cuarto al menos un rato. Sin embargo, yo bajaba, te di vuelta y hasta subida allí en el colchón te pusimos a asolear. Fue un «asoleo» muy triste, pero seguro nos lo agradeciste con tu infinito amor. Estabas asfixiada, agitada, sacabas la lengua y te doblabas, como sin fuerza… Tú que la tenías toda. Tu abuela te sirvió el pollito cocinado que te daban cuando enfermabas. Te dio la mitad. Te comiste toda esa mitad. Y te volviste a acostar. Verte así dolía tanto. Tú que eras tan brava.

A las tres y media le pedí un taxi a tu abuela para que no tuviera que cargarte tanto, había quedado cansada de llevarte y traerte. El taxi vino… Cuando ella salió contigo, quedé muy angustiado. En vilo. En la cuerda floja. La pensadera no me dejó hacer nada. Y no hice nada. Me asomaba a cada media hora para ver a tu abuela regresar. Tu abuela no tenía cómo avisarme pues no había llevado el celular.

En una de esas ocasiones vi un auto gris estacionado al frente de la casa y oí la voz de tu abuela, angustiada. Al abrirle la puerta la descubrí llorando, tú estabas en sus brazos. Explicó que había venido en el carro de una mujer porque había pedido un taxi en la veterinaria y el taxi nunca llegó. «La niña está muy mal, la niña se nos va a morir», me dijo llorando las palabras. No te soltó, sino que te puso en el cojín. Entonces contó que te habían mandado una droga, pero que la señora en el carro le había dicho que lo mejor era ponerte la eutanasia. El veterinario también lo había dicho, como última opción. Pero tu abuela sabía que estabas muy mal. Todo era muy confuso, Cata. Todavía no lo logro desenmarañar. Eutanasia… Eutanasia… Eutanasia… Oí tantas veces esa palabra en la misma hora, Cata, que me fastidió hasta el mareo. Tuve que decirles a mis hermanos que eso había dicho el veterinario. Ellos pensaron que tal vez no era tan grave  y que había que agotar los recursos. Y era cierto esto de agotar los recursos. Sin embargo, mi padre, tu abuela y yo te veíamos como nunca te habíamos visto: débil. Tú, que eras la metáfora de la fortaleza y el amor. Y pensé, a pesar de todo, que si había que ponerte la inyección de esa palabra que me tenía mareado, te cargaría en mis brazos para que te fueras más tranquila. Siempre querías estar a nuestro lado… Te levantaste buscando camino al tercer piso, tu cuarto y mi cuarto al final del pasillo, pero el paso estaba bloqueado con una caja muy grande, de televisor. Entonces buscaste el cuarto de tu tío.  Pediste, angustiada y débil, que te subieran a su cama. Tomé la cobija roja que tanto amabas, te envolví con ella y te subí agarrándote con mis antebrazos desde los muslos. Te quedaste en la cama unos minutos. Mis padres conversaban, tu abuela lloraba. Al cabo se fueron… Te saliste de la cobija y en tu confusión indicaste que querías bajar. Te volvimos a llevar al cojín café. Te acobijamos, te envolvimos.

Entonces llegaron con un domicilio para mí. Lo recibí y al regresar ocurrió. Doblaste tu cabecita hacia atrás. «La niña está triste, ¿qué tiene la niña?». Empezaste aquella travesía que las religiones buscan descifrar y de la cual los humanos no tenemos certezas. Tu abuela te acomodó y yo me acerqué. «¿Qué puedo yo hacer para que sonría?». Era hora de despedirse. Pero tú luchabas por quedarte. Era la fuerza de tu bravura. Era tu amor por nosotros. Era esa energía que venía desde la concepción la que no querías dejar apagar. Y luchaste. Luchaste como nadie. Luchaste como la más brava. Luchaste como la más amorosa. Querías morderle el talón de Aquiles a la muerte. Me arrodillé a tu lado y te acariciaba despidiéndote. Era demasiado claro que era el momento. «La niña está triste, ¿qué tiene la niña?». Quise arrullarte en mis brazos para que te fueras tranquila. Quise arrullarte. «¿Qué puedo yo hacer para que sonría?». Pero me daba miedo lastimarte. Quise mecerte. Sentía tu corazón extinguir su canción. Sentía detenerse aquel instrumento del amor. Sentía detenerse aquel instrumento de la alegría. Sentía detenerse… «No puedo reírme, me dijo la niña…» Y sentía que algo mío se detenía en él. Sentía que algo mío moría contigo porque a cada instante morimos. Sentía que moría contigo porque morimos en cada muerte.

