Hilos de memoria

Parte uno

Mi nana siempre me decía que cuando me casara nunca le dijera “te amo” a mi marido: “Los hombres son cobardes, Val… cuando les dices que los amas, ellos se van. Se lo advertí a tu madre y mira ahora lo que le ha pasado. Llora siempre que se levanta el olor a pasto mojado por la lluvia. Estoy segura de que ella es quien hace llover para poder traer el olor a su Ayram.

Ayram, mi padre. No lo recuerdo. Yo solo recuerdo a mamá y cómo se marchitó como un lirio después del vendaval cuando él se fue.  

Abel simboliza “la de fortaleza y valentía”. Mujer de ojos tristes y aura color ocre, como te ha dejado tu amado. 

Ayram significa “hombre libre”. A veces me pregunto si acaso las madres de ambos sabían, mientras leían las hojas de té donde visionaban los porvenires, delatando esa magia maternal que tiende a ser tan sobrecogedora, qué era lo que iba a pasar y qué nombre acorde debían de llevar sus hijos. Siempre me preguntaba si mi nombre también llevaba un propósito consigo. 

Yo me llamo Valeska, Val para mi nana, cuando me habla de cosas importantes. Hase (Coneja) el resto de las veces. Pero soy Valeska para todos los demás. Valeska, “la fuerte y valiente”.  

*** 

Cuando Alfons me pidió matrimonio, luego de unos meses cortejándome y dándome poemarios de Christian Hofmann, del cual se aprendió el poema Descripción de la belleza perfecta para recitármelo cada vez que se percibía perdido en el afecto que me tenía. Como en ese momento, sudoroso, diciéndolo más para sí que para mí.

Un cuello que en todo aventaja al cisne, 
Dos mejillas, donde la majestad de Flora se agita, 
Una mirada que derriba hombres, que convoca rayos, 
Dos brazos, cuya fuerza al león han ejecutado… 

-Val, flor mía, ¿puedo ser tu esposo? 

Un corazón, del cual no brota más que mi ruina, 
Una voz, tan celestial que mi condena sentencia, 
Dos manos, cuyo rencor al destierro me envían, 

Y con dulce veneno la misma alma envuelve 
Un adorno, así parece, en Paraíso creado, 
De todo ingenio y libertad me ha privado. 

-Val, cásate conmigo. 

Yo solo lo miraba con una sonrisa nerviosa y evasiva. Abrí la boca como para decir algo, pero el pánico hizo que la palabra se extinguiera antes de salir. Alfons me puso torpemente el anillo. Él conocía mi silencio.  

Mis ojos se desorbitaron al ver que era en serio. Había un anillo en mi dedo. Uno que antes solo dibujaba cuando caía la tarde mientras Alfons me acariciaba con sigilo y delicadeza. 

Yo miraba a través de él. Buscaba mi casa. Él lo supo. Me abrió camino y yo me fui desbocada en dirección a mi abuela. Ella preparaba un té cuando llegué a que me detuviera el frenesí con su abrazo.  

-Te propuso matrimonio, Hase ¿cierto? Él vino aquí antes, a pedir mi bendición.  

-¿Y se la diste?- la miré con horror. 

-Claro que sí. 

-Antes de preguntarle si podía usar el vestido familiar y si sí se imaginaba niños corriendo por la casa con la ceja partida de Alfons y mi nariz torcida, tenía que preguntarle lo que realmente desolaba mi corazón  

-Nana ¿cómo haré yo para no amarlo? 

Ella solo me acariciaba y observaba a mi madre en el patio regando la huerta. La miraba pidiéndole a sus dioses que por favor yo no terminara así. Podía sentir sus rezos aturdidores. Incluso yo comencé a rezar mientras miraba el pequeño anillo que se posaba a la medida en mi dedo anular. Una sutil argolla con una pequeña piedra roja y un grabado que tenía la fecha de hoy. 12/04/1937.

Alfons toca la puerta y nos mira. Yo me incorporo y le beso.  

