Tras cada palabra que alguien expresa hay una intención, un deseo de hacerle saber a un otro sobre algo que se imagina, piensa o siente. También es posible ocupar virtualmente el lugar del otro y usar las palabras para decirnos a nosotros mismos cosas sobre lo que somos o hacemos, como un supervisor, o mejor, como un confidente de lo privado. Estas dos maneras en las que actúa nuestro lenguaje están regidas por lo que ese sujeto del lenguaje va construyendo con las experiencias constantes, que guarda en su memoria, y que finalmente le permiten sacar y darle forma a la información. No nacemos con una intención comunicativa, ésta se va desarrollando y condicionando de acuerdo a lo que vamos viviendo y percibiendo, según valoramos el lugar que ocupamos en el mundo.
Si naciéramos con lenguaje, ¿qué tendríamos por decir? ¿a quién nos dirigiríamos? Para decir o para expresar, primero tendríamos que tener un vacío, una falta que permitiera instaurar el deseo y, siguiendo con la primera línea del texto, la intención de la palabra. No existe deseo sin ausencia y –por tanto– no existe palabra que no busque satisfacer dicha falta. Entonces, toda palabra es deseo manifiesto que busca generar lazos, conexiones que se establecen con seres y objetos, como cuando alguien le habla a las mascotas, las plantas o las llaves. Estos lazos esperan satisfacer, en alguna medida, aquella falta.
Ahora bien, cuando Siri, como asistente virtual, me nombra o se “dirige” con cualquier comando hacia a mí, no hay un deseo real de comunicación ya que esas palabras no obedecen más que a unos complejos algoritmos que fueron diseñados para dar determinadas respuestas. Con ello no se niega una “inteligencia” ya que estos asistentes virtuales hoy se programan incluso para aprender y adaptarse a un entorno, pero es improbable que Siri desee declamar un poema para expresarle a alguien que lo extraña, escuchar un chiste para soltar una carcajada, leer un comic o incluso escribir una novela, porque tal asistente no está compuesto más que por la intención explícita de unos programadores y no por la construcción propia de un deseo, de una intención comunicativa generada desde una subjetividad, desde una falta.
Teniendo eso presente, Siri sigue parámetros programados que no trascienden al signo, cosa que probablemente un loro sí hace porque aun cuando este animal desconoce qué significado tiene expresar el típico “quiere cacao”, allí hay una intención mínima de generar un sonido con algún sentido para el loro. De acuerdo a lo aquí expresado, a diferencia de Siri, el loro tiene una experiencia del mundo (algunos llamarán esto condicionamiento). El biólogo chileno Maturana señaló, en el Nobel Prize Dialogue realizado este año en Santiago de Chile, que “a diferencia de las máquinas, cuyas acciones gobernantes son insertadas por diseñadores humanos, los organismos se gobiernan a sí mismos”. Este proceso, que el autor denomina de manera poética autopoiesis, le ayuda a definir y demarcar lo vivo de lo muerto.
Todo ello pone en cuestión preguntas acerca de la Inteligencia Artificial y sobre cómo las máquinas pueden superar al hombre; sin embargo, desde mi perspectiva, éstas como objetos inertes, hacen tareas en muchos casos complejas pero sólo ejecutan lo que se les programe, mientras el ser humano, las plantas o los animales, más que lo programado hacen lo que pueden con su “santa” voluntad. Es relevante nombrar que entre esos seres vivos, el hombre en su lenguaje tiene ciertas complejidades y especificidades que le permiten usar figuras literarias tan complejas como la metáfora, la personificación, la metonimia y la paradoja, y construcciones culturales que incluso pueden hacer que exista algo con sólo nombrarlo. El ser humano desarrolla todas estas lógicas del lenguaje a partir de un entorno cultural de donde deviene y se vuelve consciente de su lenguaje.