Descansa, Cata. Cierra tus ojos. Deja de luchar. Tú que fuiste la más brava y la más amorosa, deja ya de luchar. Tú que fuiste la más fuerte. Buena travesía, Cata. Es hora de descansar. Te decía. Y tu corazón iba y volvía y yo estaba tan confuso como él, Cata. Como una llama que revolotea contra el viento por no querer apagarse. Hasta que al atardecer, en la hora azul, se detuvo. Te vi dos lágrimas antes de morir. Dos lagrimitas. Una en cada ojito. Y después del silencio de la canción, de tu canción, tu cuerpo todavía se sentía tibio y te fuiste con los ojos abiertos, mirándonos, amándonos con la mirada hasta el final.

El corazón. Tu corazoncito. Reloj de baterías de amor. Nunca nos dijiste que te dolía el corazón. No tenías manera. Los médicos tampoco dijeron nada a tiempo, aunque tu abuela te llevó a revisión el año pasado y este también cuando te dio la tos, que tampoco dijeron nada al respecto. Que estabas muy bien. Que qué pelo tan bonito. Que tus órganos funcionaban bien, a la perfección. Y el último que te revisó dijo que era una enfermedad de larga data, de tres, cuatro o cinco años quizás, pero que tenías esperanza de vida. Si hubiéramos sabido… ¡Y qué ironía! ¿No, Cata? Que aquella vez cuando te dieron veinticuatro horas de vida, viviste más de cuatro años, pero cuando te dieron esperanzas de vida entonces te fuiste. Como para pegarles un mordisco a todos los veterinarios del mundo.

¿Tienen alma los perros? Si el alma se mide por la fuerza del amor, no cabe duda de ello. ¿Sueñas? ¿Viajas? ¿Ennocheciste? ¿Fuiste a algún lugar? ¿Reencarnarás? Sin duda, florecerás. O eres tan brava que tal vez te fuiste a morderles los talones de Aquiles a los ángeles de Dios.  ¿Hay un barquero para los animales? ¿O simplemente te quedaste como fantasma aquí en la casa? ¿Cata, tú nos ves, verdad? Nunca pensábamos que tuvieras que morir. ¿Sabías tú que ibas a morir? ¿Saben los animales que van a morir? ¿Y quién llorará a los perros de la calle? ¿Quién los abrazará en su momento final? ¿Quién estará ahí para comprobar que verdaderamente están muertos y no tan solo dormidos? ¿Quién llorará a las aves, quién a los animales salvajes, quién a las mariposas? ¿Quién se compadece con el dolor del reino animal? ¿Quién abraza a los pajaritos los días de lluvia? ¿Quién libra a los animales de los incendios? ¿Y qué hay del dolor del reino vegetal? ¿Quién lamentará los hachazos a un árbol? ¿Quién el desmembramiento de una hoja?

Te lloramos y la familia se reencontró. Después de tantos meses de pandemia, la familia se reencontró. Y esa noche te lloré. Te lloré, Cata, donde nadie me viera, donde solo tú me veías llorar, donde ya quizás solo el espejo me verá llorar. Un hombre llorando en la noche de su cuarto la pérdida de su sombra, de su segunda sombra.