– Nana me dejará arreglar su vestido para usarlo.  

***

Alfons era un granjero del pueblo, joven, que lo único que poseía como herencia era una pequeña casa de techo naranja y un gran prado que se habría a un bosque austero de árboles iguales, al cual mi Alfons dedicó toda su infancia buscando los pequeños refugios abrazados por los árboles.

Nos casamos en ese prado. Al vestido de mi nana le quité las mangas y le hice una caída que hizo que al final de la noche la falda se ensuciara tanto que me hizo desistir de creer que algún día mi hija también lo usaría.   

Mi abuela me preparó para esa noche de bodas. Me explicó lo que iba a pasar. Habló de bebés y de cómo se hacían. Me dijo con dulzura que de ahora en adelante estaba bien que Alfons me viera desnuda y me tocara. Yo intentaba sopesar sus palabras. No entendía muy bien de qué manera era que Alfons me iba a tocar. Ambos siempre fuimos tímidos. Pasó mucho tiempo para que pasáramos de rozarnos las manos a darnos por fin un beso en la boca.  

Nana me controló las comidas toda la semana previa a la boda para verme más delgada y me dio unas bebidas muy amargas, pero, según ella, muy efectivas para la fertilidad. Siempre había soñado con tener una hija de cabello cobrizo y ojos avellanados como los de mi Alfons. No hice muecas mientras me tomaba todos los días, cuando recién comenzaba a salir la luna, la sagrada bebida de mi abuela a la que previamente le cantaba. 

***

Cuando por fin estuve a solas con Alfons esa noche, lo primero que hice fue cerciorarme de quitar el relleno que me había puesto mi nana en la zona del pecho para hacerlo ver más grande, y me pellizqué las mejillas para intentar darles algo de color. 

Él se sorprendió cuando lo besé.

– ¿Sabes qué es lo que va a pasar, Val? 

Yo solo seguí besándolo. La verdad yo no tenía muy claro qué era lo que iba a pasar.  

Él solo me tomó por la cintura y me llevó a la cama. Me miraba mientras me soltaba el vestido como en espera de que yo objetara. Pero no pasó. Permanecí quieta.  

Cuando Alfons me tuvo desnuda ante sí, se quitó él solo la ropa sin dejar de mirarme. Nos quedamos un momento así. Ambos escudriñándonos con la mirada, dibujando con los ojos cada peca y siguiendo el camino que se extendía por el cuello, el pecho y el sexo del otro. De nuevo, fui yo quien lo besó primero. Alfons mordisqueó mis pechos y, luego, cuando ya estuvo lo suficientemente cerca, entró en mí. Yo seguí quieta, ahogando un gemido que no discernía entre el dolor y el desconocido placer que hasta ahora se mostraba ante mí. Fue breve, sobrecogedor, algo tosco, pero no carente de dulzura. 

Esperé a que Alfons se quedara dormido para correr al baño y ver lo que me temía. Sangre. Un camino ramificado de lo que era ya sangre seca, extendiéndose desde mi entrepierna hasta mis rodillas. La imagen era incluso bella. Estaba esparcida de una forma tan sublime que casi hacía que se me olvidara que era producto de haber sido lastimada por tener a Alfons dentro de mí. Sin embargo, ya se había abierto ante mí un escenario lleno de imaginarios desnudos y con profunda vehemencia.  

La luna nos observó desde todas sus fases las noches posteriores. Alfons y yo estábamos sedientos por el otro. En poco tiempo aprendió a seguir, con los ojos cerrados, el camino de lunares que me rodeaban los senos y yo aprendí a tocarlo con poderío.  

Así se hicieron dos años.  

Con su mano la muerte pasará helada, 
su palidez al cabo, Lesbia, por tus pechos, 
será el suave coral pálidos labios deshechos, 
del hombro arena fría la nieve hoy inflamada. 

De los ojos el dulce rayo y los vigores 
de tu mano, que vencen a su par, vencerá 
el tiempo, y el cabello, hoy áureo de fulgores, 
será un cordel común, que la edad cortará. 


