Las paradojas de la cancelación

Durante los últimos años, entre varios movimientos reivindicativos (feministas, ambientalistas, anticolonialistas, entre otros) y, en general, entre un buen sector de la opinión pública, ha hecho carrera una práctica que se ha dado en llamar cultura de la cancelación. A pesar de que este último término es bastante reciente y todavía hay que tomarlo con pinzas, podríamos decir que –a grandes rasgos– denota la censura o el boicot instantáneos contra aquellos (sobre todo si son personajes públicos, actuales o históricos) que sostengan alguna posición que se considere ofensiva o reprochable, desde el punto de vista de estos movimientos. ¿Qué tiene esto de malo? Si bien es un imperativo moral resistir las situaciones manifiestas de injusticia, retirando todo tipo de apoyo a los agentes de la misma y ofreciendo una oposición insobornable, esta actitud –en principio reivindicativa– requiere siempre una dosis suficiente de reflexividad, contención y autocrítica.

Es así que muchas de las campañas que han operado irreflexivamente bajo la lógica de la cancelación no solo han resultado ineficaces a la hora de desenmascarar y rebatir los llamados discursos del odio (sexistas, xenófobos, racistas, aporófobos), sino que han llegado a exageraciones grotescas, al punto de descalificar de plano algunas obras del espíritu humano que han construido, entre otras, las condiciones de posibilidad –materiales y simbólicas– de los grandes proyectos emancipadores. Este panorama ofrece, cuando menos, serias paradojas desde la perspectiva de la justicia: en lugar de profundizar y popularizar las reivindicaciones que con tanta razón proponen estos movimientos, la cancelación las ha erosionado y ha generado mayor resistencia social contra ellas; y, en lugar de abrir el debate a través de una buena actividad argumentativa, como debería ocurrir en el caso de movimientos que promueven estándares más altos de tolerancia, la cancelación lo intenta cerrar coercitivamente.

Ilustraré mi punto de vista con tres ejemplos:

Ejemplo 1. En la serie de videos Eres una caca, en un capítulo acerca de aquellos hombres que desde su pensamiento perpetuaron la estructura patriarcal y las conductas machistas, aparece Jean-Jacques Rousseau (representado en forma de mierda) pronunciando una afirmación –desde luego nefasta– según la cual la educación de la mujer debía estar dirigida a condicionarla para servir al hombre. A continuación, un pie aplasta la figura de Rousseau. Escenas similares se representan con otros personajes, de manera que la serie opera bajo la consigna: “si te identificas con lo que dicen los personajes, ya lo sabes… eres una caca”.

El discurso de estos videos, en su conjunto, está signado por las falacias ad hominem (se ataca al enunciante en su persona, no a su punto de vista) y ad baculum (se coacciona al interlocutor a aceptar el punto de vista, so pena de degradarlo). Así, Rousseau es personal y esencialmente descalificado, aún cuando este autor del siglo XVIII es condenado por una sola de las afirmaciones que componen su basta obra y juzgado –unilateralmente– bajo los estándares actuales de justicia. Pero, ¿no es precisamente la obra de Rousseau un eslabón histórico importante para el desarrollo del feminismo? La profesora Lynn Hunt en La invención de los derechos humanos (2007) cita la obra Julia o la Nueva Eloísa (1761) de Rousseau como uno de los hitos culturales que representó la situación de marginación y el dolor de las mujeres que pertenecían a clases sociales bajas, generando en sus lectores sentimientos de empatía.

En palabras de Hunt: “La identificación psicológica que conduce a la empatía iba claramente más allá de las diferencias de género. […] Al igual que las lectoras, los hombres se identificaban con la propia Julia. La lucha de ésta por vencer sus pasiones y llevar una vida virtuosa también se convertía en su lucha”. De hecho, Mary Wollstonecraft, madre del feminismo moderno, leyó ávidamente Julia o la Nueva Eloísa, novela de la que hizo numerosas anotaciones en sus reseñas y cartas, y que aún tomó como referente de sus propias obras, sin perjuicio de los cuestionamientos que ella misma hizo a las afirmaciones de Rousseau acerca de la educación de la mujer. Así mismo, Olympe de Gouges, autora de La declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1793), sin renunciar a criticar los desaciertos del filósofo, se identificó con buena parte de su obra y lo calificó como su principal influencia.