Al otro día, di tantas vueltas para preparar tu entierro. Sí, tuve que hacerlo yo, tenía que hacerlo yo, de la misma manera que te envolvía con tanto amor en las noches, de la misma manera que te envolvía con tanta ternura en los días de lluvia, aquellos días en que me llamabas y casi exigías con ladridos que te tenía que acobijar, pequeña friolenta. Di tantas vueltas. Mi padre me lo dijo en bien me vio despierto: que te organizara. «Ahora, ahora», le dije. Y me lo dijo a la hora después. «No, ahora, ahora», le contesté. Tu abuela me lo dijo a las diez. «Ahora, ahora», le dije. Y cuando estábamos organizados, también lo quise evadir. Por aquellos días había escuchado una canción maravillosa de Karunesh: Zen Breakfast, la puse a manera de canción fúnebre. Y aquellas lágrimas que tanto había querido esconder florecieron con la tristeza de tu quietud y con aquella tristeza asiática de la canción. Creo que la familia logró ver mi tristeza acuosa como yo logré ver tus dos lágrimas antes de dormir.

Bajé la caja del desván y yo mismo organicé todo como si fueras a dormir. Tus cojines, tus cobijas y dispuse tu cuerpo, envuelto en cobijas, en ella. Te apoyé la cabecita sobre uno de los cojines, como tanto te gustaba y te dejé una apertura en las cobijas que coincidía con tu nariz, que ya estaba seca, que había dejado de respirar. Te llevamos a que reposaras a esa montaña que a mí tanto me gusta. Es un lugar tranquilo, pensé, allí descansarás. Tu abuela lamentaba no haberte enterrado en un lugar más caliente porque te gustaba mucho el sol. Pero sabía que la montaña te cuidaría y que tú, guardiana, la cuidarías a ella. Te saqué del carro y seguí el camino allí donde estás. Entonces te entregué para que te pusieran allí. En ese lugar que sólo nosotros sabemos. Cuando tu tío te recibió te dije: «Chao, Cata» y acaricié tu cabeza, como lo hacía antes de dejarte a dormir. La primera vez que te vi, cuando eras aquella manchita negra que cabía en las palmas de las manos, estabas en una caja. La última vez que te vi, Cata, también estabas en una caja.

Al despedirte, no te dejamos. Las despedidas son siempre dolorosas porque nos desgarramos en el otro. Dejamos una parte de sí en el otro y el otro deja una parte de sí en nosotros. Un recuerdo, un pensamiento, unas palabras, unas imágenes que se recuerdan cuando se va a dormir y cuando se va a despertar. Volviste al todo del que te habías desgajado al nacer… El uno vuelve al todo. Porque el uno es parte del todo y el todo es lo uno. Volviste al todo como cada uno lo hará alguna vez. Al bajar, tu abuela decía que si hubiera muerto uno de nosotros tú te hubieras quedado allí. Era cierto.

Aquel día, al regresar tuve que hacer un par de vueltas en la calle. Pagar tal cosa, comprar tal otra. Esas cosas estúpidas que nunca tuviste que hacer. Entre los andenes y el viento del paso de los carros veía, a veces, a algunos perritos. Recordé que cuando salía antes pensaba que tú estabas en la casa, la perrita más querida, más fuerte, más brava y más amorosa, guardiana, y me sentía orgulloso de ti. Ese día veía a los perritos y a las gentes paseándolos y sentía envidia de saberlos vivos y a ti no. Y cuando cruzaba la mirada con algunos de esos perros, de esas perras notaba algo en sus miradas. Parecían adivinarme. Parecían saber. Parecían decirse entre sí. «Aquel que va por la calle con ese andar pausado, con esa mirada arrugada está triste, no soñador»… Parecían reconocer. «Ese andar desganado solo puede ser  aquel de quien queda huérfano de su perro». Me lo decían sus miradas compasivas. Me lo decían… Yo iba triste esa tarde, como andaría un Charlie Brown al perder a su Snoopy, como andaría un Bart Simpson sin su Ayudante de Santa (Huesos), como andaría una Lisa Simpson sin su Bola de Nieve. Alejandro iba triste después de perder a su Catalina. Pensé que quizás hacía falta una palabra para los huérfanos de perro…

Lo peor de todo fue regresar a la casa. Nadie me recibió con la danza del agradecimiento. Nadie me recibió con la danza de la alegría. Nadie me recibió con la danza del amor. La casa parecía sin vida. Nadie esperaba mi llegada como lo hacías tú.

