Chimba la volada en la avioneta y todo, pero esta espera ya se hacía insoportable. Ya llevábamos tres horas de esperar un carro de la alcaldía para ir a Segovia. Hacía unos días estábamos en Urabá conociendo escuelas indígenas dónde las aulas recogían polvo porque estudiaban en los tambos. Los niños se sentaban cómodamente sobre un suelo de madera suspendido en el aire gracias a unos pilotes para aislarse de manera segura de depredadores y alimañas. Simulando el gorro de un sembrador de arroz Taiwanés gigante, sumergido en la selva del Urabá, los tambos se veían como un cono circular con su techo de hoja de palma.
Hacía tres semanas habíamos recorrido parajes espesos que nos indicaban que ya estábamos en el Chocó. El aullido estruendoso de monos de pelaje rojizo destacaba entre el follaje, las cascadas y la fauna rarísima que no era visible con los ojos sino con los oídos. Naturaleza indómita del Urabá, donde no eran las leyes del Estado las que primaban, sino las leyes de las armas.
Luego de estudiar el terreno, los patronos nos dieron la maravillosa noticia del viaje de regreso por aire a Medellín. Lo que nunca nos advirtieron, después de llegar al aeropuerto, fue que ese mismo día teníamos que arrancar en camioneta de inmediato para Segovia. Mi nueva camarilla de trabajo era un colega, arquitecto, de la Universidad de Nacional, se llamaba Giovanni Echeverri, para sorpresa nuestra nos iba a acompañar una delineante bien dotada, Yineth Sánchez.
Antes de partir, sólo tuvimos tiempo de tomar una ducha, deshacernos de la ropa sucia y visitar a nuestros seres queridos.
Nos dijeron que la camioneta llegaba a las cuatro de la tarde. Eran las seis y aun no llegaba. Y sucedió lo que muchos temían. Partiríamos en horas de la noche para esa calentura de Segovia, no precisamente por el clima. Realmente llegaron dos camionetas y una Ford Explorer, de color blanco. Nueve tripulantes arrancamos a eso de las ocho.
En la noche, el tráfico insufrible de Medellín hacía lo suyo. Bello-Girardota- Barbosa-Yolombó-Yalí –Vegachí, el viaje iba a ser largo. La obscuridad se cerraba a los exuberantes paisajes del nordeste. Ya nos acercábamos a Remedios siendo las once de la noche y se empezaba a sentir la tensión, los parajes solitarios, los grafitis cargados de rabia y amenaza, “Sapos HPS”, “Fuera guerrilla”, más adelante, cerca a la cabecera municipal una pancarta en lo alto de la vía con aires publicitarios, a full color, con logos y todo, rezaba: “Soldado desmovilízate”. La guerrilla hacía su campaña para exhortar al Leviatán del Estado. Ahora, era más la amenaza que la exhortación la que hablaba allí. No quise molestar a Giovanni con el curioso cartel. Él venía amacizado con la Yineth y además a esa hora, luego del madrugón para tomar el vuelo de Urabá a Medellín, el cansancio hacía su mella y me callaba la boca. A pesar de la guerra silenciosa y de los letreros y grafitis, siglas con maldiciones y oprobios, las camionetas avanzaron audaces por la carretera. Creíamos que ni soldados ni guerrillos se iban a asustar viendo nuestras camionetas blancas de vidrios transparentes a esa hora. Tendría que ser un ataque suicida por parte de uno de los bandos. Y pues no.
Al llegar a Remedios el conductor del carro en el que íbamos, perdió la orientación y resolvió acercarse a una estación de policía para preguntar a los oficiales por la vía a Segovia. Al frenar, los tombos que hacían de guardia charlando tranquilamente, se asustaron. Apuntaron sus fusiles a la camioneta, mientras uno se acercaba, el otro no dejó de encañonarnos en ningún momento, el chofer bajó la ventanilla de una.
– Tranquilos, somos de la gobernación, los de atrás son arquitectos, bueno, ingenieros, como dicen ustedes, lo que pasa es que vienen a hacer un trabajo a Segovia. ¿Por dónde es la vía, amigos?
-Hermano que pena pero a estas horas y en esta zona no esperábamos a nadie. ¡ Juepúta susto! ¿Qué hacen a estas horas por aquí? Vea viejo, doble a la derecha, siga derecho por ahí, va a llegar a la vereda El Tigre, y después a La cruzada. Usted se encuentra con una “Y”, coja pa la izquierda que por ahí está mejor, no se desvíe ni por el putas, que no les garantizamos nada.
-Oficial, disculpe y muchas gracias!
-Todo bien, con gusto, y no se expongan mucho.
