¿Para qué lectores en tiempos de penuria?

Existe la creencia común de que las personas que tienen acceso a los bienes del arte y la cultura adquieren, por ese solo hecho, una cualificación moral que les permite actuar de buena manera en todos los espacios de la vida privada y social. Lastimosamente, la historia no ha hecho más que refutar esta opinión. Por citar un ejemplo perturbador, George Steiner señala que desde el acenso de los nazis al poder “sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”. Y, en efecto, nadie podría dudar del alto vuelo intelectual y cultural de personajes como Martin Heidegger, Knut Hamsun o Ezra Pound, quienes en algún momento fueron tentados por las mieles amargas del totalitarismo.

Sin embargo, está igual de equivocado quien descarte de plano la importancia de las grandes obras del espíritu (artísticas, filosóficas o científicas) en la educación moral de las personas; o –todavía peor– quien considere que acudir a estas obras es cosa de pecado, perversión o crimen, como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia. Mucho más razonable sería llevar las cosas a su justo medio y concluir que, aunque el arte y la cultura no siempre funcionan como fuerzas humanizadoras, es necesario preguntarse insistentemente por el valor positivo de sus distintas expresiones en nuestro tiempo y nuestra sociedad. Esta cuestión está atravesada, a su vez, por otros interrogantes: ¿Cuáles son las funciones sociales de las diversas manifestaciones artísticas? ¿Qué actitud deben asumir artistas, intelectuales y científicos ante contextos de precariedad o injusticia? ¿Cuál es el contenido de las complejísimas relaciones entre ética, política y estética?

Ante la imposibilidad de abordar en este texto todas estas cuestiones, me limitaré a presentar algunas reflexiones –no del todo originales– sobre una de las tantas actividades asociadas al campo del arte y la cultura: la lectura de literatura. En particular, lo que aquí me quiero preguntar es de qué manera la lectura literaria sí puede tener efectos humanizadores, sobre todo en contextos de injusticia o de dificultad; o, modificando el famoso verso de Hölderlin, preguntarme para qué lectores en tiempos de penuria.

Probablemente ninguna obra haya sido tan esclarecedora para mí, sobre este punto, como el libro Justicia Poética. La imaginación literaria y la vida pública (1995) de Martha Nussbaum. Allí, la filósofa norteamericana sostiene que “una ética de respeto imparcial por la dignidad humana no logrará comprometer a seres humanos reales a menos que estos sean capaces de participar imaginativamente en la vida de otros, y de tener emociones relacionadas con esa participación”. Y esa imaginación empática es justamente la que puede desarrollar un lector agudo y sensible: este no solo se pone en los zapatos de los personajes, sufre, se indigna o se alegra con ellos, sino que con sus emociones hace evaluaciones implícitas sobre las situaciones morales representadas en el texto literario; y este tipo de evaluaciones descansan en una suerte de teoría del bien elaborada en la conciencia del lector.

Pero la imaginación literaria no se limita a una mera intuición emocional, que por sí misma es incompleta y puede resultar desorientadora. Según continúa Nussbaum, esa teoría del bien de la que parte el lector “debe cotejarse con las teorías morales y políticas que ha propuesto la filosofía, no solo en el seno de la reflexión interior que hace cada lector, sino en conversación con otros lectores”. Como consecuencia de este movimiento crítico, el lector razonable incluso se verá obligado a rechazar las primeras intuiciones emocionales que surgen en sus lecturas en beneficio de razonamientos propiamente éticos (y, por lo tanto, reflexivos y sistemáticos). Así, la imaginación literaria lejos de oponerse a la argumentación racional, le aporta valiosos elementos que no se encuentran –o son escasos– en otras prácticas de la vida cotidiana y, en este sentido crítico y dialogante, también hace parte de la racionalidad pública.

¿Qué es lo que tiene la obra literaria para suscitar este tipo de prácticas en el lector? Martha Nussbaum señala que la buena literatura es subversiva y perturbadora: subversiva porque trastoca el orden de la racionalidad instrumental presente en muchos de los discursos económicos y políticos; y perturbadora porque impacta (saca de quicio) al lector, obligándolo a hacerse preguntas sobre sí mismo. La autora reseña, además, que el mismo Aristóteles entiende que el arte literario es más filosófico que la historia porque mientras esta solo informa sobre los hechos tal como suceden, la literatura muestra las cosas tal como podrían suceder. Con esto, los lectores de literatura acceden a las experiencias de los personajes, que representan formas muy diversas de vida humana, sin necesidad de padecerlas en carne propia.

Fotografía por Jenifer Moreno Zapata

Una prueba histórica de todo lo anterior es el papel que jugó la lectura de novelas en el desarrollo de los derechos humanos. En La invención de los derechos humanos (2007), Lynn Hunt explica que la masificación de la lectura de novelas epistolares, hacia el siglo XVIII, fue un fenómeno determinante para que las élites ilustradas comenzaran a pensar en las necesidades de fundar un nuevo régimen democrático y de promulgar un catálogo de derechos igualitarios para los seres humanos. En palabras de la autora: “Mediante el intercambio ficticio de cartas, las novelas epistolares enseñaron a sus lectores nada menos que una nueva psicología, y en ese proceso echaron los cimientos de un nuevo orden social y político”. Esta nueva psicología apareció gracias a que las novelas mostraban que todas las personas eran esencialmente parecidas, cuando menos en lo que se refería a sus sentimientos y a su deseo de autonomía. De este modo, según continúa Hunt, “la lectura de novelas creaba un sentido de igualdad y empatía mediante la participación apasionada en la narración”.