La familia se reencontró, ya lo escribí, aunque tu amo no alcanzó a llegar a tiempo para despedirte si quiera en aquella montaña que ahora cuidas. Vino en la tarde. Hablamos de ti, te recordamos… Costaba acostumbrarse a la idea de no volver a verte, a todos nos parecía que estabas por ahí, siguiéndonos los pasos, siendo nuestra sombra o simplemente reposando en tus cojines en esos rincones estratégicos de la casa, durmiendo… Estuvieron ese fin de semana y el lunes se volvieron a ir. Entonces tu ausencia se sintió de verdad.

Tú estabas ahí cuando me levantaba para darme los buenos días. Tú estabas ahí pidiendo que te pusieran un cojín y te acobijara en las escalas o en la sala, al lado de los muebles, o en la cocina. Tú estabas ahí cuando comía frutas. Tú estabas cuando mi padre barría tus vellos en el piso. Tú estabas ahí cuando leía. Tú estabas en esa escala oliendo los olores de la cocina y viendo qué íbamos a destapar. Tú estabas ahí cuando desayunaba. Tú estabas ahí para comer el último trozo de arepa. Tú estabas ahí pidiendo que te cargara y a veces te abalanzabas sobre mi pecho y me dabas un abrazo. Tú estabas ahí cuando bajaba al segundo piso. Tú estabas ahí cuando subía, de regreso, al tercero. Tú estabas ahí cuando se filtraba el sol en el patio, pidiendo tu cojín allí. Tú estabas ahí cuando escribía. Tú estabas ahí cuando pedías que te abrieran la puerta del balcón. Tú estabas ahí contestando los ladridos de los demás perros. Tú estabas ahí cuando había que almorzar. Tú estabas ahí cuando tomaba una siesta. Tú estabas ahí cuando pedías que te vinieran a acobijar, fuera en la sala, en la cocina, en el zaguán, en la habitación de tu amo o en la mía. Tú estabas ahí cuando el sol se filtraba en las escalas. Tú estabas ahí cuando salía a andar el pueblo, el campo, la ciudad. Tú estabas ahí cuando volvía. Tú estabas ahí cuando cenaba. Tú estabas ahí cuando los demás daban las buenas noches. Tú estabas ahí descansando en mi cuarto, antes de llevarte al cuarto de mi hermano. Tú estabas ahí cuando me levantaba en la noche. Tú estabas ahí…

La casa está vacía. La casa está herida. Hay fisuras en ella. Parece que se va a caer. Sin ti. Qué soledad tan atroz. Yo que me sentía solitario no había saboreado la hiel de esta nueva soledad. Eras una compañía a veces sutil, pero imprescindible. Después de cerrar las puertas, cansado de la humanidad, estabas tú, estaba tu alegría, tu amor, tu paz, tu perronalidad. ¿Te sentiste sola alguna vez? ¿Cómo era esa soledad?…