El bien plantado pie, la postura agraciada 
serán en parte polvo, en parte nulos, nada; 
ya el numen de tu brillo no tendrá ofrendante. 

Esto y aún más que esto ha al fin de sucumbir, 
sólo tu corazón puede siempre subsistir, 
pues la Naturaleza lo ha hecho de diamante.

(Caducidad de la belleza)

Dos años de contemplación, de refugio. Aún así, había dos cosas que me carcomían: no quedar embarazada y no poder decirle a Alfons que lo amaba. 

Con lo primero, mi nana creía que era su culpa porque no le gustaba la bebida de hierbas que me preparaba, su voz cuando le cantaba. Mi madre decía que era su responsabilidad por haber condenado a la familia cuando le dijo a Ayram que lo amaba. Alfons pensaba que había algo malo en él. Pero definitivamente el problema era mío. No era la dulce voz de mi abuela rechazada por las plantas o la añoranza de mi madre por su amado. Simplemente yo era estéril. Fue mi secreto mejor guardado. Solo no quería que Alfons me dejara. Así que fingía tener con él la esperanza de que pronto habría un bebé.  

***

Estábamos a mediados de agosto cuando Alfons llegó emocionado hablándome de un lugar que encontró en el bosque que se abría detrás de la casa. Me hizo ponerme un vestido floreado y sacar una manta para ponerla bajo el sol que se filtraba entre las hojas de los árboles. Recuerdo que Alfons me susurró al oído mientras extendía la manta, “aquí quiero hacer el amor contigo”. 

Esa fue la última vez que hicimos el amor. Ya ni siquiera recuerdo cómo fue. Borré todos esos sucesos para únicamente inmortalizar el instante en el que se me salió el “te amo” que dejó a Alfons atónito y a mi horrorizada. Solo esperaba que el bosque no me hubiera escuchado para hacer cumplir la santa profecía que perseguía a mi familia. Las dos noches siguientes no dormí, atenta de que Alfons no se fuera. 

En el día, cuando él se iba a trabajar, yo lloraba hasta su regreso. Solo pasada una semana empecé a dormir un poco, pero cualquier ruido me despertaba asustada y me hacía cerciorarme de inmediato de que mi Alfons siguiera durmiendo a mi lado izquierdo. Pasadas dos semanas, ya estaba convencida de que la profecía con la cual crecí era una completa mentira. Estaba aliviada. 

***

Es el 1 de septiembre de 1939, en la mañana, cuando anuncian por la radio que ha iniciado la guerra. Ordenan que todos los jóvenes varones deben estar preparados para enlistarse y partir. Alfons llega del trabajo y comienza a empacar. Yo comienzo a llorar. Se estaba yendo. La profecía desató una guerra mundial porque yo le había dicho a Alfons que lo amaba, y me había hecho creer que teníamos una pequeña tregua en donde no iba a hacer que se fuera.  

Alfons significa “noble guerrero”. No fue sino hasta ese momento que confirmé que nuestros nombres tenían una razón. Tal como me lo temía.

Se fue.  

Ahora heredaría el jardín de mi madre en donde se evocan a los seres amados con la lluvia. No importaron los rezos ni los cantos. Me convertí en la pobre Abel. 

Mi nana siempre me decía que cuando me casara nunca le dijera “te amo” a mi marido: “los hombres son cobardes, Val… cuando les dices que los amas ellos se van”. 

Lo que nunca me dijo fue que yo podía negarme a ser recuerdo. 

Eso me lo dijeron los árboles. Las flores me gritaron que empacara y el camino me recitó los poemas que antes me leía Alfons. 

Yo me llamo Valeska; Val para mi nana, cuando me habla de cosas importantes. Hase (Coneja) el resto de las veces. Pero soy Valeska para todos los demás.  Valeska, “la fuerte y valiente”. 

Decidí negarme a no amar a Alfons. Así que salí a buscarlo. 

Yo no seré recuerdo. 

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