El año pasado estuvo circulando –hasta el hastío– un video en el que una mujer se despachaba frente a una multitud contra el llamado lenguaje inclusivo. Sus argumentos en apariencia eran contundentes: en un solo derroche de erudición, la mujer explicó y ejemplificó, una a una, las reglas idiomáticas que sustentaban su punto de vista. Finalmente, no me convenció. En cambio me recordó un día en que me encontré a mis amigos Julián Acosta y Alejandro Arcila discutiendo sobre si el adverbio solo debía escribirse con tilde o sin tilde. Ante la insistencia de Julián sobre que la RAE había prescrito que se escribía sin tilde en la última versión de la Ortografía de la Lengua Española, Alejandro remató: ¿Entonces si la RAE le dice que se tire de un quinto piso, usted se tira?
El asunto es que el lenguaje –el más peligroso de todos los bienes, como lo entendía Heidegger– es un iceberg difícil de sortear: las reglas ortográficas y sintácticas de una lengua es lo que está, visible, en la superficie; lo demás, lo muchas veces ignorado, son las relaciones sociales y políticas que le dan a cada lengua una configuración específica, y determinan los hechos lingüísticos en general. Así, lenguaje y lengua no son neutras en valor. ¿Por qué hablamos en América lenguas prevalentemente europeas? ¿por qué la lengua que en la actualidad ejerce más influencia sobre otras lenguas es la inglesa? ¿por qué en la lengua española el género gramatical masculino subsume por regla general el femenino cuando se nombra una pluralidad de seres humanos? En todas estas preguntas hay una remisión necesaria a fenómenos políticos, a hechos concretos de dominación y resistencia que no deben ser descuidados.
En efecto, Simone de Beauvoir en El segundo sexo, Monique Wittig en No se nace mujer, Judith Butler en El género en disputa y Pierre Bourdieu en La dominación masculina concuerdan en que el lenguaje alberga estructuras fundamentales que reproducen la asimetría entre los géneros. Que en la percepción social y en la lengua aparezca lo masculino como lo neutro, lo universal, denota un orden simbólico en el cual lo femenino ocupa un lugar subalterno. En palabras de Wittig: “El género es el índice lingüístico de la oposición política entre los sexos. Género se utiliza aquí en singular porque realmente no hay dos géneros. Únicamente hay uno: el femenino, pues el “masculino” no es un género. Porque lo masculino no es lo masculino, sino lo general”. De este modo, se le ha atribuido exclusivamente al hombre ser sujeto (cognoscente, moral) universal.
El problema radica, nada más y nada menos, en que a través del lenguaje (y de las lenguas) es que dotamos el mundo de sentido. El lenguaje es la materia prima con la que se construye todo horizonte cultural y, como depositario de las relaciones de poder que se ejercen en una sociedad, representa en sí mismo un límite epistemológico para entender y atender los problemas de los diversos órdenes de la realidad humana. De hecho, anda muy equivocado quien piensa que predicar la necesidad de dinamitar las reglas de una lengua, con miras a realizar conquistas sociales, ha sido asunto solo de feministas millenials.
En 1823, Andrés Bello, para muchos el más grande gramático que ha tenido la lengua española, escribió un ensayo titulado Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América; allí propuso una reforma radical en la cual se consultara la pronunciación americana como criterio principal de construcción de las reglas ortográficas, y de este modo, se hiciera coincidir todos los grafemas y los fonemas. Por ejemplo, que en vez de la c fuerte y la q se escribiera la letra k, que en vez de la g suave se escribiera la letra j, que nunca se escribiera la h muda. Si la lectora se acerca al ensayo citado convendrá conmigo en que los argumentos de orden gramatical que aduce Bello son impecables, pero además se dará cuenta de que sus razones principales son de orden político.
Esta propuesta surgió apenas cuatro años después de las independencias bolivarianas y se inscribió en un proyecto de diferenciación de los nacientes Estados americanos frente a la metrópolis española. Dice Bello: “Este método nos parece el más sencillo y racional; y si acaso estuviéremos equivocados, esperamos que la indulgencia de nuestros compatriotas disculpará un error que nace solamente de nuestro celo por la propagación de las luces en América; único medio de radicar una libertad racional, y con ella los bienes de la cultura civil y de la prosperidad pública”. Otros intelectuales del siglo XIX, como el argentino Domingo Faustino Sarmiento y el peruano Manuel González Prada, hicieron propuestas similares porque encontraban que la independencia política y cultural de América, y la construcción de sus proyectos nacionales, tendrían que pasar también por su emancipación lingüística.
Por supuesto, los intelectuales que acabo de mencionar no reducían sus pretensiones exclusivamente a este ámbito; tampoco lo hacen los movimientos feministas actuales. La exigencia de crear un lenguaje no sexista es uno de los tantos elementos que se insertan en el gran marco de las reivindicaciones políticas, sociales y culturales que estos movimientos defienden; en otras palabras, no es suficiente utilizar fórmulas como “niños y niñas” en una Ley de la República o “todos y todas” en el eslogan de una Administración Municipal, desprovistas (estas fórmulas) las más de las veces de rigor lingüístico y de un verdadero compromiso con la justicia material. Sin embargo, queda claro que la necesidad de poner en crisis las normas de la lengua y las estructuras del lenguaje, en cada momento histórico, no es un asunto menor.
Al fin y al cabo las lenguas son organismos vivos y arbitrarios, que deben adaptarse a las necesidades comunicativas de las sociedades (no las necesidades comunicativas a las reglas de los gramáticos). También son las lenguas hechos sociales y políticos. Si la mujer del video que reseñé al inicio del artículo no me convenció fue precisamente porque su enumeración exhaustiva de reglas gramaticales más parecía la disección de un cadáver que el tratamiento de una de las creaciones más ricas, variables y vigorosas de la cultura. Entre otras cosas, me pregunto si nuestra erudita también hubiera tachado al gramático Andrés Bello de ignorante, como lo hace con quienes abogan por transformaciones lingüísticas en la actualidad. En síntesis, como diría Alfonso Reyes, si a este tipo de personas le hubiéramos confiado el darle a la lengua su aliento vital todavía estuviéramos hablando en latín.
¿Y si estas nuevas formas llegan a justificar aparatos de censura o dominación? También contra ellas habrá que oponer las dentelladas de la crítica y el impulso insobornable de la trasgresión.
Adenda
La cuestión que todavía queda por resolver es cómo debe ser el lenguaje no sexista para que no caiga en la inocuidad moral, la pobreza lingüística o la ridiculez. Hasta ahora la propuesta de Carolina Sanín es la que me parece más adecuada. Como explica la autora, la utilización de fórmulas como “los y las” o “todos y todas” no incluye sino que separa (discrimina); la sustitución de términos como “ciudadanía, humanidad o jefatura” por “ciudadanos, hombres o jefes” lleva a una tergiversación de los conceptos; y el uso de x o @ en expresiones como “queridxs amigxs” no soluciona el problema gramatical y hace las palabras impronunciables. En vez de esto, con pleno rigor lingüístico, Sanín propone hacer que ambos géneros gramaticales se incluyan mutuamente: que sea válido tanto decir “los castigos y penas” como “las penas y castigos”, que se acepte decir únicamente “todas” como se acepta decir únicamente “todos” para referirse a una pluralidad de seres humanos, que sea tan válido decir “lectora” como decir “lector” aludiendo tanto a hombres como a mujeres. Carolina Sanín concluye: “A este cambio en la regla y el uso no veo qué objeción podríamos oponer como no fuera la de nuestra inclinación por el conservadurismo.”