Ya no. Ya no estarás para darme los buenos días con tu danza del amor, de la alegría. Ya no será. Ya no estarás ahí para pedirme que te ponga el cojín y te acobije. En las escalas o en la sala, al lado de los muebles, o en la cocina. Ya no. Ya no me pedirás frutas. Banano, coco, fresa, guanábana, mango, manzana, papaya, pera, sandía y uvas. Ya no será. Ya mi padre no volverá a barrer tus pelos. Ya no. Ya no me acompañarás sutilmente a leer. Ya no será. Ya no estarás ahí en esa escala oliendo los olores de la cocina y viendo qué vamos a destapar. Ya no saldrás corriendo cuando abramos algún paquete de galletas, de tostadas, de pan. Ya no. Ya no estarás cuando vaya a desayunar. El último trozo de la arepa ¿a quién se lo voy a dar? Ya no será. Ya no volverás a tocar la puerta para que te cargue y para darme un abrazo. Tus cálidos y perrunos abrazos. Ya no. Ya no estarás ahí cuando baje al segundo piso. Ya no será. Ya no estarás subiendo al tercero. Con tus cuatro patas que llegaban primero. Ya no.  Ya no estarás asoleándote en el sol del patio. No levantarás la cabeza buscándome desde  abajo, si llamo desde el tercero. Ya no será Ya no estarás cuando escribo. Ahora te escribo, nadie me interrumpe, ¿a quién pudiera acobijar? Ya no. Ya no pedirás raspando que te abran la puerta del balcón. Para asomarte a ver si pasa aquel perrito de tu misma raza que correteaste varias veces y con solo eso lo hacías llorar. Ya no será. Ya no contestarás los ladridos de los demás perros. Ya el golden retriever del vecino no tiene quién le conteste, ¿te extrañará? Ya no. Ya no estarás velando el almuerzo. No estirarás tus patas haciendo ese gesto de chantaje emocional para ver si recibes un trozo de comida. Ya no será. Ya no me despertarás cuando esté tomando una siesta para que te abra la puerta. Desde adentro, desde afuera. Ya no.  Ya no me pedirás que te  acobije.  En la sala, en la cocina, en el zaguán, en la habitación de tu amo o en la mía. Ya no será. Ya no estarás más en las escalas donde se cuela el sol… Tu ausencia es la luz del sol filtrándose por las ventanas, por los balcones de la casa y que no estés, que no recibas esa luz del sol. También el sol quedo impregnado de tu recuerdo. Algo en su luz me dice que te extraña. Ya no. Ya no estarás mordiéndome la bota de los jeanes y haciendo escándalo para que no me vaya. Cuando salga a andar el pueblo, el campo, la ciudad. Ya no será. Ya nadie me dará la bienvenida como tú. Ya no. Ya no estarás ahí cuando esté la comida. ¿A qué ángeles le velarás ambrosía ahora? Ya no. Ya no estarás ahí cuando me den las buenas noches. No serás mi última compañía en la noche. Qué soledad, Cata, qué soledad. Ya no será. Ya no te acobijaré dándote el beso de las buenas noches en la frente. Ya no interrumpiré mis lecturas tan solo para verte dormir y agradecer que estás ahí. Ya no. Ya no te levantarás más en la noche cuando yo me despierte. Ya no será. Ya no estarás más ahí. Cuesta saber que ya no será más…

¿Cómo seguir con la cotidianidad si la cotidianidad eras tú? ¿Cómo continuar con la normalidad si la normalidad eras tú? ¿Cómo? A veces, en algunos paseos a través de la casa siento, y tu abuela y tus tíos también sienten, que tus pasos, quizás fantasmales, están siguiéndonos, sigues aquí, sigues amándonos, amante y guardiana. ¿Eres tú? ¿O es el eco del recuerdo? ¿Cata, tú nos ves, verdad? ¿Cata, cierto que tú todavía nos amas? ¿Por qué te pregunto esto último, sabiendo que es indudable? La clarividencia de la intuición nos lo dice. Tu amor es inagotable.

Es falso que te hayas ido, estás más adentro que nunca, en la cabeza, en los pensamientos, en los recuerdos, en estas palabras que escribo. Echaste raíces en nosotros, de amor. Estás aquí, lo sé.

La casa es un corazón vacío. Una luz de sol sin alma. Ha llovido estos días. Y a veces el sol brilla, sin vida. No se te ve. No se te ve…

Me pareció ver tu forma en una nube y en el aullido de la luna llena.

Solo sabemos que fuimos verdaderamente felices mirando hacia atrás. La alegría es inconsciente y por eso no somos plenamente conscientes de la alegría cuando la experimentamos. Y curiosamente en el recuerdo de la misma sentimos tristeza. La consciencia de la alegría es una tristeza.

