I.
Charlotte, esta celda es culpable de mi mala caligrafía: en las mañanas entra un rastro mínimo de luz y apenas durante el mercado del domingo un pedazo de mundo se filtra por entre las rendijas invisibles del muro. Si vieras la celda, llorarías. Si amanecieras aquí, despertarías con una resaca doble de calor y de ruido: el calor hace crujir la alta madera del tejado y toda la armazón traquea como grano saliendo de la trilladora; el ruido se instala en el sueño desde las ocho de la mañana con el rumor de vendedores rastrillando cachivaches y de bolsillos llenándose de monedas de plata.
Sé que mis imágenes son extravagantes, querida, pero estos mercachifles son el único triunfo de La Revolución. A pesar de todo, no me disgusta esa algarabía de domingo y me recuerda que volveré a ver el sol de frente algún día, cuando tenga que gritar mis últimas arengas: una contra el Antiguo Régimen; otra, contra quienes me dejarán sin donde poner mi sombrero.
Pero no creas que estoy desesperado. Hasta he soñado cosas bellas. Una vez soñé que un hombre estuvo en esta celda, y no murió por la República sino por una calentura o por la ingesta de un pescado rancio.
II.
El cuerpo, en el sueño, estaba en mangas de camisa y con el cuello intacto. Había perdido una mano en la Bastilla, la misma que yo; pero el hombre era un campesino y no tenía el hermoso mosquete de finales del XVII que yo había heredado de mi padre. Peleó con un cuchillo de pesca, sin dejar nunca la vanguardia. Sin embargo los dos –el valiente inerme y el cobarde acorazado– perdimos la mano izquierda de un tajo y la pérdida nos unió fraternamente.
El hombre desapareció con la vigilia. Pero el muñón estaba aquí, en el mundo, sobrecogedoramente real, aunque el asalto de la Bastilla todavía me parece un engendro del sueño. Allí te hubieras reído de mi puntería desfasada y hubieras llorado, querida, hubieras llorado por todo lo demás.
Aunque ahora no puedas reír ni llorar.

III.
Mi esperanza de sobrevivir a La República no implica la ilusión de una muerte lejana y serena. Pero que la muerte llegue pronta con una calentura o la ingesta de un pescado rancio es la propuesta susurrada por el sueño. Tú le hiciste caso al sueño, mi pequeña Charlotte, y consumaste el desagravio de todos mis sufrimientos antes de que existieran.
No adivino el gesto con que te recibió Marat cuando le entregaste mi nombre escrito en una lista de traidores. “Serán apresados y guillotinados”, te diría agitando alegremente las aguas de la bañera donde calmaba su fiebre. Jean-Paul Marat, el poderoso hombre de la Revolución, no sospechó la ironía de mi nombre puesto en la nota: el crimen apenas iba a suceder.
A lo mejor, tú sonreías. Lo viste débil en su tiranía y ese día fuiste el rostro de su muerte.
IV.
Charlotte: quien leyera estas notas me acusaría nuevamente. Pese a que de mi mano izquierda solo queda el triste fantasma, mis compatriotas ven en mí al arquetipo del traidor. Pero yo solo veo al hombre ahogándose entre el calor y el ruido de su celda, rezando en las horas más arduas del estío: “ese ruido es el ruido de las ejecuciones; que no seas tú, Charlotte, que no seas tú”.
Y eras tú. Anoche volví a soñar con el hombre y me habló de tu muerte como se habla de un viaje.
Ahora sé bien que no moriré ni por una calentura ni por la ingesta de un pescado rancio. Pero ya sonarán campanas, querida. Ya tocarán a mi puerta dos guardias y los colores que manen de mi cuerpo acrecentarán la tarde.