Todo lo que se escribió anteriormente se pone en suspenso con Mary Shelley y su obra Frankenstein o el moderno Prometeo ya que irrumpen con ciertos paradigmas que deforman algunas comprensiones acerca de lo que es la vida, lo que diferencia a las máquinas de los seres vivientes, e incluso de dónde surge el lenguaje. Todo ello a través de un ser que nace maduro, camina y busca algo en el mundo, que –contrario a Adán– no fue creado por un Dios sino por un científico cuya empresa consistió en volver a darle vida a un conjunto de órganos que juntos configurarían un nuevo ser. Es así como nace el monstruo de Frankenstein, a quien le tocó construirse a partir de lo que percibía y de lo que su material biológico le condicionaba. Por demás, el monstruo se constituía sólo de restos descompuestos y desagradables, incluso para su propio creador, quien desde su nacimiento lo observaba con repudio. En su origen, entonces, no hubo quien lo nombrara o le diera un lugar, le permitiera dotarse de una “lengua materna” o sentirse valorado bajo la mirada de alguien. El mismo Víctor, su creador, no soportó ver aquella reunión de órganos antes inertes, por lo cual huyó y decidió dejarlo a su suerte.

Shelley da elementos para deformar la comprensión de la vida misma en tanto pone en cuestión preguntas esenciales sobre lo qué somos, ¿acaso somos una reunión de órganos que funcionan? ¿el ser del monstruo de Frankenstein le fue dado? ¿cómo se construyó? ¿cómo funciona la mente del monstruo de Frankenstein? ¿hacia quién se dirige y para qué lo hace?
En el libro, Víctor se encuentra con su creación monstruosa, quien después de rogarle a su creador que lo escuche, hace una especie de catarsis sobre varias dolencias y sufrimientos que ha padecido al buscar contacto con el mundo; sobre lo difícil que ha sido iniciarse en un entorno lleno estímulos caóticos que le acosaban constantemente y que no lograba más que procesarlos de manera ambigua. Todo ello cambia cuando, al esconderse en el cobertizo de una casa habitada por una familia, esta le muestra con su manera de vivir una posible manera de abordar la vida. Aunque monstruo, muy observador y con intenso deseo de comprender, emprendía la búsqueda de respuestas a preguntas tales como qué costumbres tienen, cuáles son sus historias de vida, cómo se relacionan. Así, con sus preguntas obtuvo la posibilidad de desarrollar algo que esos seres llamaban hablar, escuchar atentamente, leer y escribir.
Todo esto se me hace muy llamativo ya que aunque este ser monstruoso nació con cierto deseo, ciertas competencias y con una falta ya instaurada, no hubo quien lo introdujera en el lenguaje, y por tanto le facilitara el proceso de estructurar su conciencia y, en consecuencia, su deseo. Es ese factor de soledad lo que le produce el mayor impulso para hablar, para buscar contacto y ser objeto de alguien. Como dijo el monstruo: “las palabras hicieron me volviese hacia mi mismo”.
Con ello Víctor, como científico que buscó dar vida, logra desarrollar aquella capacidad autopoiética: un ser que busca vivir experiencias y satisfacer determinados deseos a través del lenguaje. Pero, ¿qué impulsa a ese monstruo a desarrollar lenguaje? ¿no le bastó con caminar y buscar satisfacer sus necesidades básicas? El monstruo desde siempre tuvo un acuciante anhelo de interactuar con aquella familia con la que no tenía contacto, pero a la que vivía espiando. Al parecer ni los monstruos se salvan de buscar el convivir con otros seres. En relación a ello, Maturana señala que el lenguaje “no es un sistema de comunicación o transmisión de información, sino un sistema de convivir en las coordinadas de los deseos, los sentires, los haceres, en cualquier dimensión del convivir que está ocurriendo”.
Adquirir el lenguaje, le permitió al monstruo de Frankenstein habitar el mundo de una manera consciente, convivir en un sistema organizado, pero sobre todo satisfacer un deseo de contacto, de lazos sociales, en parte para trascender la visión de su propio mundo sesgado por sus limitaciones y, en parte, para darse una idea de quién es y cómo se ve. Esto hace pensar unos límites para las máquinas ya que sólo un ser vivo puede gobernarse a sí mismo. Yo creo que al final Frankenstein se dirige hacia cualquier ser humano que le permita saber de sí mismo y le resuelva su duda de si verdaderamente existe y está vivo.