Recuerdo que al despertar siempre estabas en un rincón de la casa, pequeño bultito negro, y si el día era frío te quedabas acostada mucho tiempo. Recuerdo que a veces esperaba  con tristeza aquel día en que no te levantarías más después de dormir. Recuerdo un video en que sonaba de fondo Pillow de Tom Verlaine, la banda sonora de mi vida, y en el que, sobre mi cama, después de jugar con la pelotica roja, una de las tantas que tuviste y a la que habías dejado tirada, te quedaste pensativa un instante y olisqueabas el aire, ¿qué había? Te acercaste a la cámara, era que cerca de ella había una bolsa donde traía mi comida empacada, ¿olía muy rico? Recuerdo que cuando mordías muy duro a cualquiera, luego lamías esas heridas como pidiendo perdón. Recuerdo que, a veces,  te daba comida a escondidas, incluso cuando estabas castigada. Recuerdo que traías una bocarada de comida para que yo la recibiera en mis manos y gemías para que yo la tomara, no importaba si yo leía, no te gustaba comer en soledad; la comida te sabía mejor si la comías de mis manos. Recuerdo que una vez te vi cansada y me puse a dar aplausos al frente tuyo, te pusiste a verlos y te fuiste quedando entredormida de pie. Recuerdo que a veces, interrumpiendo mi lectura, te acercabas a la silla pidiendo caricias en tu cabeza y después de unos minutos descubría que no te querías ir de tantas caricias que te llovían y que yo no quería despegar mi mano de tu cabecita. Recuerdo que cuando estaba enfermo en mi cama te asomabas a cada tanto y te quedabas mirándome, preguntándome cómo estaba; a veces te acercabas al borde de la cama pidiendo una caricia sobre el lomo y yo bajaba mi mano anémica para acariciarte.  Recuerdo que una vez había dejado los platos sobre mi escritorio después de comer, aquí donde escribo esto, me había ido y te trepaste a la silla giratoria, donde estoy sentado, y te trepaste al escritorio para buscar si había comida; hubo un escándalo de trueno pequeño y saliste corriendo; los platos habían resbalado y se quebró el plato hondo de esa vajilla cara que pocos meses antes había comprado mi padre. Recuerdo que si no te dejaban entrar a un restaurante porque eras perrita, no entrábamos porque eran unos humanos abominables. Recuerdo cómo te gustaba correr por la yerba y los prados, parecías enloquecer de alegría en un colchón muy grande, aterciopelado, en el que olías y esculcabas con tu nariz los olores minúsculos de los mundos pequeños. Recuerdo que, de vez en cuando, andabas por el prado de los cementerios de pueblo y yo pensaba que era conveniente cargarte para evitar que te untaras de muerte. Recuerdo aquella vez en Guatapé cuando tu amo te azuzó contra una bandada de gallinazos y cuando tú saliste corriendo para atraparlos, ellos salieron volando. Recuerdo que te gustaba oler las plantas y siempre te alejábamos los cactus para que sus puntas no te pincharan la nariz. Recuerdo que nunca te dejamos salir sola y por eso temíamos que te perdieras, qué pesar, si se dejaba la puerta abierta; una vez tu amo hacía algo en el antejardín de tu primera casa y saliste, cuando regresó tu abuela le preguntó por ti y él dijo que te habías ido, tu abuela salió a buscarte… Cuando miró al antejardín de la casa de en frente te vio bajando por él, habías dado una vuelta, quizás y habías regresado; el año pasado mi padre dejó la puerta abierta también después de sacar la basura, qué descuidado, al rato raspaste la puerta y tu abuela descubrió que eras tú. Recuerdo que al llegar la familia estaba separada y antes de irte estaba más unida que nunca.

¿Recuerdas que hace muchos días estaba pintando una figura en un libro? Llevaba muchos días pintándola. Primero pinté aquel corazón pálido sin reteñir la hoja, casi acariciando la hoja con el lápiz de color. Después, cuando alguien me dijo que no sabía pintar reteñí con más fuerza aquellas formas que lo acompañan. En esos momentos estabas al pie mío. Ahora, días después que lo he retomado, ya no estás. Cata, creo que después de tanto, por fin, aprendí a pintar. Ojalá pudieras verlo…

Esta carta es mi aullido; ausencia de tus ladridos.

Las abejas atrapadas en el vidrio de la ventana de mi habitación me acuerdan de ti, las ayudo a salir con ternura… Las cabras me acuerdan de ti. Las mariposas me acuerdan de ti. Las vacas me acuerdan de ti. Los alcaravanes gritando en el día, en la noche y en la madrugada me acuerdan de ti. Los árboles me acuerdan de ti. Los burros me acuerdan de ti. Los caballos me acuerdan de ti. Los gansos me acuerdan de ti. Los pájaros que cantan en la mañana me acuerdan de ti. Los patos me acuerdan de ti. Aquel perro de tu misma estirpe que hiciste llorar una vez mientras le ladrabas y lo perseguías -todavía vive y anda por los andenes, si pudieras verlo por el balcón para pegarle unos buenos ladridos…- me acuerda de ti…

Y mi sombra, sin vida, me acuerda de ti.

