El debate sobre si vacunarse contra el Covid-19 debe ser una decisión libre del individuo o un deber jurídico se ha hecho más álgido a medida que avanzan los esquemas de vacunación y aparecen nuevas variantes del virus. Y no es un debate menor. Existen razones morales y jurídicas de mucho peso en cada una de estas posiciones. Por un lado, está el argumento de la autonomía personal: el individuo es el único que puede decidir sobre su propio cuerpo, sin ser sometido a ningún tipo instrumentalización o discriminación; por el otro lado, está el argumento del bien común: se deben limitar las decisiones particulares ante una situación que pone en riesgo la salud y la vida de muchas personas.
De cualquier manera, a una sociedad que aspire a tomar decisiones democráticas, pluralistas y respetuosas de la dignidad humana, le corresponde conciliar estos dos principios que –a primera vista– resultan contradictorios. Pese a que habrá que hilar muy delgado en este tema y que siempre quedarán muchos puntos por discutir, en este texto quiero contribuir al debate.
En efecto, considero que vacunarse es la decisión correcta: recibí las dos dosis de mi vacuna sin ninguna reacción adversa, y estoy seguro de que así protejo mi salud y la salud de las personas de mi entorno. Además, más allá de cualquier experiencia personal, existe evidencia científica suficiente sobre la seguridad y la efectividad de las vacunas contra el Covid-19, lo que no implica –por supuesto– su infalibilidad. Sin embargo, aún cuando la vacunación sea el medio más idóneo para superar la pandemia, encuentro contrario a la idea de dignidad humana y al derecho colombiano obligar a una persona a vacunarse en contra de sus convicciones, bien sea a través de sanciones o de restricciones desproporcionadas al ejercicio de sus derechos.
¿En qué razones se justifica esta posición? Para empezar, desde un punto de vista moral, el principio de dignidad humana implica que el respeto por la integridad corporal (invulnerabilidad) de un ser humano no puede ser sometida a ninguna condición, ni siquiera cuando esta condición responda al interés general. A esto se refería Immanuel Kant cuando exigía tratar al ser humano como un fin en sí mismo y nunca como un medio, pues esto último sería tanto como instrumentalizarlo, servirse de él como de una cosa que encuentra su único valor en la utilidad que puede representar para los intereses de otra persona o de una colectividad. La dignidad humana es, por el contrario, el valor que se reconoce incondicionalmente en una persona por el solo hecho de existir como ser humano.
La decisión libre y consciente de una persona acerca de qué hacer con su propio cuerpo, incluso cuando esta decisión tenga como consecuencia la muerte, hace parte del ejercicio de la dignidad humana. Por esta misma razón, no está bien practicarle a una persona un determinado procedimiento médico en contra de su voluntad ni tampoco negarle la posibilidad de una muerte digna (en el caso de la eutanasia) ante una enfermedad incurable y tortuosa. Lo mismo ocurre con la decisión de vacunarse. Precisamente el hecho de que el cuerpo sea el sustrato material de la existencia humana individual implica que sobre él reconozcamos un sentido de sacralidad: el cuerpo no tiene otro titular que el propio individuo y nadie más puede decidir legítimamente sobre el mismo ni afectar su integridad.

Por su parte, el derecho colombiano además de reconocer el derecho al libre desarrollo de la personalidad (Art. 16. C.P.), establece que “nadie será molestado por razón de sus convicciones o creencias ni compelido a revelarlas ni obligado a actuar en contra de su conciencia” (Art. 18. C.P.). Es con arreglo a estos principios constitucionales que la Ley Estatutaria de Salud prescribe el derecho a “obtener información clara, apropiada y suficiente por parte del profesional de la salud tratante que le permita tomar decisiones libres, conscientes e informadas respecto de los procedimientos que le vayan a practicar y riesgos de los mismos. Ninguna persona podrá ser obligada, contra su voluntad, a recibir un tratamiento de salud” (Lit. d. Art.10. L. 1751/15).
De lo anterior se sigue que nadie podría ser obligado –de manera coercitiva– a vacunarse. Lo que las autoridades públicas sí pueden y deben hacer es fortalecer las campañas pedagógicas y de información para convencer a las personas de recibir la vacuna, resolviendo las dudas de los ciudadanos y desvirtuando las fake news o las teorías conspiranoicas de los anti-vacunas.
Pero, ¿esto quiere decir que aquellos que se nieguen a vacunarse quedan exentos de asumir cualquier carga relacionada con su decisión o que no se pueda establecer sobre ellos ninguna limitación? De ninguna manera. El ejercicio de la autonomía personal y de los derechos constitucionales no es ilimitado e implica grandes responsabilidades. Sobre todo en este caso: negarse a recibir la vacuna contra el Covid-19 no solo conlleva un riesgo más alto de contagiarse, enfermar gravemente y morir, sino también de afectar la salud y la vida de otras personas. En este sentido, los efectos de la decisión no se limitan exclusivamente al propio cuerpo del individuo y el argumento del bien común no queda invalidado.
El hecho de vivir en sociedad implica reconocer exigencias morales de reciprocidad y cuidado mutuo y, por eso mismo, la Constitución señala que el ejercicio del libre desarrollo de la personalidad está limitado por los derechos de las demás personas. De esta manera, aunque en virtud de la autonomía personal y de la inviolabilidad corporal una persona podría tomar la decisión de no someterse a la vacuna, aún tendría la obligación (moral y jurídica) de observar las demás medidas dirigidas a evitar que las personas de su entorno queden expuestas al virus. Más aún, sería equitativo y razonable exigirle a las personas no vacunadas que cumplan con estándares más estrictos de bioseguridad que los definidos para las personas vacunadas.
Por supuesto, habrá casos muy difíciles de resolver. Por ejemplo: ¿se debe limitar el acceso de las personas que decidieron no vacunarse a ciertos eventos o actividades sociales?
Esta pregunta no se puede responder en abstracto. Ya hemos vivido y seguramente seguiremos viviendo circunstancias especiales de la pandemia que hacen razonable establecer ciertos límites sobre el ejercicio de las libertades constitucionales (restricciones de circulación internacional, medidas de toque de queda o de pico y cédula). Sin embargo, estas limitaciones nunca pueden ser desproporcionadas, al punto de desconocer de plano el derecho involucrado y atentar contra la dignidad humana. Bajo estas mismas pautas, no sería razonable impedir que las personas no vacunadas –aún cuando cumplen con las demás medidas de bioseguridad– asistieran a sus lugares de trabajo o de estudio, o accedieran a la prestación de algún servicio público: esto sería tanto como obligarlas a vacunarse de manera coercitiva. Pero aún habría que discutir si cabe impedir –y bajo qué condiciones– su asistencia a fiestas, o a eventos de carácter cultural o deportivo.
Lo cierto es que, en lo que respecta al tema de la vacunación, la única manera de satisfacer la doble exigencia de respetar la autonomía personal y de garantizar el bien común será ponderando estos dos principios. Así, tendremos que ceder en cada una de estas exigencias –sin llegar a sacrificar a ninguna de ellas en su totalidad– según lo vayan exigiendo las circunstancias. De qué manera y en qué medida se pueden conciliar principios de justicia que resultan contradictorios en una situación concreta, es la pregunta que siempre habrá de enfrentar una sociedad democrática. Por otra parte, para resolver cuestiones éticas y jurídicas no existen fórmulas matemáticas ni verdades que puedan ser comprobadas de manera definitiva. El debate apenas comienza.

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