“Usted se está metiendo en algo muy peligroso” –dijo la profesora, cuando vio que una de sus estudiantes estaba colaborando en la organización de unas charlas de filosofía que se llevarían a cabo en las instalaciones del colegio. Las tres charlas girarían en torno a un mismo objeto: pensar la ética. Y la jornada terminaría con una lectura dramática, ejecutada por un grupo de jóvenes de la misma institución, que reflexionaba sobre el pensamiento de algunos humanistas del Renacimiento como Pico della Mirandola, Marsilio Ficino y Filippo Brunelleschi. ¿Qué era entonces lo peligroso? Tal vez las ideas del siglo XV le parecen demasiado avanzadas a nuestra profesora. Aunque dudo que –antes de lanzar el juicio contra su alumna– se haya fijado en la naturaleza del evento o en la materia de las charlas, una de las cuales estaba a mi cargo.
Pero el caso es apenas un síntoma: la enfermedad es más grave y menos reciente de lo que se podría mostrar en la anécdota. Ha estado siempre donde el conocimiento ha sido fuente de liberación y transformación, y se le ha atribuido en muchas épocas un nombre sugestivo: oscurantismo. El término se empleó originalmente –en el siglo XVI– para designar la censura que ejerció la Iglesia Católica durante la Edad Media contra las ideas, creaciones artísticas o descubrimientos científicos opuestos a su dogma; la tortura y la eliminación física de quienes eran acusados de herejía fueron sus principales métodos, los cuales se llevaron a su máxima expresión con la creación del Santo Oficio. Posteriormente, durante la Ilustración, se llamó oscurantistas a todas las formas de oposición a los ideales de libertad de la época, surgida de las élites conservadoras y de los grupos religiosos más radicales.
No obstante, existe una definición general de oscurantismo que se refiere a una actitud presente en cualquier momento histórico, en la que convergen dos elementos: la oposición a la difusión de la cultura, y la defensa de las ideas reaccionarias y retrógradas. En este sentido, el oscurantismo está lejos de ser superado. Las imágenes de los militantes de Estado Islámico (ISIS) destruyendo el Museo de Mosul, en Irak, y su colección invaluable de vestigios asirios, son una prueba brutal de lo que estoy diciendo. Aunque ésta ya es una situación extrema. En términos generales, los métodos del oscurantismo han ido cambiando y se han hecho más difusos. Ya no existe el Tribunal de Penas de la Inquisición en Cartagena de Indias, pero la ‘cacería de brujas’ continúa –por ejemplo– bajo las forma de la posverdad o de la censura a los periodistas independientes; o bajo la forma de un sistema educativo precario que, entre otras perversiones, dice a los estudiantes amantes del conocimiento que se están metiendo en algo muy peligroso.
Lo malo (o lo bueno) es que quien habla sobre lo peligroso que puede ser el conocimiento no anda muy equivocado. Solo evita decir una parte: para quién es peligroso. El sociólogo Pierre Bourdieu señaló que las capas sociales que ejercen el poder político y económico también se apropian del monopolio de los medios simbólicos (los instrumentos de conocimiento entre ellos), desde el cual logran imponer un sistema de valores que termina legitimando el orden social que mantiene sus privilegios. Esta apropiación también es una forma de poder y, en este escenario, el oscurantismo cumple la función de un perro guardián: mantener intacta la hegemonía de esas capas sociales mediante el entorpecimiento del acceso a toda forma de conocimiento que pueda derivar en nuevas exigencias de justicia o en la transformación de las estructuras sociales.
Incluso podríamos decir que el oscurantismo sirve a quien no le conviene el develamiento de la verdad. La búsqueda razonada y no dogmática de la verdad a través de las diferentes disciplinas del conocimiento –desde la ciencia hasta el arte– es lo que siempre ha puesto en crisis el monopolio del que hablaba Bourdieu. No por nada Platón, veinticinco siglos atrás, ya planteaba una relación fundamental entre la justicia y el conocimiento; o más genéricamente, entre la justicia y la verdad: “si la justicia es sabiduría y virtud, me será fácil demostrar que es más fuerte que la injusticia, y no puede haber nadie que no convenga en ello, puesto que la injusticia es ignorancia”. Esta idea me lleva a pensar que, necesariamente, la lucha contra las situaciones de injusticia en una sociedad empieza por la lucha contra la ignorancia y contra los mecanismos que la perpetúan.

¿Pero no es anacrónico citar todavía a Platón? ¿No es una exageración decir que la ignorancia sigue siendo un problema grave en plena era de las tecnologías de la información y la comunicación? La respuesta es no. Platón nunca pudo haber sido más vigente que ahora, cuando el auge de estas tecnologías no ha representado una solución para el problema de la ignorancia sino su profundización. Este planteamiento, tan paradójico, se explica de una forma muy sencilla. La ignorancia no consiste en carecer de información sino en todo lo contrario, en estar repleto de ella; todo lo que hemos escuchado en los medios de comunicación, en el proceso de educación y en los distintos escenarios de socialización determina en nosotros un universo de creencias, de opiniones, en las que tenemos una ciega confianza.
En este abarrotamiento más que un conocimiento efectivo lo que hay es una amalgama de prejuicios que entorpecen la búsqueda razonada de la verdad. Como explica bellamente Estanislao Zuleta, si la ignorancia fuera un estado de carencia, educar sería como dar de comer a un hambriento (lo cual sería muy fácil), pero educar se parece más a aliviar una indigestión. Si bien ahora tenemos la oportunidad de seguir en tiempo real los acontecimientos en casi cualquier lugar del mundo, no tenemos el tiempo ni los elementos necesarios para poner a prueba esa gran cantidad de información, para hacerle un juicio crítico. Y el conocimiento parte justamente de poner en duda todas esas creencias, tan arraigadas en nosotros que las abrazamos como verdades absolutas, y por ellas estamos dispuestos a matar o a morir. Hace no tantos siglos se pensaba que la tierra era el centro del universo, pero esto no ocurría así por falta de información sino por la existencia de creencias tan arraigadas sobre el tema –incluso los modelos matemáticos apoyaban la tesis geocéntrica– que el hecho de ponerlas en cuestión podía acarrearle al curioso una terrible muerte.
Toda esta teoría de la ignorancia es central al hablar del oscurantismo en la actualidad porque la oposición a la difusión de la cultura y la defensa de las ideas reaccionarias están sólidamente respaldadas en la gran explosión informativa. En la publicidad que dice no piense, consuma. En el sistema educativo que dice no piense, prepárese para ser económicamente productivo. En los sistemas religiosos y políticos tradicionales que dicen no piense, profese una fe ciega en el dogma y en la ideología. Y todo esto a través de una marejada de creencias, opiniones y prejuicios muy difundidos pero poco examinados críticamente. Nuestra profesora dice que el conocimiento es algo muy peligroso porque en ella se ha consolidado un prejuicio, y ejerce una actitud oscurantista aunque no esté movida por un interés consciente de defender los discursos hegemónicos; solo ha sucumbido ante el poder simbólico y ha devenido su protectora.
Finalizo con una aclaración: el oscurantismo es una actitud; no es una institución, ni un programa de gobierno, ni un partido político. Pero justamente por ser una actitud puede estar presente en todas las relaciones institucionales o personales que se establecen al interior de la sociedad. Siempre estará ahí. Siempre tendrá como víctima concreta el anhelo de justicia. Sin embargo, contra sus métodos –surgidos en las imprevisibles dinámicas sociales o en las decisiones particulares tomadas en el seno de las élites económicas y políticas– siempre quedarán el placer de dudar y el insaciable deseo de saber.