Gracias por enseñarme lo que nos queda grande: el amor infinito. Por eso no puedes morir. Sé que estás en algún lado, no sé cómo, pero es indudable que, de alguna manera, estás. Sigues rondándonos, amante y guardiana. Eres una luz que brilla no sé dónde, pero que se siente aún encendida. Solo que no tenemos los ojos propicios para verte. Fuego que arde y se siente sin saber dónde está. Solo que no tengo el tacto indicado para saberlo ubicar. Cata, sé que tú nos ves; péganos un ladrido para ubicarte mejor. Gracias por enseñarme que los animales encarnan profundamente algunos valores y es algo que va más allá de las fábulas empolvadas de Esopo, de la Fontaine y de Pombo. Gracias por enseñarme a amar más a los animales. Me dejas la pregunta por el vegetarianismo, la inquietud por el veganismo.

Gracias, Cata. Gracias…

Seguiré con la vida. Con la perra vida. Con la desperrada vida. Con la vida sin perra. Tratando de asimilar el amor, la bravura y la fuerza que nos enseñaste. Es lo mejor… Pero, si al momento de morir, Dios permitiese que me recibas de la misma manera en que me recibías al llegar a la casa, entonces la muerte será una alegría, una felicidad. Sé que al instante me recordarás y sé que te recordaré.

Cata, veinte días después de tu partida vino una mariposa. Mi madre la vio primero y me llamó para mostrármela. Estaba asentada en la pared alta de la sala de la casa y casi no se veía bien. Más tarde se asentó en aquella última escala hacia el tercer piso donde te asoleabas tú. Era una mariposa elegante: negra en el centro, de líneas blancas que dibujaban una u y las puntas eran de un marrón rojizo, sus alas eran peludas, como las mariposas de la noche. Estaba como recién florecida. ¿Eras tú? Pasé a recogerla con ayuda de un tarro muy grande para evitar dañar sus alas. Temí que mi padre la matara. Cuando me disponía ayudarla al entrar al tarro se asentó sobre mi mano izquierda. Subió y no se quiso bajar de allí. Dejé el tarro a un lado y la saqué al balcón. La contemplé un par de minutos mientras ella desplegaba sus alas y andaba por mi mano. Parecía mostrarme qué tan bella era. Sus ojos eran de aquel marrón rojizo y la parte inferior de sus alas era tan bella como la parte de arriba. Nunca una mariposa me había andado por las manos. Siempre que quería que se me asentaran, escapaban. La tuve en mis manos como siempre quise tener una mariposa hasta que en algún instante alzó el vuelo dibujando aleteos. ¿Habías venido a despedirte en una segunda vida? ¿Habías venido a decirme que estabas bien como ocurrió con mi abuelo después de que murió, aquella vez que vi al frente de su tumba una flor escarlata, profundamente escarlata, del escarlata más irreal que han visto mis ojos, y cuyas anteras fractalicias, en el centro, eran como réplicas de la misma flor, en miniatura, pero en color amarillo? Una corazonada me dice que era eso.

Postdata. Había olvidado escribirte: si tu alma sigue en la montaña, no te espantes en las mañanas o en los atardeceres en que suene un canto estridente y mecánico como de autómata espantoso. Son las guacharacas. No las intentes cazar, por favor. Basta que les ladres de lejos si las quieres espantar. Cuida la montaña como cuidaste la casa. Disfruta sus amaneceres y sus atardeceres: allí he visto los atardeceres más resplandecientes del mundo. Y en la noche no dejes de contemplar a la Vía Láctea, es la hebra visible de la gran túnica de Dios. No desesperes, pronto subiré a saludar.

3 comentarios sobre “Despedida a una mascota: historia de un hombre y su sombra

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