Ejemplo 2. A partir del bárbaro asesinato de George Floyd, estalló –como no podía ser de otra manera– un amplio movimiento social que repudió en las calles los constantes actos de brutalidad policial y racismo contra la comunidad afro en Estados Unidos. En el pleno fervor de aquella muerte, un edificio del Departamento de Policía de Minneapolis fue destruido y envuelto en llamas por los manifestantes, cosa que se entiende. Y bajo esa misma efervescencia fueron destruidas o retiradas estatuas de Cristóbal Colón, cosa que –digamos, aunque ya con más de recelo– también se entiende. Pero que, un mes después, en la ciudad de San Francisco haya sido dañada una estatua de Miguel de Cervantes Saavedra, como consecuencia de juzgar a un escritor del siglo XVII bajo el mismo racero con el que cabe hacerlo con aquellos homicidas del siglo XXI que con alevosía acabaron la vida de Floyd, no solo resulta una exageración sino un verdadero anacronismo.

No se trata, por supuesto, de que Cervantes fuera un santo o algo por el estilo. Al igual que Rousseau, el autor del Quijote tuvo actitudes que desde el punto de vista de nuestras concepciones de justicia son deplorables. Sin embargo, no podemos mirar la historia con el fin de juzgar –desde nuestros parámetros– a personajes que ya ni siquiera existen. Todo lo contrario: si debemos estudiar a profundidad la historia es para, después de haber hecho una valoración crítica de las experiencias del pasado, juzgar nuestras propias conductas y generar un relato futuro de sociedad. Y, de hecho, para construir el nuevo relato hay que echar mano de todas las herramientas emancipadoras que nos ofrecen las obras del pasado y del presente, entre las cuales la obra de Cervantes resulta crucial a la hora de entender las luchas incorruptibles en aras de la justicia y de la libertad.

Andrés Ibáñez se pregunta en su artículo Contra Cervantes: “¿Cómo se puede decir que es misógino el creador de Marcela, de Dorotea, de Zoraida, de Galatea, de la española inglesa, de la ilustre fregona, ejemplos de mujeres íntegras, inteligentes, valientes, independientes, admirables? ¿Cómo puede ser machista el autor del discurso de Marcela y del soneto de La Galatea donde dice «libre soy y en libertad me fundo»? ¿Cómo puede ser acusado de defender la esclavitud un autor cuyo tema central y obsesivo es la libertad, el creador de Don Quijote, que se pasa la vida liberando cautivos? ¿Cómo puede ser racista el creador del morisco Ricote?”. E, incluso, si Cervantes en vida hubiera sido un completo patán, que tampoco lo fue, ¿no valdría la pena hacer una lectura liberadora de su obra y de ella extraer los valores necesarios para crear una sociedad igualitaria, al margen de los defectos del autor?

Collage por: Yuliana Miranda. @soypaisaje

Ejemplo 3. La principesa (2018), una adaptación supuestamente incluyente del clásico de Antoine de Saint-Exupéry, realizada por Julia Bucci y Malena Gagliesi, es un caso catastrófico. No solo porque su factura literaria es deficiente, sino –y sobre todo– porque bajo la intención de hacer una obra adaptada al lenguaje no sexista, donde los animales reciben un mejor trato y donde, en síntesis, la “corrección política” es la pauta narrativa, este proyecto insulta de manera inaceptable las capacidades de discernimiento moral y pensamiento crítico de los niños y las niñas, quienes conforman su público objetivo.

