Me di cuenta de que iba a morir cuando, a mediados de agosto, vi en mi mesita de noche cómo el arbolito y el pesebre se prendían de la nada. Pero yo no lo iba a permitir. Si me tenía que morir, sería en diciembre.
Yo siempre supe que no era una muchacha de la época. Recuerdo un parque los domingos después de la misa de tres. Las monjas revoloteaban sus velos gigantísimos. Me parecían encantadores. Cada vez que pasaban se me salían los ojos de la emoción. Un domingo de tantos concluí que yo debía portar uno de esos para adquirir la belleza que sentía tan ausente en mí, con vestiditos floreados. Y fue aquella misma noche que, más o menos a las once, corrí a la cocina con todas las cortinas y sábanas que encontré, y me creé mi propio velo de monja. Sabrá usted que fue un total desastre, pero yo me sentía tan bonita. Tomé un par de velas –por aquel entonces la luz de la bombilla alumbraba solo en sueños– y me fui con extremo cuidado de no arruinar mi obra, hacia la pieza de mis padres ya dormidos, para preguntarles si veían en mí a una de esas monjas bonitas del parque.
Esa noche nunca la voy a olvidar. Cada vez que llego a esta parte de la historia, se me hace imposible no tocarme el pelo: cuando arrimé la velita a mi cara para que mis padres me pudieran ver, las sábanas y las cortinas recién lavadas se quemaron, igual que mi cabello.
A veces siento que todavía traigo ese olor a pelo chamuscado. Al menos nunca fue la gran cosa. Creo que la gente nunca supo si yo era mona o castaña, ya casi no me acuerdo. Solo mantengo en mi memoria los esfuerzos de mi madre por recuperar lo que me quitó el fuego: me mandaba llena de trenzas para el colegio, pero me veía tan fea; así que en el camino siempre me las desbarataba y, cuando llegaba a la casa, le decía a mi mamá que mi cabellera no había nacido para traer esas cosas. Desde entonces siempre lo llevé corto, igual no se vería bajo el velo; por mí, que se terminara de apestar. Por eso ahí mismo que me gradué, me fui para el convento.
Era feliz… Sin embargo, mi mamá se murió, y yo me tuve que regresar a cuidar a mi papá como dictaba la tradición. Nunca fui una mujer de tradiciones pero, incluso, alguien como yo debe hacer las cosas correctas y guardar silencio.
Nunca me gustó el silencio.
Le dije adiós al convento. No pude salir los domingos con el velo que quería. Pero tuve una buena vida, pues no me casé ni tuve hijos. Siempre digo que la vida es muy corta para amar sólo a una persona, lo justo es tener al menos unos cinco novios. Claro que yo no sé de esas cosas, nunca tuve un primer beso ¡pero mejor! ¡Qué tal que me hubieran embarazado!
Yo siempre supe que no era una muchacha de la época.
Años después, luego de aceptar que tendría que hallar la belleza de otra manera, empecé a usar maquillaje. Nunca salía sin las cejas pintadas o sin esos labiales mágicos que duran todo el día. Cuando me empezaron a salir arrugas, más labial me echaba, para despistar. Me encantaba ser pretendida por los muchachos del pueblo, y me divertía todavía más saber que no les daría nada. Los hombres siempre me parecieron muy estúpidos, yo nunca les creí eso de que me darían el cielo si me iba a cocinarles por el resto de la vida.
¡Qué susto un hijo! ¡Qué susto dejarme atar! En mis tiempos las relaciones no eran como ahora… tan libres, tan normales. En mis tiempos, un matrimonio era otra cosa. A las mujeres nos tocaba sacrificarlo todo: quedarnos en casa, lavar la ropa, tener un montón de hijos, dejarnos de pintar las cejas si al marido no le gustaba ¡Qué tal! Yo quería pasear, conocer, hacer todas esas cosas que uno no puede si consigue marido.
Pero yo sé que fui amada. La gente me visitaba mucho, me traían cositas, y aunque yo con la vejez me hice diabética y sabía que no podía comer nada, las recibía y las guardaba en un cajoncito para dárselas a los niños que a veces me ayudaban empujándome en la silla o haciendo los mandados. Cuando enfermé una muchachita se venía casi todos los días para quedarse conmigo, me traía naranjas y flores; me sacaba a darle la vuelta al parque y visitar mi vieja casa. Ella me prendía el arbolito y me traía cabritas para el pesebre. Era imposible decirle que no cuando me sacaba a bailar una canción que tarareaba a gritos en pleno patio. Si hubiera tenido una hija, hubiera sido como ella.
Que lástima que sólo me dejarán tener un pesebre chiquito. Recuerdo que hasta me iba al monte para recoger musgo y ramas para armarlo del tamaño de toda una pared en mi casa. Me gastaba toda la plata comprando regalos para mi familia, pero, sobre todo, para mí. Que el vestido, que las perlas, que las sombritas de ojos, todo lo que me pareciera bonito.
Yo debí haber nacido apenas en esta época, ahora venden cosas mejores. Pero esta vejez me ha cambiado la cara, me ha debilitado las rodillas y me ha dañado la vista. Donde tuviera quince años en este momento, sería la niña más creída, estaría comiéndome el mundo, bailando, paseando, pero eso sí, sin dejar de rezar el rosario ni de ir a la santa misa ¿Cómo no agradecerle a Dios haberme concedido la dicha de ser una mujer libre, y no mandarme a ningún viejo verde de esos que tenía el pueblo por montones? Gloria a Dios.
Me di cuenta de que iba a morir, cuando ya se acercaba diciembre. Incluso cuando ya no me podía levantar, traía las cejas pintadas, ya saben, para el despiste.