Veo al sagrado corazón de Jesús que, con sus manos, hace los gestos usados en el Ágora. Está colgado en la pared de la sala. Tiene la esquina rota, como la primavera de Benedetti. De pequeña pensaba que ese corazón cobijado de fuego se desbordaría y que las llamas alcanzarían las cortinas de mi habitación, mi cama y luego mi cabello, ese que abarca tanto espacio pero que en ese momento no se atrevía a crecer, casi como un símbolo de lo que pasaría después, de lo que hoy no se expande, de lo que hoy no es cuerpo. No sentía miedo por mí, pensaba en mi hermano, que despertaría por el humo y vería mi carne desprenderse como si se adelantara el otoño, temía ser la silueta de sus pesadillas y la causa de sus terrores nocturnos, temía que mis padres me apartaran de la ventana y de las niñas que patinaban afuera, temía otro jarrón descartado.
Un diluvio de tierra
se cruza entre los dedos de los pies,
como tejiendo
a la gente y a la guerra
en este cuerpo.
Nunca me atreví a ir a la habitación de mis padres a refugiarme, ahora, 13 años después, voy llorando a esconderme bajo el cabello de mi madre y su voz repetida, porque ese Cristo, viene en las noches e introduce sus dedos en mi boca rasgando el paladar hasta llegar a la garganta; cuando tengo el rostro enrojecido, como si acabara de jugar, me recuerda en voz alta lo que dibuja el gesto de sus manos:
«En el nombre de Jesús,
toda rodilla se doblará,
de los que están en el cielo y en la tierra
y debajo de la tierra»
Habla, se va y yo intento correr, pero se presenta el otro: sus manos se multiplican, me cubre la boca, me sujeta el cuello, se desliza por mi entrepierna mordiendo mi vulva con el silencio de su tacto. Deseo ser mi propio grito, huyo y me enfrento a puertas repetidas, de colores, como el parquecito infantil, y entonces elijo la puerta azul porque es el color de la escalera y luego la verde porque es el color del pasamanos, después la amarilla porque es el color del lizadero, porque la infancia es de color amarillo, y al otro lado de esa puerta, una calle. La luz de un sol artificioso golpea contra la pared blanca de enfrente, de ella crece la flor del curazao y los brazos de mi madre… y luego, otra vez, los brazos del otro.
Memoria del otro
Al lado de la calle está mi sombra, recostada en el cemento hojaldrado de sol, veo a los vehículos pasar sobre ella y luego levantarla hasta caer al pavimento, sin ruido, ¿Cuándo empezó el silencio?
Me aturdía la autopista en las mañanas y el chocolate tomaba el sabor del agua de florero, la boca se ponía verde y pastosa. Separar las muelas dolía y al mover la lengua se desgarraba la piel del paladar como cosida por un zapatero, boca de zapato.
El olor de mi piel no recuerda a un lugar seguro, no podemos escamparnos de los nombres que faltan por bautizar con un cuerpo. Los lunares son pupilas ajenas. La inconsciencia es débil, la mentira dolorosa, cerrar puertas y ventanas aturde; la montaña resbala en las últimas luces anaranjadas, llevándose todas las voces de la casa. Me hallaron en silencio y el miedo siguió arrullándome al oído para que yo no cantara.
Me he arrodillado, nadando entre un arsenal de inválidos, ante el Cristo de espaldas. Otra mirada prestada. Las lágrimas también corrompen los ojos cuando se lee una parábola escrita a lápiz. Crece del letargo la humedad: Yo no soy si no me observan, AHORA PUEDEN ENTRAR.
He de acercarme a mi vida para ahorcarla con las manos.