5 de febrero de 1918
Ayer he soñado una vez más contigo. Es la quinta vez en una semana. La señora Millar insiste en que descuido el trabajo. He arruinado dos vestidos que debíamos entregar con urgencia. Te extraño. Tiemblo. Mi mente va a otro lado mientras cocino o estoy en la iglesia. Muchos de los hombres que partieron contigo han muerto. No puedo imaginar cómo es la guerra, pero escenas feroces de batallas me hostigan en la madrugada.
En la mañana, me levanté sobresaltada por la luz del día y por los gritos que venían de afuera. Me envolví en mi bata y salí descalza a la puerta. El frío me dio en el rostro. En la playa alcancé a ver a tres hombres arrastrando bultos entre la arena y las piedras. Creí que eran suministros, me pregunté si habían dañado el puerto. Corrí para ver de cerca el desembarco y comprendí que lo que arrastraban eran decenas de muertos que el mar había exhalado en la costa.
-¡Vamos, Eve, ayúdame!- Escuché que Jim Meany me gritaba. El agua estaba helada. Las piedras aporreaban mis pies. Le ayudé a tirar de un cuerpo hasta la playa. Iban uniformados. –Dios, Siguen llegando- Dijo de nuevo. Cuando volvíamos por otro, el sargento MacNeill llegó en su bicicleta con otros hombres del pueblo.
-Está bien señora, McGuckian. Vuelva a casa- me dijo. Llegué titubeando a la puerta y me derrumbé a llorar.
Durante toda la mañana, sacaron los cuerpos restantes. Doscientos, en total, que había dejado el ataque de un submarino alemán sobre un barco de transporte norteamericano, El SS Tuscania. Eran soldados que volvían a casa. En la tarde, revisé a cada muerto con el temor a encontrarte entre ellos. Me hinqué delante de cada hombre y le quité la arena y las algas del rostro. Volví a casa. Y lloré y reí de contenta, de saber que no estabas ahí.
El sargento MacNeill se quedó apuntando cada nombre en una libreta.
Mientras los hombres cavaban las fosas, las mujeres tejimos durante la noche una bandera americana, porque no teníamos en la isla. Son muertos ajenos, pero los acogimos en nuestro cementerio. Tal vez porque los nuestros tardan en llegar o no llegaran ya nunca. Los enterramos en presencia de los supervivientes y de un periodista extranjero. Algunos fueron rescatados por otros barcos. Hubo un servicio fúnebre sencillo.
Muchos de nuestros vecinos no han vuelto.
La guerra nos ha alcanzado. Quiero que vuelvas.
Eve
12 de mayo de 1918
¿Dónde estás?
Siento que todavía estás conmigo. Mi cuerpo no ha perdido memoria del tuyo. Siento que estás en mi piel. Escucho palabras dentro de la casa. No puedo verte. Esa forma de transparencia, de presencia en mi cuerpo, es el anhelo y me lástima.
Han encontrado al viejo McGillion muerto dentro del faro. Durante estos meses subía sin falta cada viernes a decirle que permitiera tu regreso, que no alejara con la luz a los barcos de la costa, sino que guiara el tuyo a casa. Sonreía. Era un hombre solo que no entendía acerca del amor. Desde el faro los barcos parecían bestias sonámbulas que erraran por una meseta desierta con sus luces. Como no pueden oírse, el único lenguaje que usan es el de las señales luminosas. Antes de morir, el viejo tapó brevemente la lámpara para anunciar que se iba. En el mar le contestaron con la misma oscuridad. Es el mismo silencio con el que respondes mis cartas. Tu amor es faro ciego al que busco sin esperanza. ¿Estoy en lo cierto? Sufro.
Eve
8 de octubre de 1918
¿Por qué no regresas? Hace dos días que he vuelto a soñar contigo. Todos los días tengo miedo de que el sargento MacNeill llegue en su bicicleta y me entregue el telegrama que me anuncia tu muerte. Huyo. Hago lo posible por evitarlo. Se ha dado cuenta, y si necesita algo de mí, se lo cuenta a la señora Millar. Siempre voy con la cabeza baja. He hecho saber a la gente de la isla que no quiero saber nada de telegramas, porque regresarás vivo.
Hace una semana que hace mal clima. Es el otoño. Ayer mientras caía la tormenta, escuché los mismos gritos que hace ocho meses. Salí a la puerta. Llovía. El viento ululaba con fuerza. En la playa se hallaban algunos hombres, tirando de bultos que reconocí como muertos. Creí que me estaba volviendo loca. Tardaron en llegar los refuerzos, así que estuve sacando cadáveres de las aguas durante una hora. Esta vez hubo otros sobrevivientes que los pastores sacaron del mar con sus cayados. El barco llevaba por nombre HMS Otranto.
-Es increíble que pase de nuevo- Decía Jim Meany, fuera de sí.
Creo que el mar está cansado de los hombres y vomita a sus muertos en las playas. Pronto la tierra hará lo mismo.
Son soldados de nuevo, náufragos de un buque que hundió la tormenta. De un accidente de dos barcos. Al día siguiente, casi quinientos cuerpos esperaban sepultura. Es un número terrible para una población de seis mil habitantes que somos en la pequeña Islay.
Estamos lejos del continente, a salvo de la guerra. Y, sin embrago, ella se hace sentir aquí. Vomita a los muertos. Tengo miedo de que todos los ahogados del mundo lleguen a esta isla.
Todavía no han enterrado a todos los soldados.
Revisé a cada uno temiendo que fueras tú. Volví a llorar y a reír. Pasé la noche junto a otras mujeres arreglando la bandera norteamericana y orando por ellos. Nos alumbramos con faroles.
Te escribo con desespero. Han pasado muchos meses desde que recibí tu noticia. Los diarios de Londres dicen que falta poco para que acabe la guerra. Ayer ha llegado un paquete de cartas. Las he reconocido de soslayo, pero no he querido abrirlas, por si son mis cartas que regresan sin haber sido leídas por ti.
Eve