El duro peso de los pétalos

Por Marta Peláez Gaviria

Un homenaje a Jaime Atehortúa y a todos los silleteros.

Rosa…

Rosa…

Rosa…

Mi abuelo me llama tarde por la noche —¿o temprano por la mañana? —. No quiero levantarme. Es la una de la madrugada y hemos quedado en que yo lo acompañaría a la Placita de Flórez para vender algunas flores y llevar el follaje que le he prometido a Ramón, pues lo necesita para armar su silleta. Aunque el caminar de mi abuelo sea lento, su hablar pausado y sus manos no dejen de temblar, él decidió que debería ir conmigo a Medellín, a pesar de que mi madre insiste en que no vayamos. Está preocupada por su salud, y cree que yo no seré capaz con la carga. “Qué dirán sobre una niña cargando… qué dirán…”. El jardín no daba suficiente para la venta, lo que obliga a ir a la Placita a comprar las flores. Él insiste en ir a vender a Medellín, que ya tiene unos clientes fijos que no puede perder.

No entiendo su insistencia. Casi no se levanta de la cama para comer o para bañarse, pero cuando de bajar a Medellín se trata, mi abuelo se levanta rápidamente y se arregla con decisión. No entiendo: ¿para qué, si ya no sembramos lo suficiente para la venta, y él compra las flores que va a vender a la misma plaza donde alguna vez las vendía? Lleva flores para nada, es poco el dinero que trae, y a mí me toca ir por la carretera pidiendo limosnas a todo carro que pasa por la carretera buscando ese aire bucólico que se muestra en las televisiones de la ciudad para poder tener algo para comer… Ellos no lo saben…

Me levanto, luego de desperezarme cuatro veces y de estirar las piernas. Mi abuelo ya está organizado con el último pantalón negro que le queda. Le alega a una pared que me estoy demorando mucho. Mientras tanto, mi abuela nos prepara agua panela y galletas rancias. Qué diferencia: antes mi abuelo bajaba a Medellín con cargaderas, sombrero, y aunque iba descalzo iba más elegante que ahora. En esos tiempos, el jardín estaba más florecido y teníamos agapantos, astromelias de todos los colores, lirios blancos, azucenas… y mamá cuenta que cuando ella era pequeña el jardín era mucho más grande, un terreno inmenso que mi abuelo guardaba para todos sus hijos, antes de la desgracia, cuando mis tíos decidieron partir dejándonos solos a mamá y a mí en casa.

Mi abuelo decide no desayunar en la mesa conmigo y se va a la sala donde tiene colgadas las medallas que ha ganado y las fotos que le tomaron cuando todos creían que era el pionero del desfile, aunque él sabe que no es verdad. Muchos han quedado en el olvido.

Mi madre está en la cocina ayudando a la abuela, tirando las cosas, yendo de un lado a otro, diciéndole a mi abuelo a los gritos que yo no voy, pidiéndole a mi abuela que se ponga de su lado. Palabras vacías y sin sentido. A pesar de que ella lo sabe, sigue insistiendo. Mi abuelo no va a desistir y mi abuela no va a escuchar. Así que mi madre pone la misma cara de malhumorada que tiene desde que nos dejaron solas con estas dos cargas y se va a un rincón de su cama.

Salimos de la casa y ya tengo la silleta en mi espalda. Mi cuerpo se acomoda ante el nuevo peso e intenta mantenerlo firme con todas mis fuerzas para que no se caiga ni la silleta, ni el cuerpo que la lleva. Mientras, con la mano libre, busco aquello que dejo atrás: mi madre y mi abuela. Trato de despedirme pero cada vez que lo intento tambaleo como si fuera a caerme. Aun así, alzo la mano una y otra vez y las busco con los ojos. Conozco mi destino final, pero no sé lo que nos espera camino abajo. Tengo el presentimiento de que algo malo nos aguarda, algo inexplicable que no quiero contarle a nadie para evitar las angustias de mi madre y mi abuela.

Pintura: Vincent Van Gogh.

La silleta es pesada, pero no tanto como el camino. Las montañas de Medellín son verdes en el horizonte, pero de cerca también son pantano, lodo y piedras. No es posible caminar sin nada de peso, y casi imposible con una silleta en la espalda. El caminar de mi abuelo es lento al esperarme, pues no puedo llevar el paso entre caída y caída.