Por lo visto lo de los carros blancos no era garantía de nada, Giovanni comentó entre risas la situación de tensión con todos nosotros, el carro tomó nuevamente su velocidad habitual y el sonido del motor, como un arrullo a las doce de la noche, mandó a un carajo toda la guerra con sus letreros. Lo que antes era un ejercicio de parpadeo intermitente se convirtió en una cabeza inclinada hacia la ventana del vehículo. Se hizo el silencio y en un costado de la carretera, en un momento en que frenamos, vi salir de un matorral, a esa hora, a un campesino que se acercó titubeante a decirme algo, estaba muy cerca de la ventanilla de la camioneta y sus ojos desorbitados parecían querer decirme algo con urgencia. Al verlo con su sombrero, su camisa beige, su cara pálida marcada por el bigote, mi reacción fue como la de un reptil, salté de la ventana para alejarme en el sentido opuesto. Me puse rosudo y no quise mirar más, sólo abrí los ojos para mirar al chofer y a Giovanni que seguía abrazado con Yineth en un sueño impasible. La cicatriz de la mejilla derecha de Giova, como un sablazo de samurái, se alcanzaba a ver. Su cabeza estaba recostada contra el vidrio de la puerta que estaba en mi costado izquierdo. Luego, me atreví a mirar otra vez al campesino pero se había esfumado, al fondo noté una casa agujereada por las balas, abandonada. Ya íbamos por El tigre o vaya dios a saber por dónde.
Había oído hablar de Segovia como una pequeña Sodoma y Gomorra, un lugar con prostíbulos y vida nocturna. Detrás del oro, siempre vienen los prostíbulos, ya lo había vivido en mi pueblo. Al llegar por fin al marco de la plaza, lo primero que vi fue la confirmación de esos rumores. Discotecas abiertas, prostíbulos y muchas motos parqueadas esperando a sus borrachos. Al abrir la puerta del carro y sacudirme el letargo, una puta nos dio la bienvenida y dijo algo que ahora mi memoria no logra capturar.
El hotel en el que nos hospedamos era particularmente lujoso. Nada que envidiarle a Medellín. Estaba ubicado en una de las calles principales del pueblo. Luego de hospedarme en escuelas abandonadas o en humildes casas de campesinos o de profesores que vivían en lugares apartados entre montañas y selvas, este hotel me parecía un lujo inesperado, en un pueblo que más se parecía a un campamento minero en el que decidieron pavimentar calles y darle el título de “municipio”. Su trazado era tan caótico como la vida que albergaba.
Cuando estaba en la cama dispuesto a dormirme, vi de nuevo al campesino en la puerta de la habitación con los mismos ojos desorbitados. Me tapé con la cobija y no volví a quitármela de la cara hasta el amanecer.
A la mañana siguiente, Giovanni, Yineth y yo, debíamos ir a medir una escuela, no sé en qué barrio o vereda del pueblo. Había hecho buenas migas con Giova, luego de recorrer muchos lugares en Urabá, era un excelente conversador y con un seseo exagerado pero involuntario, sus ojos maliciosos siempre daban la impresión de auscultar a quien lo interpelaba. Yineth iba a su lado casi siempre, disimulaba su atracción por mi colega, pero el hecho de compartir habitación en cada pueblo, nos había dejado claro a los demás que compartían muchas otras cosas.
Mientras “Giova” mordisqueaba el pandequeso del desayuno y lo pasaba con malta me dijo:
-“Celes”, – el fue el que me puso el apodo- anoche vi una vaina toda rara en una curva de la carretera, llegando a El tigre.
Yo, comiendo un croisant amarillento y seco de panadería barata, la escupí de golpe.
-¿Y qué fue? Es que, qué hijueputa cansancio.
– Vi a un campesino que se me arrimaba a la ventanilla del carro como pa decirme algo y yo pegué un salto! jajajajaj.
Me quedé frío, pensaba que Giova no lo había visto, mi piel se puso de gallina.
– Viejo ¿Me creerías que ayer vi lo mismo?
– ¡Ayyy no chimbeen con eso muchachos! ¿En serio? – decía Yineth, esperando que por el amor de dios nos muriéramos de risa y le dijéramos que era en plan de joda. Pero no lo era.
Giova y yo habíamos visto la misma cosa.
Sé que Segovia ha sido testigo de guerras inenarrables; masacres, torturas, los noventas fueron un holocausto en mi pueblo y aquí pudo ser igual o peor, sólo que en este pueblo, por lo visto, hay una maldición, la imposibilidad de que los muertos descansen. Los letreros hablaban de una guerra que luego de mensajes se pasaba al ruido de los fusiles. El pueblo por la fiebre del oro, tenía discotecas que abrían veinticuatro horas, donde la música se confundía en algunas calles con el sonido estruendoso y trepidante de lavaderos con esferas de acero enormes para triturar la roca, extrayendo el codiciado metal. No descansaban los vivos por el flujo del oro, por el flujo de las pasiones más desaforadas, pero tampoco descansaban los muertos a quienes mataban por la misma fiebre. A lo mejor los muertos no hacen otra cosa que buscar transeúntes adormilados para ser escuchados y desahogarse contando cómo murieron y quién les segó su vida. Yo creo que el campesino nos quería decir algo a Giova o a mí, y nos ganó el miedo. Sherezade alargaba su vida en la medida que contaba historias de otros, en cambio, al campesino que no quisimos oír lo amarra nuestro miedo y se queda vagando por esos caminos solitarios, entre el mundo de los muertos y el mundo de los vivos. Si Sherezade calla pierde la vida, si este campesino habla gana la muerte.
