Caronte

Por Julián Castro

De niño siempre soñaba con el río. Soñaba y cuando despertaba tenía la ropa mojada en orines. Mamá me decía que no pensara tanto en el río, pero yo siempre me imaginaba en él, atravesándolo con una barca negra. El sonido de la corriente me llenaba los oídos. Podía sentir mis dedos deslizándose en el agua como pequeños peces de piel babosa. ¡Cómo me gustaba estar ahí! Dice mi madre que papá era pescador en los mares y que cuando él era niño también quería vivir metido en el agua. Pero mamá no lo dice con cariño; se pone la mano en la cintura, ubica la mirada en el piso de tierra blanda y lanza un suspiro a cualquier parte. Yo sé que ese suspiro está más triste que yo. Mamá hace mucho que no es feliz, porque cuando papá se fue, ella estaba preñada y el niño, al saber que no tendría papá prefirió nunca nacer. A mí nunca me importó mucho. No he sabido cómo llegan los hijos al mundo ni quién los manda. Lo que sí recuerdo, es que un día mi abuela me dijo que los niños venían del mar. Yo no entendí por dónde ni a qué horas, pero desde ahí, siempre tuve la precaución de no tomar agua de mar para que no se me hinchara la barriga como le pasó a mi mamá.

Dicen que tener un hijo es doloroso, tanto como verlo partir. Pero aquí en mi casa las mujeres son muy fuertes; a veces el mar se les mete adentro y se les desborda. Les empiezan a salir unas gotas que les chorrean todo el rostro, y a veces, cuando les quita el polvo de la cara, las hace parecer esas estatuas viejas del cementerio, las que piden silencio para los muertos.

Mamá dice que cuando crezca un poquito más, también yo me voy a ir y que un día me van a encontrar ahogado, con la noche sobre los ojos. Pero yo no me puedo ir.

Hace un tiempo, unos hombres se arrimaron al río. Uno de ellos me hizo una seña con la mano mientras chiflaba. Nunca los había visto. De los tres, había uno que tenía el bigote como los bagres y llevaba un sombrero muy bonito, de cáñamo. A los otros no les pude ver bien la cara, pero eran unos negros muy acuerpados. Me dijeron que necesitaban llegar a La Comanda, una finca de la zona que yo solo conocía de nombre y como ellos no habían navegado el río, tenían miedo de perderse.

-Yo les hago el favor de llevarlos, pero me pagan. Conozco bien el río, del río pa’rriba hay un camino largo pa´llegar a La Comanda. A la finca no he entrado nunca, pero donde los dejo, no se pierden.

No me preguntaron precios ni más. Se subieron los tres y la curiara se metió un poquito más en el agua, apenas cupimos.

-Pelao, ¿usted cuántos años tiene?

-Catorce años, jefe, ¿por qué?

No me respondió, pero se miraron entre ellos como tramando algo.

Por fin, llegamos a la orilla del río donde los iba a dejar. Paré y les avisé que de ahí tenían que seguir derecho y que no había pierde.

-Pelao, le pagamos al regreso, la plata la tienen en la finca. Espérenos un ratico.

Me enojé con ellos, pero no tenía otra opción. Los vi alejarse y pensé en eso que había escuchado antes, que mucha gente no volvía nunca de La Comanda, porque se quedaban viviendo allá o algo así.

Al final me decidí a esperarlos por ahí cerquita. Uno tampoco puede ser tan desconfiado. Al rato, vi acercarse a los tres hombres acompañados de otros dos, y a esos, yo sí los había visto alguna vez, pero no me pude acordar dónde. Traían un bulto grande, y menos mal que no todos iban a montarse, porque con el bulto, ya solo cabíamos tres personas en la curiara. Los dos que se subieron, me pidieron que los llevara hasta el mismo lugar donde los recogí y me dijeron que al final me cobrara todo. Cuando me había adentrado en el río, me ordenaron parar. Entre los dos alzaron el bulto y lo tiraron al agua.

-Es que necesitamos recoger a alguien más y con el bulto no hay espacio -dijeron-.

Y así fue. En el mismo lugar en el que me encontraron la primera vez, vimos tres hombres. Uno de ellos era muy diferente a todos los que había llevado, tenía ropa más elegante. Era delgado y joven, parecía preocupado, se miraba cada rato el reloj en la mano derecha. Ese fue el que se subió. Arranqué cuando me lo ordenaron y ya ni siquiera pregunté por mi pago, supuse que me pagarían al llevarlos, otra vez, a La Comanda.

A mitad de camino, el joven empezó a hablar:

– ¡Caronte, oiga, usted!

-Yo no me llamo así -le dije-.

-Ya sé que no se llama así, pero usted es Caronte, ¿no sabía?

– ¿Por qué me dice así?

– ¿No se ha dado cuenta, pelao? Usted me está llevando al sitio donde me voy a morir.

Yo no entendí lo que me quería decir. Al dejarlos en tierra, el hombre joven se despidió.

Me dijeron que al otro día me iban a necesitar, que mejor me pagaban todo junto, que no me preocupara porque ellos eran hombres de palabra.

-Yo pensé que nunca los iba a ver otra vez, ¡qué gente tan rara!, con tal que me paguen…

Al otro día llegué a la hora que me pidieron. Ellos tardaron más y no vinieron los mismos. Otra vez traían un bulto pesadísimo que montaron en la curiara, y de los hombres, solo uno se subió. En la orilla me pagaron y me dijeron que ellos me buscaban luego para que les hiciera otros viajes.

Arrancamos, y a medio camino, como antes, se me ordenó parar. El hombre que iba conmigo, pareció recordar algo importante y refunfuñó. Abrió el bulto y de adentro salió un olor como a agua estancada. Con asco, sacó de la bolsa un reloj y me lo entregó.

-Pelao, casi se me olvida ¿se acuerda del muchacho de ayer? Ahí le dejó eso, que para pagarle el viaje al otro mundo.

Cerró el bulto y juntos lo tiramos al agua. El río borbollaba despacio y hasta me pareció que se iba callando. Me quedé viendo cómo bajaba el bulto, ¿algún día tocaría el fondo?

Mamá, yo sé que usted dice que me van a encontrar ahogado, con la noche sobre los ojos. ¿Cómo me voy a ir? Estoy condenado a llevar a los hombres al infierno, pero cuando yo me muera, ¿a mí quién me va a llevar?

Este río ahora está hirviendo.

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