En efecto, si de la literatura se puede reconocer alguna función social, ésta es la de servir como un testimonio artístico de todos los matices que presenta la sociedad donde surge a la vida una obra. Esto implica que el autor funge como un intérprete crítico de la realidad social y de los hechos históricos que le tocó vivir, pero también como un sujeto histórica y culturalmente situado que incorpora a su obra el sistema de valores bajo el que construyó su propio mundo, y que hoy en día puede resultarnos problemático. Esta doble connotación le permite a una buena obra literaria ser un vehículo de reflexión moral para el lector, quien encuentra en su contenido todas las vilezas y las virtudes humanas, se deja impactar por ellas, distingue matices y –finalmente– toma una posición. Ahí es cuando el lector realiza el objeto estético literario, más allá de las convicciones o de las intenciones del autor, y convierte su lectura en una actividad de apreciación crítica.

Pero, ¿qué puede ofrecer desde el punto de vista crítico una obra unilateralmente higienizada como La principesa? Más allá de que la distorsión de la novela de Saint-Exupéry raya con la censura, la nueva versión no hizo otra cosa que cancelar en ella el testimonio de la injusticia. En otras palabras: La principesa encubrió justamente lo que pretendía denunciar. Si en la obra literaria no hay violencias, perversiones y ensañamientos, tampoco hay un terreno fértil para indagar acerca de las atrocidades humanas o de las situaciones sociales que deben ser transformadas. Antes bien, una buena obra literaria, aún cuando presenta de manera descarnada la barbarie, o precisamente porque lo hace, punza la autonomía moral del lector y estimula su práctica de empatía. Y tal vez, no exista ojo más agudo y crítico que el de las niñas y los niños lectores.

***

Los casos descritos en estos tres ejemplos en vez de contribuir a los justos y urgentes reclamos de los movimientos reivindicativos, los debilita al inmolar momentos del pensamiento y del arte cruciales para que estos se pudieran desarrollar. Sin embargo, también hay en ellos un común denominador tanto más problemático: un atisbo de sectarismo que termina cancelando el espacio de discusión. Sobre esta actitud llamó la atención un grupo de intelectuales, entre los que se cuentan Margaret Atwood, Noam Chomsky, J.K. Rowling y Salman Rushdie. Según su carta, que me permitiré citar de manera textual y amplia, se ha intensificado “un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y la tolerancia de las diferencias a favor de la conformidad ideológica”.

Esta actitud es bastante grave si se tiene en cuenta que a través de instituciones y prácticas sectarias se han perpetuado a lo largo de la historia las situaciones manifiestas de injusticia que con tanto rigor deben ser señaladas y corregidas en la actualidad. Así, como continúa la carta: “no se debe permitir que la resistencia se endurezca en su propio tipo de dogma o coerción […] Si bien hemos llegado a esperar esto de la derecha radical, la cesura también se está extendiendo más ampliamente dentro de nuestra cultura: una intolerancia de puntos de vista opuestos, una moda para la vergüenza pública y el ostracismo, y la tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una ceguera moral cegadora”. Paradójicamente, estas tendencias riñen con la posibilidad de construir sociedades más incluyentes, diversas y democráticas.

De cualquier manera, no se puede descuidar un límite epistemológico sobre las discusiones en torno a la justicia: en el discurso práctico –aquel que versa sobre los comportamientos, las normas y los valores humanos– no es posible llegar a respuestas completamente concluyentes, verdaderas o demostrables, de suerte que la única manera de avanzar hacia la construcción de sociedades más justas es cotejando los diversos puntos de vista, discerniendo los argumentos más razonables y aprendiendo de las experiencias del pasado para no caer en las mismas catástrofes. ¿No ha sido, por lo demás, en nombre de las convicciones más arraigadas de los que se dicen “los buenos”, de los que presumen estar “del lado de la justicia”, que se han cometido los actos más monstruosos? De hecho, si hay algo que puede caracterizar una posición verdaderamente crítica y emancipadora es que incita al sujeto a hacerse persistentemente esta consideración: yo también puedo estar equivocado.

Redes sociales del autor:
https://www.facebook.com/andrestriplea

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