A diez años de su partida.
Solías trapear con agua espumosa la casa amplia, larga, alta de tus abuelos. Mucha agua. Mucho jabón. Sus baldosas solo tomaban brillo luego de dos pasadas de agua con jabón azul y otras dos en que te dedicabas a secar y a brillar. Ibas desde la puerta hasta la cocina que quedaba en el fondo, a unos treinta, quizás cuarenta metros… Cuando terminabas, el piso se veía desde la cocina como un espejo. Entonces tu tía te decía: «mijo, qué bonito le quedó». De todas maneras, daba igual. Los frecuentes compradores del depósito de madera y de carbón que había en la casa lo empañarían en menos de una hora.
Ibas a empezar la última pasada a toda la casa. Llegabas a la puerta, siempre abierta, siempre habilitada para el limosnero, para el cliente, para el peregrino. Viste una sombra que se acercaba a la puerta. Pusiste la trapeadora en el suelo y ya ibas a trapear. La sombra, pudiste notarlo, era la de un hombre. Tenía alrededor de setenta y cinco años, su piel era morena, era alto y, a pesar de su edad, su postura era erguida. Llevaba un sombrero blanco de vaquero, sus orejas eran grandes y de ellas escurrían unos largos lóbulos.
Ibas a empezar a trapear. El hombre miró desde afuera y esperó a que le dieras permiso para entrar.
—Buenas -saludaste.
—Buenas tardes-respondió.
Estiró la mano. Estiraste la tuya.
Sus manos eran suaves, aunque se notaban quemadas por el sol de los años.
—¿Esta es la casa de don Israel Jiménez? ¿Cierto? -su mirada era fija y su voz grave como la de los locutores que dan las noticias en la madrugada por la radio am.
—Sí -contestaste.
Observaste que estaba bien vestido: con camisa manga larga blanca y pantalón de lino café. Despedía un olor a loción amaderada. Descubriste en él un orgullo montañero, un orgullo de los que son humildes. Miraste sus ojos verdes y te alcanzaste a perder en ellos, como se pierde la mirada viendo las montañas a lo lejos.
—¿Y dónde está él?, ¿me lo puede llamar?
Silencio.
No supiste qué decir.
Por un instante te dio una risa nerviosa que lograste contener. No sabes por qué en algunos momentos angustiosos de la vida te dan ganas de reír.
-Jhmmm -murmuraste.
Silencio. El viento que venía de la plaza del pueblo sacudió el sombrero del hombre.
No supiste decirlo. Pero lo tuviste que decir.
—Lo que pasa es que él se murió -dijiste como si en un extraño sentido fueras responsable de aquella muerte y como si tuvieras que dar cuenta de ello al hombre que acababa de llegar.
Silencio.
El hombre respondió con una mirada nostálgica, con esa mirada de los viejos cuando van a narrar una historia.
El viento levantó las hojas coloridas del almendro de la acera de en frente.
─¿Hace cuánto?, ¿hace poco? -preguntó.
─Hace más o menos siete meses ─respondiste.
Al despedir las palabras de tu boca te diste cuenta de que no habías calculado bien. Había transcurrido un año en realidad.
─Hace bastante tiempo -dictaminó el hombre.
─Sí, hace más o menos siete meses -reiteraste.
Silencio.
Diste unos pasos afuera, donde ya daba el sol caliente de las dos de la tarde.
─Ah, entonces, ya no volveremos a verlo -dijo con una falsa serenidad que quería encubrir su tristeza. Elevó su mirada como queriéndolo encontrar en el cielo.
─Sí, ya no lo volveremos a ver -dijiste buscando las montañas con los ojos.
Por el calor, las palabras parecían volverse fuego al salir de la boca.
Viento.
─¿Usted dónde vive? -preguntaste porque intuiste que no vivía en el pueblo, si hubiera sido así se habría dado cuenta de la muerte de Israel.
─En Camparrusia… Lejos.
«Lejos como su mirada», pensaste.
─Ah, ya.
El sol lo doraba. El sol te doraba. Ese sol caliente de tierra caliente.
─Yo vivo allá en Camparrusia, bajo aquí al pueblo cada cierto tiempo. Yo era conocido de él. Yo bajaba al pueblo para que él me motilara y me motilaba…
─Él era mi abuelo -dijiste para explicar tu relación con Israel.
El hombre te observó con la compasión con la que sólo se podrían mirar a aquellos que quedan huérfanos de sus abuelos.
─Conversábamos bien bueno. Su papá, don Abel, fue el que construyó la emisora…
Viento y silencio.
Estabas atento de sus palabras, como siempre que hablas con los viejos.
─Cito el viejito -dijo para sí, como pensando también en su vejez, en la proximidad de la muerte, su muerte.
Y luego añadió con la tristeza de quien sabe que no volverá a ver más a un amigo:
─Es una lástima.
Se despidió antes de que dijeras algo más. Parecía con un poco de prisa… Se despidieron.
Se fue como apareció: tenuemente, pero con pasos orgullosos.
«Ay, abuelo, qué falta hacés», pensaste y te pareció verlo sonreír en tu imaginación. Pero al cruzar el umbral de la puerta se esfumó tu recuerdo de él. «¿Ahora quién motilará a ese viejo?», te preguntaste una vez adentro. Cogiste la trapeadora, te pusiste a brillar el suelo. Antes de llegar a la sala, en ese pequeño espacio del zaguán estaba la pesada silla giratoria de cuero rojo, la repisa de madera despintada, los espejos, la máquina, las tijeras y todos esos otros accesorios que, desde hacía un año, anhelaban las manos morenas, las manos delgadas, las manos nudosas del peluquero que no pudo motilar más.