Todo el mundo nos observa al llegar a la Placita de Florez y yo a ellos. Me ven como una extraña, yo no reconozco a nadie. Pensaba que todos los de Santa Elena bajaban a instalarse allí, pero nadie es del corregimiento. A mi abuelo parece no importarle. Aunque  hemos bajado con una silleta, compra otras flores. Toma el balde y sale a la calle. Le digo que por qué no nos quedamos allí, en un rinconcito, pero él me toma del codo y me trata de sacar. Nunca lo he visto desesperado. Ya está a punto de sacarme y cuando llegan cuatro personas a echarnos.

Nos quedamos en el parqueadero esperando los primeros clientes, y a Ramón, que viene por el follaje. Cuando llega, trato de contarle lo que nos sucedió, pero mi abuelo no me deja hablar con él. Apenas digo una palabra, me lanza sus ojos de rabia, de odio. Nunca lo he visto así conmigo. Apenas vendemos lo que podemos, salimos de allí a buscar una esquina en el Centro de Medellín para vender lo último, comprar los remedios para la abuela e irnos.

En todo el viaje no he visto una sonrisa en su rostro. Siempre contenido, como si tratara de esconder sus arrugas. Nos sentamos en la Iglesia de San José y dejamos las flores en un balde con agua, buscando que no se marchiten más. Mi abuelo cambia, y una sonrisa se le asoma en su rostro. Me cuenta con felicidad cómo en años anteriores, cuando él era el ganador absoluto en varios desfiles, lo buscaban para entrevistarlo y muchos conversaban con él por horas cuando iban a comprar las flores. No importa que hoy nadie lo haga; y si en algo le afecta, lo oculta muy bien en su sonrisa. Es cierto que su alegría me contagia, pero también siento vergüenza por la forma en la que trata de conversar con la poca gente que pasa a nuestro lado. Los espanta y no compran nada. Allí, hablándole a la nada, nos sorprenden dos jóvenes policías.

Se acercan, le hacen preguntas que cada vez van cambiando el tono. Estoy recogiendo todo para evitarnos problemas: igual, no hemos vendido nada. Los policías lo empiezan a atacar. Dejo de darles la espalda y me doy cuenta de cómo lo maltratan. Corro hacia mi abuelo, lo jalo de los hombros para sacarlo de allí, pero no se inmuta. Por el contrario, se hace más fuerte, más rígido a mis actos que a los golpes de los policías que tratan de irritarlo. Entre más quieto se queda más rabia tienen los policías, que en un acto de desesperación le dan patadas y puños por todos lados. “Mendigo”, le dicen. Le gritan que es un espacio público, que le pertenece a la empresa, que por órdenes del presidente de la compañía no se debe hacer nadie ahí, nada que moleste a los clientes. Él, inmóvil, sin decir nada, sólo se queda mirando el espectáculo, tratando de esconder su llanto y frustración. Nadie nos ayuda, nadie, hasta que mis gritos y el espectáculo que estamos haciendo frente a la iglesia hacen que la gente se acerque hacia nosotros.

Muchos llegan a ayudar y los policías dan unos pasos atrás, pero finalmente siguen empujando y tirando a mi abuelo. En medio del barullo, en la comuna ocho, comienzan a tirar voladores, que se unen con la música de los gritos. Uno de los policías, en medio del desespero, y al ver que ya son ellos quienes son empujados e insultados, saca su pistola. Sólo yo me doy cuenta. Le quita el seguro y dispara al aire.

Todos callan. Mi abuelo mira hacia arriba, esperando ver algunos de los juegos pirotécnicos que se están tirando en lo alto de la montaña, para luego abrazarme y decirme no puedo más, estoy cansado. Su cuerpo se deja ir al suelo, y yo trato de cargarlo en mis brazos. Caigo con él y quedo atrapada en medio de la pelea entre hombres y policías, quienes no se dan cuenta ni siquiera de que con sus pies nos pisan y nos patean. Grito: no pasa nada. Jalo algunos pantalones, me siguen pateando y continúan con la pelea, sin notar que mi abuelo y yo estamos ahí, en el piso. Así nos quedamos, incluso mucho tiempo después de que todo el mundo se va.

Los sábados y domingos bajo a vender flores, como ese día con el abuelo. Siempre me quedo en ese rincón donde lo vi por última vez, al lado de una estatua que años después puso una empresa como homenaje a los silleteros como él.

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