A mí me dolió mucho ser mujer. En mis tiempos, serlo era la mayor vergüenza.
Si no me cree pregúntele a mi mamá. Ella era una mujer orgullosa de sus hijos varones, así que cuando me tuvo creyó que la estaba castigando Dios, y si ella era castigada también lo tenían que ser todos en la casa. Nunca dejó que mi papá la volviera a tocar.
Yo creo que me pasé toda la vida buscando el amor de mi mamá.
Cuando me siento a pensar en mi infancia, me voy para el pueblito de Cocorná, donde crecí. Pienso en la iglesia del sacerdote que me dio estudio y que luego me casó. También pienso en el día que tuve que dejar todo eso atrás.
Aquel pueblo nunca me vio ir a la escuela, pero sí despachar a mis hermanos para que lo pudieran hacer. La casa lloró conmigo cuando le dije a mi mamá que también quería ir y ella me contestó que las cosas que enseñaban allá jamás me harían una buena esposa.
–Usted lo que tiene que aprender es a calcular bien las tazas del agua pal arroz– me decía acompañado de un correazo en las piernas.
Mi papá tampoco me pudo querer, en su corazón habitaba un odio por mí, por haber maldecido la familia y no dejarlo tocar a mamá.
Aprendí que las cosas me las tenía que conseguir yo sola.
Un día luego de la misa, le dije al padre que yo quería ir a la escuela, que hiciéramos un trato. Yo le iba a hacer el aseo a la iglesia todos los días si él me daba el estudio. El padre siempre me miraba con mucha compasión, todos en el pueblo sabían que yo no era una hija querida, así que de sus labios no podía salir más que un sí acompañado de la nueva responsabilidad que le había, quizá, encomendado Dios. Cuidar de mí.
Cuando me pongo a recordar mi infancia, pienso en una hora, las cuatro de la mañana. El agua es más fría a esa hora, se me erizaban los pelos de la nuca al lavar la trapeadora y escurrirla… y lavarla otra vez. La iglesia no era muy grande, sin embargo, para la Tulia de 8 años, sí. A la seis cogía del tendedero la ropita que me había dado el padre para ir a la escuela, la lavaba todos los días porque me gustaba ser una niña muy limpia. Con lo que no contaba era que de lavarla tanto se me iba a desteñir, así que me tocaba improvisar y caminar rápido para que no se notara. Yo nunca faltaba a la escuela.
Al cumplir los quince años el padre me dio un vestido lo más de bonito, lo llevaba puesto cuando el muchacho del pueblo con el que estaba cuadrada me dio unas flores y me pidió que nos casáramos. Armando era el hombre de mi vida.
Un hombre de dieciocho años, trabajador, con sus cultivos y su ganado, con una finquita que tenía gallinas. Siempre me han gustado mucho las gallinas.
A mí me dolió mucho ser mujer. Si no me cree pregúntele a mi mamá. Cuando le fui a contar que me quería casar con Armando y le estaba pidiendo la bendición, cogió la correa para darme la pela de mi vida
-¡Usted se va a casar con quien yo diga, Tulia!– me gritaba mientras me hacía sangrar a punta de correazos.
Creo que mi error fue decirle que lo quería mucho y que iba a ser feliz con él. Ella no quería que yo fuera feliz.
A la semana mi mamá me dijo que me iba a casar, pero no con Armando, sino con don José. Un señor de 30 años, que ni ella conocía.
Recuerdo ir a llorarle al padre y pedirle con la voz desgarrada que no dejara que mi mamá me casara con ese señor… Pero él y yo sabíamos que no había nada que hacer, a mi mamá no había quien la atajara.
Ese día el padre me dejó llorar en la iglesia y confesarme una última vez.
El matrimonio se hizo a las dos semanas. Mi mamá me dio el vestido de cuando ella se casó y me dijo que no me molestara en devolvérselo.
Ella estaba muy contenta a pesar de que el padre le dijo que yo nunca la iba a perdonar por lo que me hizo, y de que mencionara que el altísimo Dios no iba a sonreír con esa unión. Lo que a ella le alegraba era por fin sacarme de la casa.
Lo peor fue tener que besar a un don José con bigote.
Mi nuevo marido me llevó a vivir con su familia en una finca que quedaba a tres horas del pueblo. La finca estaba puesta en una loma, pero al menos había gallinas.
Yo arreaba el burrito por detrás los domingos a las siete de la mañana para bajar a mercar. Me acuerdo de un día en el que, subiendo de nuevo para la casa, el burrito se cayó del cansancio por lo pesado del mercado y me tocó subirme al hombro el costal para dejar que el pobre animal descansara, nos demoramos el doble de tiempo en llegar a la finca.
Don José me estaba esperando sentado en el patio con su papá. Cuando don José estaba bravo se pasaba varias veces la mano por el bigote. Yo entré en silencio con el hombro adolorido y la falda llena de pantano a descargar el costal y poner la olla para la comida. Mientras terminaba de organizar el revuelto, don José me agarró por detrás del brazo y me acusó de haberme quedado con Armando en el pueblo. Lo que él no sabía era que Armando ya no vivía más allí, yo no lo volví a ver nunca.
El caso es que don José me iba a pegar. Todo pasó muy rápido. Cuando don José levantó la mano y yo escondí la cara, llegó el papá y se la detuvo en el aire
– ¡A ver pues malparido! Aparte de que esta pobre niña tiene que vivir un calvario casada con usted ¿la va a cascar? Si la toca yo lo mato.
A don José casi se le salen los ojos, pero menos mal para mi tranquilidad aflojó la mano y jamás me volvió a tocar. Ya era yo la que de vez en cuando le daba sus escobazos.
Pasados los años recordé lo que decía mi mamá sobre que yo estaba maldita. Al final no estaba tan equivocada. Todos mis hijos murieron asesinados o por enfermedades de las que no los pude proteger.
Nunca me separé de don José, aprendí a aceptar su presencia en mi vida. Estuvimos casados por más de treinta años, incluso llegamos juntos al asilo cuando él le dio la finca a los que quedaban de su familia.
Murió aquí, en el asilo. Todos los días le agradezco a Dios por habérselo llevado y le pido con mucha fuerza que no me lo devuelva y lo mantenga en su gloria. Ahora soy muy feliz, en el patio tenemos gallinas y todos los días las alimento y recojo los huevos.
A pesar de que tengo noventa y tres años salgo a dar una vuelta de vez en cuando para recibir el sol y aún puedo bailar.
Estoy esperando la hora de irme, ya cada día es ganancia.