Para más señas, novelas epistolares como Pamela (1740) y Clarissa (1748-49) de Samuel Richardson, y Julia o la nueva Eloísa (1761) de Jean-Jacques Rousseau, narraban –en primera persona– las cuitas y los sentimientos más íntimos de personajes que nunca habían sido socialmente relevantes: mujeres de clase media, criados o sirvientas. Por su parte, y como efecto de este artefacto narrativo, los lectores descubrían que aún en estos personajes supuestamente insignificantes existía una individualidad dotada de profundidad e igualmente compuesta por conflictos morales, anhelos, alegrías y sufrimientos. Así, al tiempo que los lectores de novelas del siglo XVIII aprendieron a ampliar el alcance de su empatía más allá de las barreras de clase social, género o nacionalidad, apareció la idea de la dignidad humana y estallaron las grandes revoluciones liberales, en medio de las que se promulgaron documentos como la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano (1789), la Carta de Derechos de los Estados Unidos (1791) o La declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791) de Olympe de Gouges.

Entonces, ¿para qué lectores en el siglo XXI? Si bien los problemas sociales del siglo XVIII eran muy distintos a los que tenemos actualmente, la actitud humana con la que estamos llamados a enfrentarlos sigue siendo la misma: la empatía. Tal vez la mayor dificultad que tenemos para plantar cara a las situaciones más graves, el cambio climático, la creciente desigualdad social, la pandemia actual o la erosión de las libertades civiles a nivel mundial, consiste en que todavía pensamos que estas realidades no nos llegarán a tocar nunca, o por lo menos no directamente. De hecho, si hay un signo que parece marcar cada vez con mayor fuerza lo que llevamos del siglo XXI es un proceso de individualización exacerbado (comprendido dentro de la racionalidad neoliberal), que se expresa –en últimas– en una actitud negacionista de las situaciones manifiestas de injusticia y del sufrimiento humano que no se viven en carne propia.

Nuria Labari, en el artículo de opinión La conspiración de los conspiranoicos (2020), plantea una atinada radiografía de este mal de nuestro siglo: “La instrumentalización laboral de la educación, el dinero como criterio de éxito, y el desprestigio del pensamiento y de la creación en la forma de abordar la comunicación y las relaciones sociales, ha llevado a la construcción de un tipo de ciudadano que entiende la experiencia como algo pegado al cuerpo individual, más concretamente al suyo. Y cuanto más se pega la experiencia al cuerpo individual, con mucha mayor facilidad aparecen los totalitarismos, que se nutren del desprecio del conocimiento objetivo”. De esta manera, más que nunca es urgente que ejercitemos la lectura literaria y cualquier otra práctica que nos permita participar imaginativa y afectivamente de los sentimientos, los pensamientos y la precariedad de los otros.

Es cierto que la imaginación empática palidece ante las fuerzas destructivas del interés egoístas, del abuso de poder o de la crueldad humana; más aún cuando estas últimas son defendidas por muchos individuos cultos e intelectualmente competentes, pues también sabemos que la lectura de literatura no es por sí sola garantía de un comportamiento humanitario. Sin embargo, la historia no pocas veces ha demostrado que las pequeñas resistencias y las mínimas variaciones en el pensamiento son el germen de los cambios sociales y políticos más radicales. ¿No es un síntoma bastante diciente el que la novela distópica 1984 (1949) de George Orwell se haya leído con tanta avidez durante el 2020? ¿O el que se haya hablado tanto sobre obras como El ensayo sobre la ceguera (1995) de José Saramago o La Peste (1947) de Albert Camus? Buena parte de la humanidad no solo espera que se encuentre, en términos instrumentales, la cura para el Covid-19 o la forma de mitigar el cambio climático: está buscando de manera insistente una respuesta moral sobre cómo el ser humano debe habitar el mundo, y sabe que en la literatura –como en otras manifestaciones del espíritu– subyace parte de esa respuesta.

8 comentarios sobre “¿Para qué lectores en tiempos de penuria?

    1. Felicitaciones a nuestro maestro, ANDRÉS ÁLVAREZ ARBOLEDA, por sus escritos, los cuales nos ponen a reflexionar sobre la importancia de la lectura literaria y los cambios que esta hace en el ser humano, aún más en estos tiempos tan complejos.

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  1. Felicitaciones a nuestro maestro, ANDRÉS ÁLVAREZ ARBOLEDA, por sus escritos, los cuales nos ponen a reflexionar sobre la importancia de la lectura literaria y los cambios que esta hace en el ser humano, aún más en estos tiempos tan complejos.

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  2. «Marchaban a la par, el uno vidente, el otro ciego; el que el ciego ignorase su ceguera sólo (sic) suponía un alivio para él mismo».

    ¿Estará condenado aquel que es empático a sufrir también por la falta de empatía? Espero que no

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